Agustín Blanco, Universidad Pontificia Comillas
Puede que algunos piensen que la afirmación del Presidente Macron de que asistimos al final de la edad de la abundancia tiene algo de retórica muy al gusto francés, pero recoge bien lo que Ortega y Gasset denominaría “el tema de nuestro tiempo”: vivimos tiempos de incertidumbre, de transición, de cambio de época, quizá de gran transformación.
Este es el escenario en el que aparece el Informe España 2022 de la Cátedra Martín Patino de la Cultura del Encuentro de la Universidad Pontificia Comillas.
Cuando hace poco más de un año iniciamos el proceso de elaboración del informe empezábamos a ver la luz al final del túnel de la pandemia, se discutía de la profundidad y persistencia de un incipiente rebrote de la inflación durante tantos años domeñada y observábamos con alguna preocupación el aumento de los precios de los combustibles fósiles, especialmente del gas. Creíamos, o queríamos creer, que todo estaba bajo un control razonable. Planteamos algunos de los temas del informe como una reflexión con una perspectiva más amplia acerca del impacto de la pandemia en ámbitos como la vida democrática y la cultura política, la sostenibilidad de la deuda pública, las brechas de género en la conciliación y los cuidados y los principales indicadores demográficos, junto a temas más estructurales como el proceso de descarbonización del sistema energético o la formación de trabajadores y parados.
Cuando la redacción de los capítulos del informe estaba muy avanzada, Vladimir Putin ordenó invadir Ucrania.
La aceleración, la sensación de desbordamiento y estrés que vivimos desde que se iniciara el tercer milenio hace necesario contar con mapas de situación y hojas de ruta que nos permitan comprender lo que está y nos está pasando y actuar.
Necesitamos, en términos clínicos, un diagnóstico y un tratamiento que nos permita recobrar el sentido de futuro y de proyecto necesarios para una vida humana en sociedad.
A la luz de las transiciones socioeconómica, cultural, ecológica y política en las que estamos inmersos nos vemos abocados a una resignificación de los valores que han definido la Ilustración y la Modernidad: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Como señalan Quim Brugué, Gemma Ubasart y Ricard Gomà, autores de uno de los capítulos del Informe España 2022, “la construcción de un nuevo acuerdo de ciudadanía afronta ahora un reto insoslayable: trenzar coordenadas de justicia social en la doble dimensión material y cultural; enlazar las políticas de igualdad con las de reconocimiento de la diversidad. En efecto, solo la distribución igualitaria de poder y condiciones materiales hacen posible la realización de todos los proyectos de vida. Pero no hay atajos a la igualdad que puedan obviar la heterogeneidad y las aspiraciones de reconocimiento”.
Afrontamos igualmente el reto de conjugar la autonomía personal con la reconstrucción de lazos de solidaridad, de vínculos comunitarios y ecológicos. Los valores de fraternidad y sostenibilidad deben formar parte sustancial de un nuevo contrato social, necesario para afrontar los nuevos tiempos.
Apostar por la democracia
Gobernar todas estas transiciones o esta gran transformación exige apostar por y revitalizar la democracia, el mejor instrumento con el que contamos –con todas sus imperfecciones– para llevar adelante este proyecto. Pero la democracia necesita de un zócalo de valores, conductas y estructuras socioeconómicas para que pueda arraigar y desarrollarse. ¿Podemos pensar una sociedad bien ordenada, pacificada, innovadora, confiada en sus posibilidades con un nivel insoportable de desigualdad, con amplias capas de la población excluidas de los instrumentos de integración básica, temerosa de una realidad multicultural insoslayable para su propia supervivencia, incoherente frente a un reto ecológico y ambiental que ha dejado de ser ya una amenaza probable, con unas pautas de consumo, organización espacial y movilidad que exaltan la individualidad y el aislamiento social…?
Los populismos de todo tipo han venido a exacerbar la pulsión de la diferencia y del conflicto que subyace a las guerras culturales que proliferan por doquier tras el fracaso de un universalismo racional e ilustrado que ha dejado a la intemperie las débiles raíces de una integración social y política basada en el acceso al empleo y al consumo.
La guerra, la inflación galopante –agazapada en el recuerdo recurrente del período de entreguerras y de la crisis energética de los 70– y la crisis climática –a lo que habría que añadir el impacto, decreciente pero no extinto, de la pandemia– configuran un contexto marcado por la incertidumbre, la fragilidad y el temor que tiende a aislarnos y encerrarnos, incluso cuando sabemos que nuestro desarrollo económico y social y hasta nuestra propio futuro demográfico dependen en buena medida de la apertura y del encuentro con otros.
Solo con y desde una cultura arraigada del encuentro, de valores y comportamientos asumidos de solidaridad, tolerancia, empatía, igualdad y seguridad y de estructuras sociales que, como señala John Rawls en su Teoría de la Justicia, hagan posible una sociedad bien ordenada de mujeres y hombres libres e iguales podremos hacer frente con determinación y esperanza a las múltiples incertidumbres y crisis en las que estamos inmersos.
Agustín Blanco, Director de la Cátedra José María Martín Patino de la Cultura del Encuentro, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.