El Peor Año de mi Vida
El 2018 fue, sin lugar a dudas, el peor año de mi vida. Entre los adversos hechos de ese año, el peor fue el fallecimiento de mi padre. Él se encontraba a más de 6000 millas de distancia y cuando la noticia llegó, me sorprendió en medio de una serie de trámites y circunstancias que me hicieron imposible asistir a su muerte.
A minutos de recibir la noticia fue curioso cómo traté de calmarme con la idea de que llevaba años estudiando el tema. Grados científicos, seminarios, conferencias, clases, reuniones entre amigos. Y casi siempre, entre una cosa y otra, alguien que preguntaba por dónde iba la investigación o la demostración de la hipótesis. Pero como hemos sabido siempre, la muerte no solo nos deja sin palabras, sino también supera cualquier reflexión.
Brevemente…desde la Ciencia
En ese tipo de momentos intentas recordar los manuales sobre filosofía de la muerte, y los razonamientos analíticos. Hay una idea recurrente en todo ello, desde el punto de vista científico, no existe un problema de la muerte como tal, sino propiamente hablando, del dejar de vivir (biológico).
Desde la biología, la neurofisiología, la bioquímica, o la medicina, estudiosos se interrogan sobre las condiciones naturales que hacen posible la vida. Bajo esta perspectiva, y con ligeras variaciones, la muerte es explicada como la detención del proceso homeostático de las funciones cerebrales en su totalidad o parcialmente, o la detención de las funciones cardiovasculares.
Pero ello no es y no fue suficiente. El hecho crudo y desnudo de la realidad científica no habla del sentido que tiene la muerte del otro para nosotros. Un otro que puede ser la persona delante de ti, el desconocido o el enemigo. Pero que también puede ser un amigo, la madre y el padre. Aquel con el que intercambiamos palabras de aliento, con el que discutimos porque nos importa, o que protegemos de las contingencias que siempre trae la vida.
Pensando en la Muerte
Sin embargo, cuando nos enfrentamos a este tipo de situación, ya sea por obligación teórica o desdichas de la vida, casi siempre, vemos solamente el gran e incomprensible tema de la muerte en sí.
En lo que a esta experiencia se refiere, lo primero que se nos ofrece es la noticia del fallecimiento: cuándo ocurrió, dónde, causas posibles, el cotilleo, datos demográficos, “350 muertos en los primeros ataques de las fuerzas invasoras,” censos, entre otros ejemplos. Pero también puede ser que seamos testigos de primera mano de un asesinato, un suicidio, o la muerte de un familiar ya anciano. En ambos casos, la figura del otro y su significado quedan cubiertos por diversas circunstancias y la terrible angustia que despierta en nosotros la pérdida de una vida humana.
Pudiera pensarse también que hay algún tipo de experiencia personal o encuentro cercano con ella. Pero aquí el asunto se vuelve aún más turbio, ya que, incluso asumiendo que los testimonios sobre encuentros con la muerte sean ciertos, estos no rebasan el umbral de la muerte en sí misma.
Uno mismo no puede ser testigo de su propia anulación como ser humano y finito. Aunque ella es tan real como el pasar de los autos en una carretera, su esencia esta mediada por una experiencia mucho más profunda. En otras palabras, solo sabemos y tenemos cierta certeza de nuestra muerte porque es el otro quien siempre muere primero.
La Muerte y el Otro. Algunas Aproximaciones
Esta relación entre la muerte y el otro no es nueva. Hay diversos ejemplos que lo confirman, desde los mitos antiguos hasta ideas filosóficas más recientes.
Por ejemplo, en los grandes relatos sobre dioses del antiguo Egipto, Babilonia o Mesopotamia se puede observar la importancia que jugó la muerte del héroe —una suerte de otro que resumía en sí las potencialidades de la humanidad— para sostener el misterio de la vida, la religión del Estado, y la civilización en su conjunto.
Recordemos por ejemplo que Osiris, según la religión y mitología egipcia, fue asesinado por su hermano Set, quien lo puso en un ataúd y lo lanzó al Nilo. Más tarde, este último lo desmembró en 14 pedazos. Fue su hermana-esposa Isis, junto a su hijo Horus, quienes recogieron los pedazos que Set había esparcido por todo Egipto hasta lograr recomponerlo nuevamente.
