Henri-Louis Bergson: vitalismo, duración e intuición – Perfiles

enero 7, 2023
Henri Bergson vitalismo e intuición

Bergson y el abuelo de Sartre

Henri Bergson fue para muchos pensadores de la primera mitad del siglo XX, la influencia filosófica fundamental. Fue de esos intelectuales que además de enseñar, lograron inspirar a generaciones enteras. Basta recordar al primer Sartre cuando sugirió que quería hacer de su vida una creación estética. Bergson fue el primero en otorgarle el material de apoyo para comenzar a dominar el plano psicológico de la existencia.

En Las Palabras, el filósofo existencialista ha pagado su deuda. Decía allí:

«Mi abuelo había cruzado el lago de Ginebra con Henri Bergson. Estaba loco de alegría –decía-; yo no tenía ojos suficientes para contemplar las crestas resplandecientes, para seguir los espejos del agua. Pero Bergson, sentado en una maleta, no dejó de mirar entre sus pies»[1].

Se concluía de este momento y gracias a Henri Bergson, que la meditación poética era preferible a la filosofía.

Ese pasaje parece dibujar las grandes batallas filosóficas del siglo XX. En otras palabras, la metafísica bergsoniana propuso una noción de intuición no solo nueva, sino sugestiva. Una fuerza que tuvo como principal contendiente a la metafísica cartesiana, el racionalismo moderno, y el análisis como operación metodológica.

Su Vida

Henri-Louis Bergson nació en París un 18 de octubre; el mismo año en que se publicó El origen de las especies de Darwin (1859). El pensador francés fue criado en una familia judía de nacionalidad mixta, su madre, Katherine Levison, procedente de Inglaterra y su padre, Michael Bergson, de Polonia. Henri-Louis fue el segundo de siete hermanos. Tres de ellos varones y tres hermanas.

De 1868 a 1878, estudió en el Lycée Condorcet, entre cuyos alumnos notables también se encuentran Jean-Martin Charcot, Hippolyte Taine, Paul Verlaine, Marcel Proust, Paul Valéry, Claude Lévi- Strauss, Jean Cocteau y Léon Brunschvicg. Este último, junto a Bergson, será uno de los mayores representantes de la escisión que daría nacimiento a lo que Badiou llama «filosofía francesa contemporánea».

A pesar de sus grandes conocimiento y premios en matemáticas y geometría, optó por concentrarse en las artes y humanidades cuando ingresó en la École Normale Supérieure en 1878. Entre sus compañeros de clase, estaban el líder socialista Jean Jaurès y el teórico social Émile Durkheim.

Durante este período su pensamiento fue moldeado especialmente por Herbert Spencer y su interés principal radicaba en la filosofía de la ciencia. Su temprana atracción por las teorías mecanicistas y el materialismo se vio compensada por el neokantianismo de maestros como Émile Boutroux y Jules Lachelier, a quienes dedicó su primer libro.

Bergson se graduó en filosofía en 1881 y comenzó su carrera docente en los liceos de Angers (1881 -83) y Clermont-Ferrand (1883-88), donde más tarde enseñaría Jean-Paul Sartre.

Regresó a París en 1888, trabajando   primero en el Collège Rollin (1888 – 89), luego en el Lycée Louis-le-Grand (1889 –90), y finalmente en el prestigioso Lycée Henri-IV (1890 -98). Obtuvo un doctorado en la Universidad de París en 1889 sobre la base de su tesis principal, Essai sur les données immédiates de la conscience, y una tesis secundaria en latín, Quid Aristoteles de loco senserit (El concepto de lugar en Aristóteles).

El 7 de enero de 1891 se casó con Louise Neuberger, cuyo primo segundo, Marcel Proust, sirvió como padrino en su boda. Sobre esto último, se ha de decir que las relaciones entre Bergson y Proust van más allá de lo familiar. Estas se internan también en el ámbito de lo conceptual. En el primer volumen de En busca del tiempo perdido, las evocaciones del narrador, mediante sonidos, sabores, olores y sus propios recuerdos, se insertan en el marco conceptual de la obra bergsoniana.

En 1894 y nuevamente en 1898, solicitó un puesto en la Sorbona, pero no tuvo éxito en ambas ocasiones.

Mientras tanto, publicó su segundo libro, Materia y memoria en 1896. En 1898, se incorporó a la École Normale como maître de conférence y en 1900, fue nombrado miembro del Collège de France.

Originalmente ocupó la cátedra de filosofía griega y latina, en sustitución de Charles Lévêque, hasta 1904, cuando pasó a la cátedra de filosofía moderna, siguiendo a Gabriel Tarde, quien la ocupó hasta su jubilación. Dado que sus conferencias en el Collège de France estaban abiertas al público, pudo compartir su filosofía con una amplia audiencia y se convirtió en un nombre familiar en Francia. Su reputación creció con la publicación de La Evolución Creadora en 1907 y giras de conferencias en Inglaterra en 1911 y los Estados Unidos en 1913.

