Introducción
El auge creciente del fundamentalismo es un fenómeno que pasa de preocupante a alarmante. De oriente a occidente, de Norte a Sur, los excesos son cada vez más habituales; y al parecer, las próximas elecciones en Estados Unidos no serán una excepción en esta tendencia. Si bien esto ha sido identificado por varios autores desde hace algún tiempo, la crisis de la democracia también ha visto un repunte como problema tras la propagación a nivel global del coronavirus desde inicios de este año (2020).
Tal propagación no solo marcó el inicio de la pandemia, sino que, además, puso en jaque la forma en que varios gobiernos respondían a la crisis y los sistemas políticos en los que ellos se basan. Las perspectivas filosófico-políticas sobre Covid-19 han pasado por varias narrativas. Comenzando por la narrativa sobre el rol jugado por China, pasando por el debate sobre la reclusión y la extensión de los mecanismos de seguridad, hasta los debates sobre la cantidad de muertos y la efectividad de los sistemas de salud global para paliar esta crisis.
Una de esas narrativas emergió con fuerza cuando el número de víctimas se incrementó en Estados Unidos. Poco más de dos semanas bastaron para que el gobierno comenzara a considerar reabrir el país apelando a argumentos económicos. Es en este contexto cuando, en una de las manifestaciones en contra del confinamiento social, uno de los manifestantes expresó con ahínco que su responsabilidad no era cuidar de los demás y por eso salía a la calle durante la pandemia.
Pareciera una frase más. Algo dicho al vuelo. Un recurso sacado con efectos sensacionalistas aprovechando la diáfana expresividad del entrevistado. Lo que si no pasó de largo, es que dijo eso en el contexto de Covid-19 con chaleco militar y un M16 al hombro.
Lo cierto es que, a lo relatado anteriormente, le han seguido otros ejemplos. Manifestantes del mismo grupo demográfico y en el mismo contexto socio político, tomaron el Capitolio de Michigan, armas en mano, para hacer valer sus libertades. Y de nueva acá se usó como justificación la primacía de la libertad individual por sobre la responsabilidad. Un juego evidentemente engañoso que deja al sujeto sin alternativas reales de solución: ¿responsabilidad o libertad? ¿cuál es más importante?
El caso de George Floyd ha sido incluso más ilustrativo de esa crisis global de la democracia, que pasa por la libertad y la responsabilidad: ¿Cuáles son los límites de la libertad individual? ¿Y cuáles los límites de las fuerzas de protección y seguridad? ¿Es acaso la brutalidad policial expresión de la crisis que vivimos en el espacio de deliberación? ¿Deliberamos? En cualquier caso, el ya corroborado asesinato, ha levantado la ira de los ciudadanos de Estados Unidos, junto a ellos, una ola masiva de rechazo en todo el mundo y expresiones de fundamentalismo de lado a lado del espectro político.
¿Qué Crisis y qué Democracia?
Aunque la democracia sigue siendo una idea ampliamente popular, existen evidencias de que en muchas naciones hay un grado sorprendentemente alto de apertura a modos y tendencias antidemocráticas. Es decir, que lo que llamamos crisis, tiene un grado alto de relatividad y depende también en gran medida de la autopercepción de cada cual.
En Estados Unidos, Italia, Reino Unido, Hungría Japón y Sur Corea, más del 20 por ciento cree que ser gobernado por un líder fuerte pudiera ser una buena idea (Wike y Fetterolf, 2018). Durante 25 años, investigaciones sobre el tema muestran que países de Europa Central y del Este, manifiestan los índices más altos de insatisfacción respecto a la forma en que funciona la democracia en sus países (Klára Vlachová, 2019; Karp and Milazzo, 2015). Ello sin mencionar las crisis de Europa Occidental que se transfiguran en la polarización política de España; la crisis por la que ha atravesado el gobierno francés, con meses enteros de paro y huelgas tras la crisis provocada por las pensiones; el auge de los nacionalismos de factura conservadora en países como Alemania, España, Francia y Hungría.
La situación en América Latina es también incierta. El 2019 cerró como uno de los años de mayor inestabilidad política en la región. A ello se suma la inestabilidad económica y la creciente percepción del mal estado de la democracia asociada a la corrupción de las instituciones políticas.
