La grandeza ha dado paso por todas partes al encanto
Hannah Arendt (La condición humana, Austral, pág. 61)
Tengo la teoría de que cuando Hannah Arendt enunció su bella concepción del ser humano como sujeto de una acción que comienza incesantemente (para compensar en parte la del Dasein como el único existente al que, Dios nos asista, afecta «la muerte en tanto muerte» de Martin Heidegger), fue porque la pensadora ya vivía por entonces en EE.UU y la habrían llegado mucho más que los ecos de las primeras tonadas del rocanrol. Si el Rock around the clock de Bill Halley and the comets, pongamos por caso, era de 1955, La condición humana se publicó tres años después, con lo que sin duda Arendt había tenido tiempo de sobra para absorber lo que los americanos estaban haciendo entonces con la cultura global -básicamente, rock, chicle y tabaco rubio, (no se olvide que la filósofa expulsaba más humo que una locomotora). Arendt escuchó todo eso, vio todo eso, y yo casi aseguraría que se alegró de verse rodeada de una nueva generación, posterior al horror de la Segunda Guerra Mundial, que estaba aprendiendo de nuevo y a su manera la joie de vivre, sobre todo si tenemos en cuenta lo mal que lo había pasado ella toda su vida.
Me viene a la cabeza eso, la maravillosa filosofía de la natalidad en Hannah Arendt, que comparto casi enteramente, cada vez que escucho a mis hijos, a mis alumnos o a la chavalada de la calle en general hablar en lo que yo bautizaría como el argot del «bro», que ha prendido como la pólvora desde las redes sociales y los youtubers hasta la parla mundana. Yo, claro, detesto lo del «bro» (¿las chicas entonces son «sis»? ¿los profes así somos «pro»?; pues parece que no…), porque ya soy más carrozón que el que portó el fiambre de Isabel II of England, pero el recuerdo de Arendt no me permite juzgarlo mal. Me revienta, aun a sabiendas de que es equivalente al viejo «tronco» o «macho» o «colega», no porque venga del inglés de Harlem, que me importa un rábano, sino primero porque de nuevo es exclusivamente masculino, luego porque abunda en el lenguaje-purrela de entorno de los videojuegos, y no digamos ya si me pongo a pensar en esa mierda sonora que han promocionado desde arriba -juro que he visto innumerables informativos que pasan por ser serios que terminan su escaleta dando publicidad al último anormal del género-: el reguetón(-to).
No obstante, hasta el reguetón tiene su cosa, asumido que carece de grandeza alguna, como vaticinaba también Hannah Arendt. Siendo como es prácticamente pornografía cis-hetero de pésimo gusto, y una exaltación insultante del lujo capitalista para los oídos de aquellos que jamás disfrutarán de nada parecido, el reguetón(-to) quiere sonar a algo que hasta pudiera ser una caricia, a un mundo en el que ya no hay desgarros políticos ni distancias insalvables entre las personas particulares, a un ambiente en el que apenas se mueven las drogas, donde hay contacto humano significativo aunque sea a cuatro patas -«cuatropa»-, y protagonizado por gente presuntamente sana y atlética que cuida su aspecto más que Beau Brummell (del que cuentan, por cierto, que su conversación era tan nula como la de los reguetoneros). En comparación con el rock, con el jazz, o con el rap, yo diría que el reguetón(-to) cuenta con un mayor número de supervivientes entre sus rutilantes estrellas, aunque solo fuera porque sus carreras profesionales son por lo general cortas.
La generación del «bro», aunque escuche reguetón(-to), habitualmente no cruza ciertas líneas rojas que estos ritmos profanan y ultrajan sin parar. Mientras que el reguetón es el lugar residual del dimorfismo sexual cerrilmente biológico en materia de teoría de género, y la única corriente de moda actual en que se resiste garrula y obstinadamente a la llamada «cultura de la cancelación», sus oyentes, al menos en nuestro país, en su gran mayoría no van de ese palo. Los chavales del «bro» -puede ir al principio, al final y también en mitad de una frase, o todo a la vez, sin descanso- han sido educados en las redes sociales mucho más que en la educación obligatoria, dónde va a parar (aparte: siento mucho decir esto, pero para imaginarse lo que sería hoy una democracia directa en vez de la nuestra representativa, basta con meterse un rato en la selva infernal de X, aka Twitter…). Sus tótems son eso que denominamos «móviles» y también el mando de la play, una trampa en la que les hemos metido nosotros pero en la que se sienten más a gusto que un arbusto.