Durante la Primera Guerra Mundial sirvió a su país como diplomático, viajando a los Estados Unidos en 1917 para instar al presidente Wilson a que llevara a Estados Unidos a la guerra. Sufriendo de una artritis severa, que le dificultaba trabajar, renunció a su cátedra en el Collège de France en 1921 y fue sucedido por Edouard Le Roy.

En abril de 1922, participó en un debate público con Albert Einstein sobre la naturaleza del tiempo. Su libro Duración y simultaneidad, una crítica de la teoría de la relatividad de Einstein, se publicó más tarde ese año.

En 1922, fue nombrado presidente de la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, precursora de la UNESCO. Recibió el Premio Nobel de Literatura de 1927, y más tarde el gobierno francés le concedió la Grand-Croix de la Legion d’Honneur, su máxima distinción.

Después de una brecha de veinticinco años desde su último libro, publicó Dos fuentes de la moral y la religión en 1932.

Murió el 3 de enero de 1941 de una enfermedad respiratoria que contrajo después de esperar en la fila durante varias horas en medio del frío para registrarse como judío bajo las leyes del gobierno de Vichy. También afirmó su identidad judía en su último testamento, escrito en 1937, sugiriendo que había considerado convertirse al catolicismo, pero se abstuvo de hacerlo en oposición a la creciente ola de antisemitismo en Europa.

Albert Einstein (izquierda) y el filósofo y escritor francés Henri Bergson (derecha).

Carácter general de su filosofar

En el centro de la filosofía de Bergson radica la convicción de que el tiempo es real y la realidad es fundamentalmente cambio, devenir y creación. En oposición a la tendencia de la ciencia y la filosofía modernas que tratan el tiempo como una ilusión, sostiene que es una realidad que todos captamos de inmediato.

Al examinar la historia del pensamiento, ve la preferencia por lo inmóvil, inmutable y eterno como un hilo conductor que va desde Zenón de Elea hasta el presente. Sostiene que esta preferencia es una característica de la inteligencia humana, a la que considera como una facultad de acción, en primer lugar, y de reflexión, en segundo lugar.

La inteligencia produce matemáticas y lógica, y desarrolla un conjunto de hábitos que son útiles en la acción y la comunicación, pero, según su preocupación, simplifican demasiado el pensamiento.

La tendencia del intelecto es encontrar semejanzas, dividir las cosas por género y abstraerse de las diferencias. Para poder controlar las cosas, traduce lo móvil en inmóvil, lo dinámico en estático y el tiempo en espacio. Si el pensamiento normalmente niega el flujo del tiempo, entonces para Bergson, filosofar significa invertir la dirección normal del funcionamiento del pensamiento. Su deseo es reorientar la filosofía mostrando cómo ciertos problemas, errores e ilusiones surgen de hábitos de pensamiento comunes y qué nuevas formas de pensar podrían ser necesarias para superarlos.

Habiendo estudiado y enseñado en algunas de las escuelas francesas más elitistas de finales del siglo XIX, Bergson tenía un dominio impresionante de la filosofía griega antigua y europea moderna. También estaba muy interesado en las ciencias, especialmente la biología y la psicología. Y, gracias a la crítica positivista de la metafísica, estaba seriamente preocupado por el papel de la filosofía en el futuro. Bergson estaba entre los que creían que la filosofía continúa teniendo una importancia vital incluso en un mundo en el que la ciencia establece el estándar del conocimiento.

Su estrategia para demostrar esa importancia fue tomar lo que él consideraba los «grandes problemas» de la filosofía y mostrar cómo podrían resolverse superando ciertos hábitos intelectuales. Así, sus libros se centran en el problema del libre albedrío, la relación entre mente y cuerpo, el sentido de la vida y los orígenes de la moral y la religión.

Estos trabajos también abordan los límites del conocimiento, la naturaleza de la conciencia, la posibilidad de la vida después de la muerte, la cuestión de por qué hay algo en lugar de nada y muchos otros problemas perennes.

Desde este ángulo, Bergson puede parecer un filósofo bastante tradicional y, de hecho, siempre participa en tales debates en conversación con algunos de los mejores representantes de la filosofía occidental. Sin embargo, desde otro ángulo, se adelanta a su tiempo, desafiando los términos de estos debates y articulando nuevas alternativas a las opiniones predominantes. Por tanto, rechaza tanto el determinismo como su opuesto; el materialismo y el idealismo; el mecanicismo y la teleología. En cada caso, intenta mostrar cómo estos puntos de vista comparten supuestos comunes que deberían rechazarse.

