Quién te cantará indaga en las ramificaciones de la identidad, la diferencia entre la vida pública y la vida privada y el complejo proceso emocional —plagado de dilemas— que implica asumir el nombre de otro. Responde de forma frontal y emotiva a temáticas evidentemente universales como el abandono, el horror al rechazo y la soledad autoimpuesta, emoción que naturalmente deviene de lo anterior. Filmada de forma solemne y ciertamente inquietante, dotada de un evidente aire de misterio, la propuesta de Carlos Vermut parece funcionar como un melodrama sobre mujeres al borde de un ataque de nervios, pero, lejos de captarlas desde lo estrambótico, la experiencia se hace contemplativa, reveladora desde lo subliminal y bastante atenta con los detalles detrás del trauma.
El film de Vermut, más allá de un discreto recorrido por festivales y un par de nominaciones subsidiarias al Goya, parece haber quedado en stand by, esperando la atención que sin duda merece. En medio de la cultura de masas y el auge de la «simulación de intimidad» con las estrellas de la música y el cine —en la que parece que traspasamos la privacidad de los artistas al verlos en su día a día vía Instagram o Tik Tok— las reflexiones en torno al concepto de fama, la aspiración a éxito en el entretenimiento y la identidad pública parecen más relevantes que nunca.
A diferencia de otras propuestas, este film no se fija exclusivamente en la estrella, sino que prioriza la historia del admirador/imitador y cómo puede desarrollarse junto al artista original. Es inevitable pensar en filmes como All About Eve (1950) que exploran la conflictiva relación entre fanático y estrella, imitador y artista, en la que cuestiones como la edad, la clase y el deseo se hacen evidentes. Y como en Eve, ambas mujeres, por más que parezcan disímiles entre sí, parecen llevar el mismo dolor.
Quién te cantará se presta una trama que bien podría servirle a un clásico de la era dorada de Hollywood o una película de Disney Studios. Una mujer cualquiera —una imitadora musical, ni menos— recibe la oportunidad de su vida: conocer a la heroína de su juventud, la mujer a la que imita, y ayudarla a volver al escenario. La estrella es Lila Cassen, estrella pop con años de carrera y miles de seguidores, quien, luego de un terrible accidente, sufre de amnesia y no a duras penas sabe quién es. Su única oportunidad parece ser Violeta, quien por mucho tiempo se ha dedicado a imitarla en clubes y bares a lo largo de la ciudad. Violeta, con una vida bastante caótica por sí sola, decide aceptar la propuesta de Lila y ayudarla a recuperar su vida. La relación entre las dos mujeres se ve mediada por Blanca, confidente y protectora de Lila. En medio de la tensión cobra relevancia Marta, hija adulta de Violeta, al borde una crisis nerviosa y en conflicto permanente con su madre.
Queda claro que esta no es una historia cualquiera de mujeres. Aquí, ante todo, importa el rol de la mujer en lo público. Importa la relación con la fama y la identidad.
Esta es una historia de mujeres. En cierta medida, lo es debido a la exclusiva presencia de mujeres como protagonistas y la presencia de roles masculinos con apenas voz. Y de forma más evidente, lo es debido al trasfondo de lo que se filma: a fin de cuentas, la historia de Vermut busca indagar en los distintos roles impuestos a la identidad femenina y la conflictiva relación que unos mantienen con otros. Violeta es madre, pero vive atiborrada por la culpa al sentir que ha fallado como una. Su hija, sumida en la histeria y en una creciente depresión, no se lo pone sencillo. Para ella la vida parece imposible, tanto por sus propios demonios internos como por la dilatada relación con su madre, su única figura, quien parece alejarse de ella en un silencio insoportable, casi vergonzoso. Lila Cassen, como otras mujeres, ha construido su libertad desde lo performativo, desde el escenario. La única forma de ser validada por el resto es a través del show, de la adoración, como si tuviese que trabajar el doble por el respeto ajeno. Queda claro que esta no es una historia cualquiera de mujeres. Aquí, ante todo, importa el rol de la mujer en lo público. Importa la relación con la fama y la identidad.
La identidad pública, desde el arte, parece tener una contradicción de raíz que se hace insalvable. Resulta paradójico, pero, mientras más uno consigue hacerse trascedente mediante el espectáculo, menos suyo es su arte, menos propia es su identidad. Asumir la fama, entonces, implica ceder lo individual y lo subjetivo, ceder el producto artístico a la audiencia y la opinión pública, hacerse vulnerable a cambio de un poder que, en ocasiones, parece no significar absolutamente nada. Lila ya no es ella, sino lo que la gente espera que sea. Lila vale por sus canciones, las cuales, en su ausencia, se han mantenido vigentes a través de terceros, igual de capaces de llevarlas al escenario.
