Temido momento este el del segundo texto. El primero, siempre será el primero. Permisivo con cualquier promesa, aún no se enfrenta al desafío de cumplir expectativas. Aliviado, le pasa ese problema al futuro compañero de columna. Este, se percata de algo: encierra contradicciones superiores a su rol inicial. Es el desafío del segundo texto: el autor se convierte en columnista. ¿Cómo serlo si nunca lo ha sido? La respuesta inmediata sería: escribiendo. Insuficiente. Es una columna, y como tal, impone hábitos. Traducido, los cambia. El columnista, para poseer tal nombre, necesita de los hábitos particulares de su profesión. Surge la inextinguible pregunta desde el de moda Marco Aurelio, hasta el neurótico Kant y los apurados revolucionarios franceses, rusos o cubanos: ¿Cómo cambiar los hábitos?
Resulta difícil dar una respuesta. Pero sí es fácil buscarla. Un lugar de familiaridad ofrece la posibilidad: Internet. Oráculo contemporáneo, no es de sorprender la presencia de variadas recetas para el cambio de hábitos. Renombrados libros de autores aún más famosos, impactantes aforismos de sabios del pasado y del presente, probadísimas técnicas científicas, extensas charlas por los más aclamados triunfadores y desafiantes retos lanzados por entusiastas youtubers, intentan responder la difícil interrogante. Acertadas o no, la mayoría coincide en la inclusión de un elemento más misterioso en la medida del aumento de su mención. Una substancia -sí, con be-, llena de infinitas capacidades, y, por tanto, necesaria de dominar. Hasta la palabra en sí misma la envuelve de misticismo: dopamina.
Desde la trepanación egipcia del cráneo en busca del mal, hasta los dopamínicos videos de YouTube no hemos abandonado la necesidad de poner en un Otro nuestras responsabilidades
Elija su buscador o red favoritos, y deje a los dedos o al algoritmo hacer su trabajo. Notará la extensión de las listas de búsqueda al teclear dopamina. Una identidad saltará enseguida a la vista. El elemento, se iguala a cambiar hábitos. La tentación es irresistible, cliquee, y espere la magia. Similar a los presocráticos, la dopamina se erige en nuevo arjé del siglo XXI. El autor, antes interesado en cambiar sus hábitos para convertirse en columnista, no puede evitar la tentación de volverse filósofo. Cambia la pregunta de inicios del texto a: ¿qué misterio envuelve a la dopamina?
Ignoremos a Hegel por un momento, y empecemos por la conclusión. Respondamos qué es la dopamina. O qué no es.
La creencia común la convierte en hormona, pero ella se reserva un papel más especial: es un neurotransmisor. Si fuera una hormona, sería producida por alguna glándula, e ingresaría al torrente sanguíneo para cumplir alguna función corporal.
Si desea un ejemplo, piense en la hormona de crecimiento, producida por la glándula de igual nombre. Lo sentimos por Descartes, poco misterio encierran ya las glándulas. Es la era de los neurotransmisores, ¿generados por quiénes? Pues por las místicas neuronas. Para su microscópico tamaño, son grandes los problemas que generan. Intentemos abordarlos.
Los neurotransmisores, son moléculas con la importante función de comunicar a las neuronas entre sí. Generados por vesículas neuronales tras recibir calcio mediante un estímulo nervioso, son lanzados al espacio sináptico. A continuación, los recibe la neurona posináptica y en dependencia de la información por esta computada, surge el respectivo impulso nervioso. Excitatorios unos, inhibitorios otros, la permanencia de los neurotransmisores en el espacio sináptico no es permanente, pueden degradarse o ser recaptados por las neuronas. Algunos incluso, llegan a cumplir ambas funciones y reciben el relevante título de neuromoduladores. Otro rimbombante término se suma a esta explicación emitida con el perdón de algún neurólogo lector de paso. Dejemos tan comprometedor campo, y regresemos a uno a nuestro alcance: la palabra. Algunas de las mencionadas nos ayudarán a revelar el dopamínico misterio.
Vesícula, no nos es extraña. Más de un lector debe haber pasado por la conocida operación. El calcio tiene igual destino. Conocemos su importancia para los huesos, bien lo podemos ubicar en las neuronas. Sinapsis ya es un paso superior. Y en la era de los pos, nada supera en atención a una possinapsis. Inhibir, obtiene poco coro en la hedonista mentalidad actual, pero sí mención a través de su antónimo excitar, cuya mención siempre obtiene atención. Sin embargo, ninguna le hace competencia a la palabra más intrigante del momento: neuro. Por este ontológico prefijo podemos empezar a buscar el origen de la discursiva dopamina. Un último vistazo a sus características nos puede situar en el camino.
Definimos su condición de neurotransmisor. Veamos ahora dónde se produce. La respuesta obvia sería en las neuronas, y no habría error. Pero la dopamina no es un neurotransmisor cualquiera, por tanto, no podemos ubicar su surgimiento en cualquier parte. Tres regiones especiales la sintetizan: el área tegmental ventral, la sustancia negra y el núcleo arcuato del hipotálamo. Ya fueron generadas, les toca ahora viajar para cumplir sus importantes funciones. Cuatro vías dopaminérgicas son utilizadas: la mesocortical, la mesolímbica, la nigroestriada y la tuberoinfundibular. Listo, contamos con texto para un buen video con consejos sobre la dopamina. Hemos usado palabras clave. De eso se trata todo.
