El arte de escribir historias reside en saber extraer, de lo poco que se ha comprendido de la vida, todo lo demás… Italo Calvino
Lo ignoraba, pero resulta que el escritor italiano más leído e incluso estudiado en las universidades del s. XX es Italo Calvino[1].
Una vez que uno lo piensa era previsible, porque muchos otros literatos meridionales son igual de geniales, pero o bien más arduos de leer o bien más tristes –como el pobre Césare Pavese, que le gustaba a Calvino. Es decir, que si uno quiere hacer una tesis sobre este tipo y esos años de la literatura italiana parece claro que se inclinará por indagar en los secretos del autor más entretenido y sorprendente de todos. Porque además es que los textos de Calvino tienen sus secretos, de modo que hay materia de sobra para investigar, auscultar y tomarles el pulso, algo que no sucede tanto con sus amigos Julio Cortázar o Augusto Monterroso, aunque ellos posiblemente creyeran que sí.
Y luego hallamos en la escritura de Calvino una cualidad que se atribuye a muchos creadores, pero que él posee en grado sumo. Se trata de que sus novelas, apólogos y ensayos no envejecen nunca, y se mantienen tan frescos y juveniles como el primer día.
Uno coge ahora Seis propuestas para el próximo milenio y no se nota lo más mínimo que ese “próximo milenio” lleve ya 23 años de andadura más o menos caótica y volcánica (no lo parece, pero algún día se hablará del primer cuarto del s. XXI como aquel en que viró de modo irreversible la historia humana), todo lo contrario: un editor avispado podría hacer creer que ese próximo milenio arranca en 3001 y las brillantes y delicadas observaciones de ese curioso ensayito de Calvino seguirían estando vigentes.
Lo mismo ocurre con Las ciudades invisibles, que tiene más de retablo de miniaturas talladas, o con Si una noche de invierno un viajero, a mi juicio su obra maestra, la novela en la que más se ha homenajeado a la novela misma y donde no hay mayor gozo que el empezar una y otra vez y desde el principio a leer.
No hay erosión o desgaste para la obra de Calvino, es como si permaneciera intacta en una de esas cápsulas del tiempo que la gente cierra herméticamente para ser abiertas o encontradas siglos después (otra cosa no, pero la huella del hombre por el tercer planeta del Sistema Solar va a dejar a su paso cuanto menos unas bellísimas ruinas, como las que fotografía Anna Mika[2], se fantasean en la serie Last of Us o se contienen en cualquier vieja biblioteca o tienda de viejo como la imaginada por Balzac en La piel de Zapa). Y hay también cierta humildad en su persona y estilo que me recuerda mucho a Juan José Millás –o, si se quiere, al revés: que en Millás evocan a Calvino. Ambos son, por así decirlo, naïveté aposta, y por eso se disfrutan tanto. Pero a la vez ocultan algo oscuro, una suerte de amargura por el peso y las contrariedades de la vida corriente que late entre sus rizomáticas líneas, como esa existencia dura y arrastrada que se adivina bajo la deslumbrante carpa de un circo… O dicho con un símil: es como si Calvino, o Millás, fuesen gateros, más que perreros (“si una noche de invierno un gatero…”) Pero de gatos de barrio, callejeros, no de cuento gótico de Poe (los cuentos de terror, por cierto, tienen una importante misión en nuestro psiquismo que no se puede desdeñar, y que es la de prepararnos para los horrores incomparablemente más crueles de la vida real).
Si yo tuviera que elegir un libro para iniciarse en Italo Calvino, no sería de entrada la trilogía Nuestros Antepasados, porque el lector podría pensar que está ante un escritor ameno, pero superficial, ni tampoco Las cosmicómicas, que recuerdan demasiado a Stanislaw Lem, aunque quizá superándole. Escogería, en cambio, Marcovaldo, esa serie de relatillos encantadores y maravillosos bien engarzados unos con otros con el que Calvino tematizó una preocupación por la ecología que no podrá estar más de actualidad en los inciertos años que vienen.
Al margen de eso, dejemos que Calvino hable por él mismo y de sí mismo, en el centenario de su nacimiento:
Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una caligrafía diminuta. Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo. Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro. Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero. Cómo escribo, Italo Calvino.
[1] Se dice que “Italo” es un nombre de pila enteramente inventado por su madre, una mujer de gran cultura y naturalista, para que su cachorro no olvidase su país, pese a haber nacido en Cuba, pero no puede ser del todo cierto porque antes que Calvino ya había dado fama al nombre Italo Svevo, el amigo de Joyce, y también juguetón y ameno escritor como Calvino.
[2] https://www.huffingtonpost.es/2015/09/09/fotos-lugares-abandonados_n_8108398.html