Mario García de Castro, Universidad Rey Juan Carlos
Foto por Michael Carruth
El trumpismo, a través del populismo autoritario, ha sido el mejor paradigma de lo que hoy se ha denominado la era de la posverdad: el predominio político de la verdad subjetiva. La hegemonía del subjetivismo cultural ha sido la base de la nueva autocracia digital que desde la autoridad emocional desprecia el conocimiento científico e intelectual.
La resistencia del trumpismo a abandonar el poder y reconocer la mayoría social de su rival demócrata en las pasadas elecciones de los Estados Unidos ha sido la última revelación de la naturaleza autocrática y dictatorial de esa estrategia de movilización política populista.
El nacimiento de la Posverdad
Suele situarse el nacimiento de esta nueva cultura política en el entorno anglosajón, en el 2016, con el triunfo electoral de Donald Trump, el triunfo del Brexit en el referéndum de Gran Bretaña y la posterior victoria del exalcalde de Londres, Boris Johnson en 2019. Trump, un magnate empresario antipolítico, sociópata y cómico del espectáculo televisivo, partidario de las redes sociales y denostador de los medios de comunicación tradicionales, se convirtió en presidente de los Estados Unidos. Su influencia se había sustentado en tratar a sus electores como si fueran la audiencia de un programa televisivo de entretenimiento.
El artífice de su campaña electoral, Steve Bannon, un exbanquero de inversiones del Partido Republicano, también lo fue de la campaña del referéndum del Brexit. Junto con otros protagonistas como Karl Rove, poderoso consejero de George W Bush, Roger Ailes, fundador de Fox News, o Dominic Cummings, autor de los mensajes de la campaña de los eurófobos, que asumieron por primera vez que la percepción emocional era lo único importante.
Hoy todos ellos, fundadores del nuevo populismo derechista, están ya en sus horas más bajas, aunque fueron los primeros en llevar a la práctica política que los hechos no son hechos, ni existen los datos, solo las interpretaciones sobre un vaso de agua medio lleno. Lo que importa ya no es la verdad sino el impacto. El triunfo de lo visceral o de lo más simple sobre la complejidad de lo real.
Fueron los asesores de Trump los que inventaron la existencia de la “verdad alternativa”. No existe una realidad verificable, solo una controversia entre los hechos y “los hechos alternativos”, por eso en esta nueva lógica política se impuso la confrontación y la polarización de posiciones.
La versión europea fueron los nuevos nacionalismos de la órbita rusa o los populismos autoritarios en Polonia o en la Hungría de Viktor Orban. Basado en otro tipo de populismo autoritario, la Federación Rusa, en manos de exagentes secretos de la KGB convertidos en oligarcas de grandes empresas que trabajan para el Kremlin, se ha convertido en uno de los mayores polos de interferencias internacionales.
Son celebres los ataques del hackeo ruso. Sus ideólogos, jefes del estado mayor de sus fuerzas armadas o lideres ultranacionalistas de la estrategia euroasiática, fueron pioneros en muchas de estas técnicas actuales de desinformación y manipulación informativa a través de la red.
Pero además hay otro precursor del nuevo populismo audiovisual, un pionero del negocio televisivo que fue mito del posmodernismo: Silvio Berlusconi. Aunque el magnate de la televisión privada italiana que llegó a la Presidencia de su país no tenía rasgos fascistas pronunciados, era un granuja enriquecido, un pillo liberal que confundía con facilidad los intereses públicos y los privados, y que después fue destronado por otro cómico aún más histriónico como Beppe Grillo, defensor de la democracia digital a través de las redes sociales.
En la casta anglosajona, sin embargo, radicaba por primera vez el marketing deliberado de la desinformación sistemática, la práctica autocrática y la mayor degradación posible de la democracia.
El valor del periodismo objetivo y la indiferencia ante la mentira
El germen de esta nueva era hay que buscarlo en la crisis mundial del 2008, que suscitó una gran hostilidad política a la economía globalizada y hacia los políticos de izquierda y derecha que, sin distinción, fueron percibidos bajo sospecha. La corrupción había corrompido todo el estado de derecho y la crisis de credibilidad también se había llevado por delante a los medios de comunicación tradicionales que se habían basado en el objetivismo.
La indignación de los activistas que reclamaban más democracia directa dio paso inmediatamente a la indiferencia de grandes capas sociales ante la mentira política. La mentira ya no solo era patrimonio de los regímenes autoritarios, sino que se afianzaba en las democracias para devaluarlas. Esta era la base social de la posverdad sustentada en el desplome de la confianza de los ciudadanos cuando estos decidieron recompensar con el éxito político a los mentirosos.