Intuición, duración e impulso vital

Desde el punto de vista metodológico, Bergson se pregunta: ¿Qué método se necesita para captar la realidad en su devenir cambiante, fluido e interminable? A esta interrogante responde con la intuición. Es decir, apelando a una especie de conocimiento directo e inmediato. El método de la intuición está en contraste con la inteligencia, que procede mediante el análisis.

«Equivale decir que el análisis opera sobre lo inmóvil, mientras que la intuición se coloca en la movilidad, o –lo que viene a ser lo mismo- en la duración. Aquí está la línea de separación bien clara entre la intuición y el análisis. Lo real, lo vivido, lo concreto, se reconoce porque es la variabilidad misma. El elemento se reconoce porque es invariable. Y es invariable por definición, por ser un esquema, una reconstrucción simplificada, con frecuencia un mero símbolo, en todo caso, una vista tomada sobre la realidad que fluye»[2].

A partir de esta realidad, la intuición se amplía más allá del sujeto consciente a través de un acto de lo que Bergson llama simpatía, que invierte el hábito de intentar encajar lo nuevo y lo imprevisto en categorías preexistentes. La intuición es, pues, «…la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresable»[3].

Ante la incapacidad del análisis, la intuición se vuelve un camino más simple, directo, y que compete a la esencia misma del ser. De ahí que la metafísica bergsoniana se convierta inicialmente en una crítica a la moderna, de fuerte influencia geométrica. En otro momento dirá: «La metafísica es, pues, la ciencia que pretende abstenerse de símbolos»[4].

Algunos críticos, como Bertrand Russell, han descartado la intuición bergsoniana como una especie de irracionalismo o misticismo, pero él mismo la caracteriza como una forma de empirismo, que restaura rasgos de la experiencia que han sido oscurecidos por el intelecto. Sus defensores, como Gilles Deleuze, han sostenido que la intuición es un método para «disolver» problemas filosóficos, articular diferencias genuinas e inventar nuevos conceptos.

La originalidad del pensamiento de Bergson también es evidente en su invención del concepto de duración (la durée). Al contrastar la intuición con la inteligencia, enfatiza que, pensar intuitivamente es pensar en duración. Bergson establece una clara distinción entre el tiempo como una cantidad mensurable y la duración como:

«…una multiplicidad cualitativa, sin parecido con el número; un desarrollo orgánico que no es sin embargo una cantidad creciente; una heterogeneidad pura en el seno de la cual no hay cualidades distintas. En una palabra: los momentos de la duración interna no son exteriores unos a otros»[5].

En contraste con el tiempo abstracto del reloj, o el tiempo como «medio homogéneo» en el que cada momento es idéntico, aquí se define la duración como «pura heterogeneidad», el tiempo concreto de la experiencia consciente. Afirma que el tiempo, como se entiende comúnmente, es en realidad una proyección de la duración en el espacio. Tomando prestada una distinción de las matemáticas, Bergson sostiene que, si los objetos en el espacio constituyen una multiplicidad discreta o numérica, entonces los estados de conciencia constituyen una multiplicidad continua o cualitativa. En la medida en que el tiempo se concibe como una sucesión de instantes, cada uno separado y distinto, el concepto de tiempo confunde «duración» con espacio.

En la duración, hay un flujo continuo, los momentos se mezclan entre sí y no hay dos momentos iguales, a diferencia de los puntos en el espacio. Además, la duración pura excluye toda idea de yuxtaposición, exterioridad recíproca y extensión. El concepto de duración es, por tanto, la forma de Bergson de separar el tiempo del espacio y romper el hábito de pensar en la conciencia en términos espaciales.

La memoria tiende a analizar los momentos, a fragmentarlos analíticamente en instantes cuantificables. Su propuesta, en sentido contrario, se centra en la comprensión de lo que somos desde los hechos dados a la conciencia en su inmediatez. Más importante que la crítica a la modernidad, lo central es el aspecto de la vida en su continuidad y su propia expresividad.

En su obra más célebre La evolución creadora, Bergson dirige su atención de la psicología a la biología con el objetivo de mostrar que la vida no puede ser captada por el intelecto, pero sí por la intuición. Su tarea principal es, por tanto, una crítica de la inteligencia humana desde un punto de vista evolutivo.

La alternativa de Bergson es considerar la evolución como impulsada por un ímpetu (élan) vital que él describe como una corriente que corre por la vida, un impulso que empuja contra la materia, inventando nuevas soluciones al problema de la supervivencia. Él compara el élan vital con un proyectil explosivo que estalla en fragmentos, cada uno de los cuales explotará a su vez, enviando vida en direcciones nuevas y diferentes.

«Volvemos así, por un largo rodeo, a la idea de la que partíamos, la de un impulso original de la vida, que pasa de una generación de gérmenes a la generación siguiente por intermedio de los organismos desarrollados que forman el lazo de unión entre los gérmenes. Este impulso, al conservarse en las líneas de evolución entre las que se divide, es la causa profunda de las variaciones, al menos de las que se transmiten regularmente y se adicionan y crean especies nuevas»[6].