Osiris —como figura del otro— asegura no solo un ritual mortuorio que será importante para toda la civilización egipcia, sino toda una mitología y una religión de la salvación y la vida eterna. Osiris presidía el juicio final del alma y aseguraba la vida eterna.
Sócrates
Dejando el espacio de la mitología en el que esta idea es bastante fecunda, encontramos en el pensamiento filosófico las más acabadas concepciones sobre la relación entre la muerte y el otro. Quizás el primer ejemplo bien conocido sea el filósofo ateniense Sócrates (c.470–399 BC).
Este, tras ser condenado a muerte por el gobierno democrático, define una idea que ha quedado en el imaginario filosófico a lo largo de los siglos: la vida filosófica como comprensión de la muerte y el sacrificio. Esto lo expone en su último discurso a amigos y estudiantes justo antes de beber el veneno que le quitaría la vida.
La idea de Sócrates no es privativa del filósofo profesional, sino de todo hombre que abrace la sabiduría y la mesura como su eje de vida. El saber, pues, no es simplemente un pensar sobre las cosas, es también un examen sobre uno mismo. Es una destrucción progresiva de todo lo que no ha sido asegurado firmemente en el espíritu.
La muerte, entonces, no es más que la prueba que todo hombre debe afrontar para probar su ideal ético. Y en consonancia con eso, la muerte del otro no es más que el momento inicial de la preparación y el cuidado espiritual de nuestra alma.
Estoicismo y Epicureismo
Otro buen ejemplo de esta idea lo encontramos en las obras de los filósofos estoicos y en el Epicureísmo. Ambas escuelas prosperaron hacia la época helenística y romana. Un período caracterizado por un gran eclecticismo teórico.
Si queremos vivir plenamente y en felicidad armónica con la naturaleza, dirían los estoicos, debemos prepararnos de antemano para la muerte. Esta preparación incluía una serie de ejercicios espirituales que ayudaban al hombre en su relación con el alma y los otros.
En el caso del epicureísmo, el temor a la muerte no es tal, porque, según Epicuro, el principal pensador de esa corriente: cuando ella es, ya no somos, y cuando nosotros existimos, ella ya no está. Por tanto, no hay que temer a lo que no se conoce.
En cualquier caso, aquí tampoco la muerte es tomada simplemente en su sentido literal o en la experiencia metafísica que tengamos de ella. Es mejor atender a la muerte del otro y extraer de ello una experiencia espiritual que nos ayude a desandar el tiempo que nos queda de vida.
Morir Hoy
Sin embargo, independientemente de todo el saber que hemos acumulado respecto a este tema, hoy en día se sigue ocultando, incluso de una forma más sutil.
Me explico. Por un lado, gracias al desarrollo de nuevos procedimientos en la medicina y el desarrollo tecnológico, se tiende a establecer una distancia entre todo aquello que nos recuerde el final de la existencia (el muerto, el enfermo, el loco, el anciano, etc.) y nosotros. Pero por el otro lado, se da un aumento exponencial de situaciones enajenantes, violentas y opresivas.
La distancia que ponemos entre la muerte y nosotros no tiene que ver con la cultura del enterramiento, la ceremonia del adiós o el proceso del duelo. Estos, quiérase o no, son necesarios en toda partida y ha sido así desde tiempos inmemoriales. Más bien, es acerca de un tipo nuevo de ideología de la vida eterna que acompaña nuestra existencia desde el mismo momento en que nacemos.
Algunos ejemplos son los controles médicos excesivos para prevenir enfermedades; el enorme suministro reiterado de químicos para combatir sabrá cuántos virus y bacterias; la constante obsesión con el sobrepeso, y otros tantos complejos sobre el cuerpo.
En nuestro entorno audiovisual no puede faltar el superhéroe que sobrevive a incontables batallas o los argumentos cinematográficos que anuncian la vida eterna y la victoria de la tecnología sobre lo humano. Es imposible desarrollar esta idea en tan pocas líneas, pero si se observa detenidamente en cada rincón de nuestra cultura contemporánea, veremos emerger una esperanza infundada en la vida eterna y la victoria sobre la muerte.