Si los activistas predicaban más democracia directa, el resultado era el inverso, el relativismo posmoderno con el que la derecha populista se había rearmado infectó el estado de derecho convirtiendo en un enfermo terminal al sistema democrático representativo.
Hay un nexo directo entre posverdad y medios de comunicación: la evidencia de presenciar los hechos de la actualidad en tiempo real también ha conducido progresivamente a los medios hacia el primado de las emociones y los sentimientos. La información se valora por su celeridad e impacto frente a su objetividad. Si la televisión había amplificado lo espectacular, la tecnología digital ha sido el auténtico motor de la posverdad porque fomentó la inflación de información y el gregarismo. Internet provocó el desprecio de la complejidad intelectual para poder revelar lo más simple.
¿Pero cómo hemos llegado tan lejos?
Todavía palpitan los valores del periodismo objetivo que emergió a principios del siglo XX, cuando Walter Lippmann describió ese ideal en su libro Public Opinion. Después Philip Meyer popularizó el periodismo de precisión como la necesidad de incorporar las poderosas herramientas de recopilación de datos y de análisis de la ciencia y su búsqueda disciplinada de la verdad verificable.
A comienzos del siglo XX surgió la prensa de calidad, que, tras las guerras y los regímenes autoritarios, se consolidó como reacción independiente a la propaganda bélica y política desde sus valores de culto a la objetividad.
El director del Manchester Guardian afirmó entonces la vieja leyenda de que “los comentarios son libres, pero los hechos son sagrados”. Este objetivismo tenía su germen en el siglo XVII, cuando la filosofía de Descartes o Hobbes persigue la regulación de los sentimientos y las sensaciones y el enaltecimiento de la razón, y que tendría su punto álgido en la Ilustración. Ahí encontramos el origen del positivismo, y las nociones contemporáneas de verdad, conocimiento científico, empirismo y progresismo.
Pero ese paradigma sobre la razón moderna o el conocimiento experto empezó a perder toda credibilidad en la reciente década de los años 90, cuando el sentimiento se va a adueñar del mundo individual y colectivo. Los científicos habían representado como nadie la capacidad de diferenciar aquello que tenía que ver con los hechos de lo que estaba vinculado a la opinión o la emoción. Para entonces los nuevos líderes televisivos y las audiencias masivas ya iban a disponer de herramientas tecnológicas de comunicación en tiempo real. Las tecnologías de los medios de comunicación, internet, los teléfonos móviles y las redes eran inmensos amplificadores audiovisuales.
La verdad en Orwell y Arendt
La filósofa Hannah Arendt, perseguida por el nazismo, fue otra estudiosa del objetivismo y la verdad: una sociedad que reconoce la autoridad de los hechos tiene que crear instituciones que estén por encima de la política, los sentimientos y las opiniones. El sustento de la democracia. Arendt reflexionó sobre el poder de la mentira como instrumento de los totalitarismos para reescribir la historia y adaptar el pasado a sus intereses políticos.
En 1971 escribió que “la falsedad deliberada” y la mentira como medios para la obtención de fines políticos venía históricamente de lejos. Aunque los antropólogos han podido confirmar que, desde que el hombre primitivo se organizó en tribus, la mentira fue siempre un arma política.
Pero hay un arco contemporáneo que va desde que emergió el ideal de veracidad política, cuando George Washington afirmó su incapacidad para la mentira, hasta que Richard Nixon lo desmintió en 1973. Pero por entonces Nixon sabía lo que le esperaba a cualquier político que fuera descubierto en la mentira. Y sus asesores le recriminaban: “Si vas a mentir iras a la cárcel por mentir, más que por el delito. Así que no mientas nunca”.
Con el asunto Watergate todo entró en crisis. Por entonces, la sociedad aún penalizaba electoralmente al que pillaba en una mentira. Hoy en día ya no es así. Fue con la administración de G.W. Bush cuando comenzó la política que no se basaba en la “anticuada” realidad sino en la creación de una nueva, precisamente la que ideo su propio asesor, Karl Rove.
Esa otra realidad que los asesores de Trump llamarían más tarde “hechos alternativos” y que estaba basada en el estudio de los espectadores de televisión, aquellos que consideran que realidad y espectáculo viene a ser lo mismo.
Durante estos cuatro años de resistencia, el antitrumpismo cultural ha recuperado a dos autores del pasado siglo para convertirlos en profetas del presente: el periodista y escritor inglés, George Orwell, y la escritora Hanna Arendt.
Desde el triunfo de Trump, 1984 y Los orígenes del totalitarismo se convirtieron en sus libros icono. Orwell, que presintió la posmodernidad en la revolución informática, escribió 1984 como su testamento publicado seis meses antes de su muerte, en enero de 1950.