Abundan los canutillos, la cachimba y los vapers entre la gente del «bro» (si hay pitillo, debe ser de bricolaje, o sea, de liar o lianza, porque mola mucho eso de hablar mientras te lías uno, así das la impresión de estar a lo tuyo y a lo ajeno a la vez, como con los móviles), que hacen pandilla. Gastan una esmerada higiene capilar, que les cuesta sus buenos dineros, y cuyo estilo sólo cambia para seguir igual. La vestimenta ha de ser hipercómoda, aunque de marca, con gorra o capucha para fingir que ocultas una interesante y superespecial vida interior, esa paradoja tan juvenil -desde que se inventó la juventud, precisamente en tiempos de Hannah Arendt en New York City- de que para ser único hay que ser exactamente igual que todos. Tatoos que no falten, muchos y desde muy pronto, una segunda piel que te convierte sin lugar a dudas en la oveja más singular del rebaño, y que todo fluya… Políticamente, yo les detecto incrédulos, pero más incrédulos hacia los vientos que provienen de la izquierda que a los que soplan de la derecha. Han aceptado espontáneamente eso que decía Arthur C. Clarke de que -Tercera Ley de Clarke- toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia, y, pese a Max Weber, están palpando con sus deditos un cierto reencantamiento del mundo que cuando venga servido por las grandes tecnológicas va a ser una decepción de dimensiones cósmicas -un detalle: en la segunda de Spiderman protagonizada por Tom Holland salen drones, los drones resulta que ya son nuestro amigos, como si no sirvieran para espiar, vigilar y asesinar en lejanas tierras.
Como nosotros a su edad, lxs chavalxs quedan para tomar cañas, hacer todo eso que hacen y enseñarse unos a otros cuál debe ser la recta conducta a seguir en cualquier situación, poniéndose de ejemplo a ellos mismos. El argot del «bro» esa es otra ventaja que tiene, si yo he observado bien: devuelve el encanto de la palabra a esos niños que se comieron la cuarentena dura encerrados en casa mirando pantallas. Sólo por eso, los maduritos debemos reconocer que ese estilo de vida es suyo, tal vez la reacción al que nosotros le hemos impuesto, pero su reacción particular y privada, nueva en el sentido de Hannah Arendt. Todos nos creemos muy cultos y lo del «bro» nos suena vulgar y bárbaro, pero lo cierto es que no tenemos la menor idea de lo que saldrá de allí con los años. Vuelvo, por lo largo, a Hannah Arendt glosando filosóficamente, si es que no voy desencaminado, el renacer cultural tras la contienda mundial.
Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo. Con respecto a este alguien que es único cabe decir verdaderamente que nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales.
Acción y discurso están tan estrechamente relacionados debido a que el acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: «¿Quién eres tú?». Este descubrimiento de quién es alguien está implícito tanto en sus palabras como en sus actos; sin embargo, la afinidad entre discurso y revelación es mucho más próxima que entre acción y revelación, de la misma manera que la afinidad entre acción y comienzo es más estrecha que la existente entre discurso y comienzo, aunque muchos, incluso la mayoría de los actos se realizan a manera de discurso. En todo caso, sin el acompañamiento del discurso, la acción no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto, como si dijéramos; si en lugar de hombres de acción hubiera robots se lograría algo que, hablando humanamente por la palabra y, aunque su acto pueda captarse en su cruda apariencia física sin acompañamiento verbal, sólo se hace pertinente a través de la palabra hablada en la que se identifica como actor, anunciando lo que hace, lo que ha hecho y lo que intenta hacer.
La condición humana, Austral, pág. 202
Jajaja quien escribió está payasada de forzada intelectualidad, hiperracionalizacion de lo obvio y desagradablemente pomposa intelectualidad de mal gusto.
Fuí yo, pero tu «quién» es con tilde… ¿O es forzado analfabetismo?
De todas formas es un análisis interesante; la actualidad es difícil de interpretar, por lo del desarrollo científico en todos los aspectos. Menos en el del espíritu humano, en su «condición humana». Se respeta mucho esa condición en la juventud de ahora, víctima de las generaciones anteriores antes y después de la segunda guerra mundial. ¿Hacia donde vamos?
Me gustó su atrevimiento intelectual.
Gracias, bro.
Pues a mí el artículo me ha molado mazo, por lo que dice y cómo lo dice.