Bajo este panorama y muchos otros ejemplos que no citamos, el 2020, lejos de ser expresión de un plan de ocupación alienígena, es más bien el hijo indiscutible de una crisis más profunda. Sí, la crisis. Esa misma. La de siempre; la del capitalismo y la universalización de la forma mercancía a todas las esferas de la vida política y social. Pero como en toda crisis, otra de las condiciones que la hacen posible es, justamente, la falta de precisión en cuanto a su fin y el tan esperado cambio. Para esto último, me temo que todavía tendremos que esperar mucho más.
Un ejemplo relativamente reciente e importante de lo que venimos diciendo, se encuentra en la famosa investigación de Levitsky y Ziblatt (2018) sobre el autoritarismo en Estados Unidos.
Una democracia, según la definición de ambos autores, es “un sistema de gobierno con elecciones regulares, libres y justas, en el que todos los ciudadanos adultos tienen derecho a votar y poseen libertades civiles básicas como la libertad de expresión y asociación” (p. 8). Esta definición impone ya de por sí bastantes criterios discutibles. Aquí las características pueden variar enormemente, tanto como los pensadores y políticos que se han dado a la tarea de definirla.
La hipótesis de ambos autores es que la crisis democrática se expresa en el país norteño con la elección de Donald Trump. La investigación trata de identificar el porqué aún en sociedades democráticas se pueden manifestar actos ilegítimos que atenten contra la propia supervivencia del sistema.
Esta formulación del problema no es nueva y se conoce usualmente como la paradoja de la democracia, o la paradoja antidemocrática, y apunta a que los ciudadanos pueden llegar a ejercer un nivel tan alto de libertad, que esta corre el riesgo de convertirse en un dogma. El carácter paradójico radica en que el uso de la democracia puede generar comportamientos, instituciones y fenómenos antidemocráticos.
Todo lo anterior supone a su vez un reto aún mayor. Sea cual sea la norma que adoptemos, la justificación de la democracia no debe darse nunca por sentada.
Es por ello por lo que, según esta interpretación, lo importante sería algo menos pretencioso y que esté en nuestras manos: identificar al líder autoritario con antelación para impedirle que alcance una esfera de ejecución muy por encima de sus funciones. Ello nos lleva a dos ideas que deben ser defendidas a capa y espada: la tolerancia y el ejercicio del control. Pero como bien se sabe, la realidad es de hecho más compleja.
Para otros autores (Merkel, 2014) el concepto mismo de democracia impone retos inmensos por su complejidad. En este sentido hay al menos tres debates sobre la crisis de la democracia.
Primero, desde el punto de vista público, se da como una crisis de confianza en las élites políticas, los partidos políticos, los parlamentos y los gobiernos. Ello conlleva a una crisis de la democracia en general. En segundo lugar, los debates que ven en la crisis un elemento consustancial al propio concepto. Aquí, por supuesto, encontramos no sin razón, a un grupo diverso de pensadores: Platón, Aristóteles, Thomas Hobbes, Alexis de Tocqueville, Karl Marx, Max Weber, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe (2000). Y, por último, el grupo de debates que nacen de la investigación empírica sobre democracia.
Lo que si no parece difícil de reconocer es que la democracia, lejos de ser solamente una forma de gobierno, puede ser vista en su íntima relación al sujeto en su existencia cotidiana y diaria. Es decir, como “un método de toma de decisiones grupal caracterizado por un tipo de igualdad entre los participantes en una etapa esencial de la toma de decisiones colectiva” (Christiano, 2018). Visto de esa manera, la toma de decisiones en el parlamento, las elecciones, la expresión libre en los medios, implican un cierto nivel de democracia, pero que muchas veces es solo formal y relativo.
Paralelo, o si se quiere, por debajo de esa argumentación, debe haber también democracia en las relaciones específicas que tenemos con el mundo que nos rodea. Ella está presente cuando gestionamos procesos con amigos y compañeros, en familia o incluso con desconocidos. Esa forma radical y profunda de entender el juego democrático como toma de decisiones impone muchos retos prácticos y teóricos. Pero, indudablemente, corta por completo la dependencia del concepto respecto al juego dicotómico y reduccionista que impone la política hoy en día.
Ahora bien, su carácter ontológico, – y aquí asumimos que ha habido un giro ontológico importante en los estudios sobre democracia- no nos debe llevar a negar que elle lleva una justificación. Y que dicha justificación es necesaria como parte de la educación ciudadana y de su puesta en práctica a nivel de instituciones sociales y colectivas.
Así, la democracia se presenta ante nosotros como concepto que tiene tres dimensiones fundamentales: una ética, otra ontológica y por último una pedagógico-institucional. En otras palabras, la democracia existe como concepto y es consustancial a las relaciones sociales, estas últimas implican, configuran y condicionan, el conjunto de normas que hacen posible la toma de decisiones y por ende la vida.