Neuro, equivale a misterio. Opulencias lingüísticas de la talla del neuromarketing, nacen de esa capacidad de intrigar poseída por el objeto de estudio de la neurociencia: el cerebro. Conocemos su forma, peso, tamaño. Infinidad de chistes lo tienen por protagonista. Y aún así, no lo conocemos. Las palabras acentúan esa ignorancia. Es difícil encontrar una ligada al cerebro carente a la vez de sofisticación. Glutamato, axón, putamen o hipotálamo, revisten una unicidad alentadora de la mística cerebral. Pero el intrigante lenguaje, es expresión y no origen de un fenómeno más complejo. Tratemos de encontrarlo.
La principal creencia colectiva vuelve a la dopamina causante del placer. Un neurocientífico, señalaría enseguida lo sesgado de ese criterio.
La principal creencia colectiva vuelve a la dopamina causante del placer. Un neurocientífico, señalaría enseguida lo sesgado de ese criterio. Otros procesos están vinculados al importante neurotransmisor: la atención, la motivación, el aprendizaje. Escuchado el señalamiento, poco cambiaría en el discurso. La dopamina continuaría en su rol de causante de los comportamientos. El único resultado real, sería el aumento de tiempo de los videos de consejos dopamínicos. No estaría mal abordarlos.
Título llamativo “Cómo cambiar tus hábitos. La clave es dopamina”. Recuadro dividido. En la mitad izquierda, el youtuber, con fondo gris, está rodeado por hamburguesas, papas fritas, consolas de videojuegos, televisión y teléfono móvil. En la derecha, con afectada felicidad y un azul brillante, mancuernas, bicicletas, vegetales y libros, sugieren éxito y satisfacción. Abierto el video, una estructura lineal describe una vida llena de patrones autodestructivos ahora sustituida por sanos hábitos. En el centro de la narrativa: la dopamina. El discurso es simple. El referido neurotransmisor, tiene cualidades adictivas. Una serie de hábitos, aumentan su generación en el cerebro. Si son sustituidos, la producción excesiva se detendrá y el individuo podrá tener una vida equilibrada. Acompañado de una lista de consejos y de técnicas, el video promete resultados duraderos. Las vistas de la mayoría hablan por sí solas, el discurso dopamínico tiene seguimiento.
La propuesta, no es fácil de rechazar. Nombres de la altura de Sillicon Valley ayudan. Sus supuestos ayunos de dopamina, tienen poder de convencimiento. Un neurocientífico, llamaría la atención sobre la imposibilidad de ayunar algo ya presente en el cuerpo y cuya generación no se controla a voluntad; pero, hay palabras más fuertes de por medio. Poco puede hacer la neurociencia ante la carga del ayuno, presente en todas las grandes religiones desde hace milenios. Y en realidad, poco puede hacer ante un problema no neurocientífico, sino filosófico.
La neurociencia, en efecto, estudia el cerebro, pero al hacerlo, da pie a un intrigante problema de la filosofía: el Yo. Hace más, lo localiza. No es ya necesario acudir a estructuras trascendentales. Poca falta hace buscar en las siempre comprometedoras relaciones sociales. Las expectativas, se vuelcan sobre una ciencia con la capacidad de aportar nombres y lugar a una cuestión tan elusiva y siempre necesitada de respuesta. Las interrogantes filosóficas del Yo, se trasladan a un objeto representable pero misterioso a la vez. Voluminosos tratados de filosofía han sido escritos desde premisas menos complejas. Subestimar a la neurofilosofía, no es un lujo a permitir.
¿Qué misterio envuelve a la dopamina? Enajenación. Dígale adiós a la neurociencia y sea bienvenida a la filosofía. En hondos problemas se ha metido. Para empezar, ha sido utilizada para explicar los comportamientos humanos. La adicción al móvil, Netflix y sus derivados, no se encuentran en su dimensión social o en el drama psicológico del individuo, sino en alguna zona dopamínica. Para su superación, ¿debe cambiarse la percepción de los objetos y la de los individuos sobre sí mismos? No, para eso está la dopamina, ayúnela y parezca un venerable monje tibetano. Para comprender el Yo ¿es necesario leer a Kant, Hegel, Marx, Freud o Nietszche? Con la dopamina a mano, ¿por qué lo haría?
La enajenación, no nos abandona, o mejor dicho, no la abandonamos. Llámese apeiron, capital o dopamina, no perdemos la humana costumbre de construir ontologías con la capacidad de sustituirnos en la explicación del mundo. Desde la trepanación egipcia del cráneo en busca del mal, hasta los dopamínicos videos de YouTube sobre la felicidad, no hemos abandonado la necesidad de poner en un Otro nuestras responsabilidades. Ha terminado el segundo texto de esta columna. Peores noticias traerá.