Invirtiendo la teleología, propone pensar en tales desarrollos no como planeados, sino como logrados a través de los esfuerzos de una oleada creativa que atraviesa todos los seres vivos. En su opinión, la vida, desde su origen, es la continuación de un mismo ímpetu, dividido en líneas divergentes de evolución.

«El impulso de vida de que hablamos consiste, en suma, en una exigencia de creación. No puede crear en absoluto, porque encuentra ante él la materia, es decir, el movimiento inverso al suyo. Pero se apodera de esta materia, que es la necesidad misma, y tiende a introducir en ella la mayor suma posible de indeterminación y de libertad»[7].

El renovado interés por su obra

Bergson fue la figura dominante en la filosofía francesa desde principios de la década de 1900 hasta mediados de la década de 1920, debido en gran parte a la popularidad de sus conferencias en el Collège de France, donde sus estudiantes incluían también a Étienne Gilson, Jean Wahl y Alexandre Koyré. Sus ideas influyeron en escritores como Paul Valéry y Marcel Proust.

A pesar de que sus obras se ubicaron en el Index librorum prohibitorum, el pensamiento de Bergson inspiró a un gran número de pensadores católicos, incluidos Charles Péguy, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel, Maurice Blondel y Pierre Teilhard de Chardin. También fue un héroe para ciertos críticos socialistas, como Georges Sorel; otros, como Georges Politzer, atacaron el pensamiento de Bergson como oscurantista e incluso proto-fascista. Entre sus lectores más comprensivos estaba Vladimir Jankélevitch, y entre sus críticos más incisivos Gaston Bachelard, quien desafía su filosofía del tiempo.

Aunque la influencia de Bergson en Francia fue eclipsada en las décadas de 1930 y 1940 por la de filósofos alemanes como G.W.F. Hegel, Edmund Husserl y Martin Heidegger, siguió siendo un punto de referencia crucial para los fenomenólogos existenciales Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty e Emmanuel Levinas. Sin embargo, la generación de filósofos franceses que alcanzaron la mayoría de edad entre las guerras mundiales tendió a identificar a Bergson con el establishment académico y a rebelarse contra su influencia.

En Inglaterra, Bertrand Russell expresó una fuerte oposición al bergsonismo, mientras que fue defendido por personas como H. Wildon Carr, quien compartió su entusiasmo con Alfred North Whitehead. En Alemania, Alexandre Koyré presentó el trabajo de Bergson en el Círculo de Gotinga, y el filósofo polaco Roman Ingarden escribió su tesis doctoral sobre Bergson bajo la supervisión de Edmund Husserl. Aparentemente, Max Scheler jugó un papel decisivo en la traducción de las obras de Bergson al alemán, y Martin Heidegger criticó a Bergson en Ser y tiempo, comparando su pensamiento con la Lebensphilosophie de Wilhelm Dilthey y argumentando que su concepto de duración simplemente invierte el concepto de tiempo de Aristóteles. Los teóricos de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer y Theodor Adorno, se inspiraron en la crítica de Bergson a la ciencia y el intelecto, pero también abordaron su pensamiento de manera crítica. A pesar de la sensación que causó la filosofía de Bergson en Europa y en el extranjero, su popularidad disminuyó a lo largo de los años cuarenta y cincuenta.

Un resurgimiento del interés por Bergson siguió a la publicación del Bergsonism de Gilles Deleuze en 1966 y su traducción al inglés veinte años después. Allí, Deleuze presenta a Bergson como un filósofo de la diferencia y un precursor del posestructuralismo. Interpreta su método como una estrategia para revelar y «disolver» problemas. En la lectura de Deleuze, el élan vital es un movimiento de diferenciación dentro de un todo que nunca se da de una vez. Interpreta la metafísica de Bergson como antiplatónica y contrasta su método con la dialéctica hegeliana. Con su lectura, Deleuze desafió las caricaturas populares de la filosofía de Bergson como una especie de misticismo irracional y ayudó a renovar el interés en su pensamiento para una nueva generación de lectores.

Notas

[1] Sartre, J. P. (1970). Las Palabras, La Habana: Instituto del Libro. Pp. 22.

[2] Bergson, H.L. (1960). Introducción a la metafísica. México: UNAM. Pp. 33.

[3] Ibidem, p. 11.

[4] Ibidem, p.12.

[5] Bergson, H.L. (1999). Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Salamanca: Ediciones Sígueme, p. 158.

[6] Bergson, H.L. (1963). La evolución creadora. Madrid: Ediciones Aguilar. pp. 513-514.

[7] Ibídem. pp. 654-655.

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