El problema como se ha sugerido no está en las sucesivas revoluciones tecnológicas, industriales y genéticas de manera independiente. Pero sí en la conjunción de esta esperanza con el aumento de la violencia y la muerte del Otro en guerras reales y virtuales, por epidemia, violencia doméstica, genocidios y más.
Cuando el Otro es un Zombie
Un ejemplo bastante ridículo pero eficaz de esa excesiva socialización de la muerte como discurso cultural, se observa mejor a través de los zombis. Mientras aquella sigue siendo un tema difícil de tratar, por el otro lado, se da en los últimos años una profusión histérica del fenómeno zombi.
Series sobre zombis, filmes sobre zombis, documentales y falsos documentales sobre zombis, etc… Lo que se ve aquí como un simple recurso visual es la metáfora del otro que puede ser un inmigrante, un moribundo, cientos de seres humanos en zonas de conflicto, víctimas de ataques químicos, o ciudadanos a los que se les ha arrebatado el derecho de ser persona. La muerte del otro entra también en este análisis de una antropología de la muerte. Ellos son los zombis, la amenaza, nosotros los héroes de la identidad.
Jean-Paul Sartre y Emmanuel Levinas
La muerte en el Existencialismo Sartreano
Todas estas imágenes y metáforas de la muerte, pueden ser fácilmente incluidas bajo una sola idea filosófica. Una concepción que fue elaborada por el padre del existencialismo francés, Jean-Paul Sartre (1905–1980).
El existencialismo está animado por la idea de que ninguna esencia (Dios, valores, o ideas innatas por mencionar algunos ejemplos) nos define. Por el contrario, el hombre comienza por ser en su realidad, y luego es que se define: “La existencia, precede a la esencia”, así sintetizó Sartre su filosofía.
Esta idea cobró un sentido excepcional para los contemporáneos de la segunda guerra mundial, pero implicó también una serie de retrocesos que ahora mismo no podemos enumerar.
Uno de ellos, en lo concerniente a la muerte. Consecuentemente, y según su filosofía, si siempre somos libertad y ella es la que nos define, la muerte, piensa Sartre, no me determina en nada. Sí, ella ocurre, es inevitable, pero no nos sirve para entender qué somos o qué queremos.
De la misma manera en que la muerte no tiene ningún rol que jugar en nuestra existencia o nuestro mundo, el otro se convierte en mi enemigo. Al yo morir, el otro es quien se apropia de mi vida, mis recuerdos y mis acciones. Esto es cierto, pero a este acto Sartre le da una significación completamente negativa al punto de ver en el otro un infierno.
Es bien claro que el otro puede ser sumiso, estúpido, violento como un zombi y otras tantas cosas más. Quizás puede ser un dictador, o un asesino; pero la realidad nos convence que en la relación con el otro también descubrimos la hermandad, la solidaridad, la fraternidad, el amor y la esperanza.
No todos los otros son zombies que representan a la muerte como momento de pérdida.
Emmanuel Levinas y la Muerte del Otro
Frente a la muerte como pérdida o robo de todo aquello que nos da sentido, Emmanuel Levinas (1906–1995) intentó definir una relación con el otro muy diferente. Gracias a su obra más importante, “Totalidad e Infinito”, sabemos que de lo que se trata es de colocar a la ética como centro de toda comprensión. Además, el encuentro con la muerte del otro es el origen de la responsabilidad:
“La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable (…) constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte. Es desde ese momento, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente.”[1]
Resumiendo, con su muerte, el otro se muestra en su fragilidad. Y ante esta no solo debiéramos mostrar una defensa enconada de nuestra identidad, debe haber también un momento para la reflexión y la calma, el descubrimiento de que somos responsables y no enemigos de la vida del otro. Si partimos de la idea de que solo la libertad absoluta nos determina, no podremos más que robar la vida del otro, violar sus límites o destruir su cultura.
Sí, todo esto, así y de golpe, me vino a la mente esa mañana. En apenas un instante, traté de encontrar una respuesta más clara en la pantalla fría del computador. Pero cuando pestañé, mi padre ya no estaba. Es el tiempo, pues, de la responsabilidad.
Una versión de este artículo será publicada en el próximo número de la revista ThinkNow.
Notas
1.Levinas, Emmanuel. God, death and Time. Stanford University Press. California. 2000. p. 12