Fundamentalismo Político
Dicho lo anterior, se puede entender con más claridad el peligro de la emergencia de algo como el fundamentalismo político. Es decir, el problema actual parece existir no en un déficit o en algo que necesitemos para la constitución de gobiernos y sociedades democráticas. Por el contrario, el problema parece radicar en el exceso y la sobreabundancia, en la ejecución sin límites del principio de libertad.
Este parece ser el caso del fundamentalismo político, el de un principio aplicado hasta sus últimas consecuencias por la certeza absoluta que todos tenemos de que nuestras creencias son infalibles.
En un cierto sentido “fundamentalismo” se usa como un calificativo negativo. Es un predicado que se adjudica a otro sujeto, causa, problema o caso, pero no a lo propio. Ser fundamentalista de una forma bien vaga indica la adherencia fanática a principios fundamentales, al punto de ejercer la violencia. Sin embargo, el término no ha sido usado negativamente ni en todos los contextos ni en todas las circunstancias.
El fundamentalismo se originó en el contexto de la América protestante de principios del siglo XX. Fue utilizado por primera vez en 1920 por Curtis Lee Laws en la revista bautista Watchman-Examiner. Ahí, fue usado para referir a aquellos que creen y defienden lo que recientemente se había identificado como los “fundamentos de la fe”. En 1910, Milton y Lyman Stewart, habían comenzado un programa de becas de cinco años para terminar una serie de folletos, distribuidos más tarde gratuitamente. El título de este material fue The Fundamentals: A Testimony of Truth y tenía como objetivo contener el deterioro de “las creencias fundamentales del cristianismo protestante (Ruthven 2007: 7).
Ha sido después del ataque a las Torres Gemelas que el término se comenzó a usar con más fuerza de forma despectiva e identificarse con el fundamentalismo islámico. Pero también junto al islámico hay evidencia de que el calificativo ha sido adjudicado a otra gran variedad de tendencias sociales, religiosas, y políticas. En cualquiera de los ejemplos que se usen, se ha mantenido la adscripción a un dogma fundamental de manera unívoca, al punto de no reconocer la diferencia que pueda haber en el Otro.
En ese mismo sentido, el valor del término ha trasmutado como también han trasmutado muchas de las sociedades modernas hacia estados donde se estima —al menos en teoría— la pluralidad, el derecho humano a disentir y la práctica de la tolerancia política. Para ese mundo, creado de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, y tras décadas de aprendizaje, ensayo y error, el fundamentalismo aparece como un valor negativo.
Como resulta obvio de lo anterior, independientemente del contenido específico del concepto, este apunta a una realidad en la que la diferencia es borrada de golpe. El fundamentalismo político se expresa en la adscripción ciega a la literalidad de un texto —una creencia, una norma— de forma acrítica. En política también ocurre una reducción que intenta barrer con la complejidad propia del campo social y por tanto de toda acción colectiva.
La esencia de la democracia no solo yace en la obviedad de que solo puede ser concreta gracias a la presencia de un conjunto social heterogéneo, sino, además, a otra serie de cuestiones que el fundamentalismo borra. Por ejemplo, la información variada y eficaz sobre los temas a decidir, la seguridad y competencia de los decisores, el Otro en sí mismo desde el cual también emanan críticas que son necesarias para la consecución de un fin común y finalmente, no menos importante, el diálogo en su sentido más amplio y general.
Pero tampoco es menor la amenaza del fenómeno contrario. Si fuéramos a ser honestos, también habría que señalar que el propio calificativo es víctima de la situación que describe. Llegándose pues a la situación paradójica de que, incluso aquellos que identifican el fundamentalismo, pudieran estar haciendo un uso dogmático y estrecho del término. Ello con la sola intención de ocupar una posición legítima desde la cual poder juzgar también algo que es asumido como diferente .
En cualquier caso, imaginar una vida social sin diálogo es tan nefasto como una sociedad que no propicia la responsabilidad hacia el otro. Ahora, si se tiene en cuenta que la democracia es un concepto importante no solo para la política, sino para todo el espectro social-vital, se puede tener una idea de cuál es la verdadera extensión de la crisis de la democracia. Y también, cuál es la verdadera profundidad del dogmatismo, la estrechez del entendimiento, el fundamentalismo político, y la eterna batalla de tribus políticas que no se dan el espacio para encontrar las normas de convivencia colectiva.
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