Cuentan los historiadores que cuando allá por los años cincuenta, Ernest Hemingway vivía en su finca La Vigía, en San Francisco de Paula, se levantaba cada mañana y escribía de pie, a máquina, unas cuatrocientas palabras.
Luego revisaba el texto, lo corregía, y se iba a emborrachar hasta la hora de llenar la próxima hoja. Por esa época, de las manos de esta naturaleza atormentada e indomable, surgió, a la par de otras historias, una de las narraciones más bellas y profundas acerca de esa lucha continua y silenciosa que los hombres libramos cada día por prevalecer.
El protagonista de su obra pudo haber sido cualquiera, pudo venir de cualquier parte, pero resulta que es un cubano, un pescador de Cojímar.
Dicen también los que saben, que fue El viejo y el mar lo que decidió a los académicos suecos a galardonar a Hemingway con el premio Nobel en 1954.