Escrita alrededor de 1780, y basada en el caso de una monja francesa que en 1758 emprendió una demanda legal para ser eximida de sus votos, La Religiosa es una de esas novelas que no tienen ni época, ni edad. En ella se narra la historia de Susana Simonin, una mujer que hubo de cargar con el estigma de ser fruto del adulterio de su madre, de la misma manera dolorosa en que tantas personas enfrentan día a día las barreras, muchas veces legales, impuestas por los prejuicios y la discriminación.
Luego de una infancia relativamente feliz entre un padre adoptivo que, consciente del engaño, decidió salvaguardar su honra reconociéndola como hija legítima, y una madre que veía en ella un incómodo recordatorio de su error, Susana fue internada en un convento a los dieciséis años. El objetivo: forzarla a tomar los hábitos, evitando así al señor Simonin el tener que compartir con ella la herencia de los hijos que creía suyos, y dando a la madre la oportunidad de lavar su culpa mediante el sacrificio de la niña. En este punto comienza en realidad la novela, cuya narración alterna las duras experiencias sufridas por Susana a su paso por varias instituciones religiosas, con su lucha por regresar a la vida seglar.
Además de ser un canto a la dignidad y la libertad humanas, y de mostrar la importancia de que ambas sean debidamente amparadas por las leyes, con esta novela Diderot abrió al público las puertas sagradas de los conventos, revelando la corrupción reinante en la jerarquía religiosa a la par que los estragos causados por el confinamiento en el carácter de aquellas mujeres consagradas, con frecuencia en contra de su voluntad, al servicio de Dios. Quizás por esto último, aunque La Religiosa nunca fue una obra prohibida, aún hoy es extraño encontrarla en los compendios elaborados por los historiadores de la literatura. Y ello a pesar de su innegable calidad literaria, que se sustenta, sobre todo, en el balance logrado por su autor entre la profundidad psicológica de los personajes, cuyo mundo interior está perfectamente delineado, y un realismo sin tapujos, incluso en el plano sexual. Hagamos entonces caso omiso de los cánones, y dejemos que la pluma apasionada de Diderot nos inunde, a través de su heroína, con los sueños de racionalidad y justicia sobre los cuales los ilustrados ayudaron a fundar la modernidad; unos sueños movidos no por ideales abstractos y modelos de perfección inalcanzable, sino por el deseo de construir un orden social capaz de satisfacer los anhelos más esenciales de cada ser humano.