película El padrino

Una lectura fisiológica de «El padrino»

El Padrino es acerca de la mafia siciliana en Nueva York, sí, pero también del poder sin más: cómo cambia a un hombre el poder
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Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra.

Pero lo más grande es aquello en lo que

no quieres creer, -tu cuerpo y su gran razón:

que no dice “yo” sino que hace “yo”.

Friedrich NietzscheAsí habló Zaratustra

 

A los 50 años del estreno de El Padrino nadie puede dudar de que se trata no únicamente de una obra maestra, sino también de una obra maestra seminal. Todas las películas (por no hablar de novelas, ya que The Godfather era una novela) de tema semejante que se han hecho después no sólo no apergaminan la piel de El Padrino, sino que la lustran aún más. Y el tema de El Padrino es la mafia siciliana en Nueva York, sí, pero también el poder sin más: cómo cambia a un hombre el poder.

Marlon Brando desde luego está espléndido de Vito Corleone, casi estoy por decir que es una de las mejores actuaciones, sino la mejor, de la historia del cine, pero él no es el protagonista, él es sólo el pasado que lo cubre todo o como diría un filósofo, la condición de posibilidad de la saga. Es Mike, Al Pacino (por cierto, cuesta creerlo, pero se cuenta que Pacino en el rodaje estaba siempre de guasa y hacía reír a todo el mundo con sus travesuras), el personaje cuya metamorfosis busca escenificar la bilogía. Vito es siempre el mismo, desde la Isla de Ellis hasta el huerto donde cae muerto pasando por el figurín cimbreante de Robert de Niro, pero es Mike el que acumula más sombras a cada secuencia.

El Padrino II es, así, nada más que la lógica prolongación de la última secuencia de El Padrino I, cuando Diane Keaton comprende que su churri ya no es lo que era. De hecho, ambas cintas terminan igual: con alguien dando con la puerta en las narices a Diane Keaton, primero un esbirro, después el propio Don. Michel Corleone es el personaje de tragedia más terrible del cine en color, sencillamente porque a cada escena se torna más oscuro, hasta que al final las tinieblas del mal y de la depravación se ceban enteramente sobre él (y por eso la tercera parte no existe, porque Coppola nos quiere hacer creer que Michael no sólo se rehabilita, sino que hasta recibe su castigo). Bien mirado, no parece casualidad que Pacino quisiera interpretar muchos años después el Ricardo III de Shakespeare.

Pero al margen del amor, que el Don ha sacrificado enteramente a su lujuria de Poder -y legitimándose en un concepto premoderno de “familia” que en realidad no hace más que destruir, a diferencia de su padre-, cabe mirar El Padrino como una historia en la que el cuerpo adquiere una atención en primer plano, la misma atención, realmente, que la que tiene en nuestras vidas cotidianas.

En las películas de gangsters de James Cagney, por ejemplo, o del noir francés (Rififí, Jules Dassain), lo más que sus duros sujetos tenían que hacer era enfundarse trajes de enterrador, fumar pitillos sin fin, servirse un whisky a pelo y caer muertos sin emulsión de sangre. En cambio, en El Padrino, Clemenza echa un pis en un maizal mientras apiolan al chófer traidor de Brando, Tom Hagen cena con el productor de cine al que va a facturar una cabeza de caballo bien sangrante entre sus sábanas de raso, a Santino le dejan como un colador (antes hemos visto su espalda peluda), Michael coge una pistola de la cisterna de un váter y abre un agujero en la cabeza del Turco y del jefe de policía mientras que estos despachan un guisado de ternera, y al pobre Luca Brasi[1]-o Grasi…- prácticamente le degüellan como un cerdo el día de matanza. Más, para que no se crea que me lo invento: Hyman Roth celebra su cumpleaños en la Cuba de Batista repartiendo un pastel, y vemos al temible y adusto Michael Corleone comistrajear del pastel, Clemenza, de nuevo, enseña a Michael a cocinar salchichas y albóndigas con mucho tomate y azúcar para corregir la acidez en mitad de la guerra de familias (detalle muy aprovechado por Scorsese en Uno de los nuestros), el pómulo de Pacino tarda dos horas de metraje en curarse de un simple puñetazo, y Robert Duvall nos aclara que ha pasado por el cirujano estético, Vito es acribillado al comprar frutas en un tenderete, Moe Greene muere recibiendo un masaje, todos, menos Luca y Michael, se ponen ciegos de chupitos, etc… Incluso las mujeres de la bilogía queda meridianamente claro que no están ahí más que para parir varoncitos a sus hombres. Esta dimensión tan fisiológica del relato le aporta una credibilidad inusitada, y muestra ante el espectador que el poder consiste mayormente en la capacidad de convertir a otro en un fiambre trinchado -como Don Ciccio, cuando De Niro se toma su venganza…