Resulta bastante conmovedor, entonces, que Lila Cassen, a pesar de haber perdido la memoria —y con ello, todo rastro de su identidad— pueda reconstruir su figura y su performance a través del público y una imitadora, que no es sino la más clara representación de una identidad pública, fácilmente reproducible. Por eso la relación entre Lila y Violeta resulta de plano tan fascinante. ¿Qué implica relacionarse con tu doble, quien podría ser tu única oportunidad para recuperar tu identidad? Existe, pues, una tensión inminente con Lila Cassen, quien, al inicio, parece mostrarse ambivalente frente a Violeta. Violeta no está exenta del mismo conflicto. Ella sabe que, a diferencia de su vida, la vida de Lila parece más prometedora: una carrera por delante, la fama y el éxito. ¿Qué implica asumir una figura contraria, una identidad artificial y escrita por otros? ¿En qué se diferencia ese proceso a las performances cotidianas? En el caso de nuestra protagonista, y por cómo se desarrolla el conflicto, la diferencia parece ser demasiado estrecha, demasiado sutil. Seamos claros. A Violeta le cuesta tener una vida propia. La relación con su hija se mantiene frágil y tambaleante. Vive deprimida. Su único espacio libre es siendo alguien más. Curiosamente, el éxito de Lila siendo Lila implica que Violeta ya no podrá ser Lila, lo que implica volver a la crisis. Violeta sabe que tiene los días contados como Lila y, aun así, se aferra a esa sensación, a esa guía.
La identidad pública, desde el arte, parece tener una contradicción de raíz que se hace insalvable. Resulta paradójico, pero, mientras más uno consigue hacerse trascedente mediante el espectáculo, menos suyo es su arte, menos propia es su identidad.
Carlos Vermut filma una historia matizada y poco ceremonial, en la que la tensión se construye de a pocos y el conflicto se entiende desde el subtexto. Algunos críticos comparan el estilo de Vermut con las películas de Almodóvar, pero ello parece ser un recurso simplón. Si existe alguna relación es el contraste. Almodóvar prefiere el color, como una forma de exteriorizar el drama de sus protagonistas, y prefiere el movimiento de su historia vía racconto y recuerdos. En cambio, Vermut prefiere los colores fríos, para explicar la incertidumbre de las dos mujeres, y utiliza una fotografía que filtre la luz y deje cierto misticismo en la historia, que tiende a ser lineal y directa. Si podemos hallar alguna similitud, seguro sería con el melodrama bergmaniano, propio de filmes como Persona (1966) o A través del espejo (1961), en el que la violencia estalla solo después de momentos de parsimonia y silencio, un melodrama que contempla y con un ritmo muy propio, casi inamovible.
Como en los filmes de Bergman, la crisis es íntima y se vive en interiores. La tensión se construye en esos espacios abiertos y distantes, en los decorados de la casa de Lila, que fuerzan a Violeta a sentirse una extraña. Vermut prefiere jugar con la cámara de forma sutil, ampliando los planos en momentos de crisis, usando el close up de forma moderada, como si las emociones no dependieran de lo explícito. Esta propuesta contenida sirve para que la audiencia se vea forzada a desentrañar el misterio, para que escarbe entre las pocas expresiones de Lila, por ejemplo. Como la memoria fragmentada de Lila Cassen, tenemos una serie de elementos —las confrontaciones filmadas, las tomas de interiores, las canciones— y, cual puzle, debemos darle un significado.
Con Lila, Vermut demuestra que, ante todo, sigue siendo un cinéfilo empedernido. Construye a Lila Cassen como una figura híbrida, a medio camino entre una femme fatale del cine negro y una estrella pop bastante kitsch, salida de un film de los 80. El enigma, entonces, no solo se construye desde la narrativa, sino desde la fantasmagórica presencia del personaje, casi como una figura gótica. Por supuesto, la interpretación de Najwra Nimri, silenciosa a ratos, elaborada casi sin gesticulaciones y dependiente de las miradas y algunas cuantas inflexiones de voz, resulta bastante sugestiva, memorable. El contraste de su personaje con las más emocionales Violeta y Marta demuestra que el dolor femenino no debe verse encasillado dentro de la histeria, sino que tiene suficientes matices para verse expresado de formas muy diferentes, hasta contradictorias.
¿Qué nos llevamos del filme? En primer lugar, una lección sobre el poder del arte, ya sea en términos curativos como destructivos, con lo conflictivo que eso resulta. En segundo lugar, una reflexión sobre los estrechos y tensionados lazos femeninos que abren muchas puertas y cierran otras tantas. Y, en tercer lugar, reconocemos estar ante una experiencia fílmica como pocas, una propuesta casi hipnótica, a veces imposible de comprender, pero siempre relevante.