Pero lo curioso es que no era así al principio. Vito, el Don original, es cierto que no le hacía ascos a la violencia más directa, pero basaba su carisma en su gran oratoria. Era un hablador, además del hombre de las decisiones. Su hijo Michael no lo es, todo lo contrario, es el Don opaco, zorruno, metido en sí mismo y sibilino. Quizá por ello la otra subtrama de El Padrino II (es decir, además de la sustitución del amor por el poder) sea la peripecia mediante la cual Michael fracasa en su intento de sacar tajada del juego y la prostitución en Cuba y termina por hacer aquellos negocios con las drogas que rechazaba su padre. Un triste final, también en este punto. A partir de ese momento, la familia Corleone, en vez de alcanzar la respetabilidad con la que soñaba Vito, se sume cada vez más en un pozo de ignominia. Vito lo dice claro, en el cónclave de jefes: el juego, el alcohol, la prostitución, bueno… esas cosas la gente de todos modos las iba a pagar, se las vendamos nosotros o no; pero los narcóticos… los narcóticos implican reducir a un negro de barrio depauperado a una dependencia brutal que ni le da placer ni necesitaba (las palabras las pongo yo, no las busquéis en la película), una dependencia de la que morirá convertido en una piltrafa. Y eso es también la bilogía de El Padrino -por eso, insisto, la tercera no tiene nada que ver, aunque involucre a la Iglesia y saque de nuevo a Santino con la planta de Andy García: una denuncia hacia el hecho de que las sociedades capitalistas actuales son capaces de corromper incluso a los propios criminales. O dicho con otras palabras: bienaventurados los tiempos en que Don Fanucci o Luca Grasi te rompían las piernas honrada y limpiamente, por la salud de tu alma, para que entendieras bien que debías tu prosperidad y tu posición a los desvelos y la protección cuasipaternal de tu querido y respetado padrino.

Notas

[1] La figura del matón trae consigo cierto dilema moral, que diría el gordo italiano de Miller´s crossing -Jon Polito. Por un lado, el que da las ordenes es el responsable, eso parece claro, pero por otro, Luca se ha empleado voluntariamente para liquidar a quien le manden sin razón alguna más que su propia subsistencia. Por un plato de albondigas se rompe los nudillos contra tu cara y te deja hecho un cromo, aunque no te conozca de nada el tío. Corleone, en cambio, tiene un motivo, que puede ser el puro poder, pero es un motivo: necesita imperativamente que pierdas tres dientes, como poco ¿Quién es el peor, o, en términos menos simplistas, el más chungo? Luca se la juega: puede salirle el tiro por la culata o que le metan a la sombra a él mientras que el jefe se toma una piña colada en Malibú. Corleone, sin embargo, tiene que cuidar de sus  gorilas falderos, a riesgo de perder crédito y autoridad. Igualmente, los niñatos que en el ejército norteamericano van en un tanque con la música a tope y medio colocados dándole al videojuego de derribar turbantes por un sueldo… ¿Debemos perdonarles más o culparles menos que al secretario de estado que los ha mandado allí para asegurarse posiciones estratégicas en torno a los pozos de petróleo que enriquecerán a sus votantes, accionistas involuntarios de la Pax Americana? Un cierto dilema moral, ya digo…

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