Inspirado por el estalinismo, el nazismo y el imperialismo capitalista, Orwell dibujó el futuro del totalitarismo. Los protagonistas eran el abuso del poder, la manipulación de la realidad por los medios de comunicación y la expansión de la tecnología: el Gran Hermano. Los medios, y especialmente la televisión, son los grandes protagonistas del libro.
Las telepantallas omnipresentes que emiten y vigilan. Con los medios de comunicación, el poder manipula y reprime la realidad. El Ministerio de la Verdad es el que usa los medios para difundir su propaganda y satisfacer a esta sociedad moderna ignorante, que no tiene el más mínimo interés por el conocimiento y que considera los libros como una mercancía.
La permanente obsesión de Orwell por la verdad de los hechos y por desenmascarar la perversión de la propaganda política procede de su experiencia en la guerra civil española que rememoró en Homenaje a Cataluña, un extraordinario testimonio sobre los enfrentamientos entre estalinistas y anarquistas que el mismo vivió trágicamente en la Barcelona del 36. Ya en ese documento se asombra del menosprecio de los hechos demostrables, de aquella decadencia de la verdad objetiva. Lo que le llevó a reflexionar sobre los mecanismos de los sistemas totalitarios que describiría luego en la novela 1984.
Algo parecido hizo la escritora judía al escribir Los orígenes del totalitarismo, quien coincidió con Orwell en identificar los mecanismos de control: si todos aceptan la mentira impuesta por el Partido, la mentira pasará a la historia y se convertirá en verdad. Lo llamaron “control de la realidad” o el “doblepiensa”.
Posmodernidad y talk show
La base intelectual de la era de la posverdad está en la filosofía posmoderna de finales del XX, que estudiaron los filósofos franceses del grupo de Foucault, Lyotard, Derrida, o Braudillard. Sus ideas partían de la consideración de una sociedad más pluralista que tenía que reconocer a múltiples agentes de género, de minorías étnicas, etc. Ahí se empieza a cuestionar el concepto mismo de realidad objetiva con lo que también se cuestiona la noción de verdad, porque su terreno natural del final del siglo era la ironía, las apariencias, el distanciamiento y la fragmentación, como reacción a las verdades absolutas que habían arrojado tanta violencia en el sangriento siglo XX.
La física cuántica revolucionó el pensamiento filosófico y el show business la posibilidad de “divertirse hasta morir”. Basado en el paradigma de Nietzsche de que la verdad puede ser un mal y la ilusión un bien, el paradigma de que “los hechos no existen, solo las interpretaciones”, ha acabado propiciando que la razón la tienen los más fuertes.
Braudillard descubrió en 1981, en Cultura y Simulacro, que en el mundo contemporáneo cada vez había más información, pero también menos significado. Las tecnologías de la información subvertían los conceptos heredados de lo real. La idea de Nietzsche era muy simple, pero terriblemente provocativa, ya que si no hay hechos “objetivos” no existe nada irrefutable ni verdadero. Cambiar el mundo a mejor no era más que otra de las ilusiones de masas controladas por el poder.
El desengaño político era el brazo armado de la posverdad, un disolvente de la confianza y un reclamo para el reagrupamiento tribal y antisocial. El posmodernismo fue una filosofía que fue muy atractiva para la izquierda desencantada, que necesitaba dar sentido a un siglo en el que las antiguas certezas de la vanguardia marxista se habían derrumbado. Suponía una nueva política de emancipación social entre los restos del naufragio. El posmodernismo invadió los medios de comunicación, las universidades y la vida cultural y acabó convirtiéndose en un estado de ánimo, al conferir prestigio intelectual al cinismo y al nuevo relativismo político.
No hay hechos, solo opiniones
La inflación de la oferta informativa, la liberalización de la televisión y sus contenidos que imitan la realidad han acabado convirtiendo el mundo en una ficción. A través de los talks shows y del infotainment se ha consolidado el nuevo paradigma de que no hay hechos solo opiniones. Steve Bannon y los ideólogos del populismo derechista reconstruyeron la deconstrucción de dogmas y religiones conservadoras que los posmodernos se habían propuesto, y así Trump acabó como principal beneficiario electoral a través de las redes sociales y sin ningún prejuicio sobre la verdad, lo que ha constituido uno de los momentos históricos “posverdaderos” por antonomasia.
Si todo es un constructo, quién va a denunciar lo falso, quién va a impedir a los creadores de fake news luchar contra la poderosa hegemonía de los viejos medios de comunicación. Entre tanto adicto a las telepantallas, la posverdad constata que cualquier punto de vista es legítimo y carece de sentido buscar la verdad porque la realidad se ha difuminado.
Nadie nunca pudo imaginar un ejemplo más preclaro de la volatilidad de los límites entre realidad e imaginación, y el filósofo italiano, Mauricio Ferraris, autor del Manifiesto del nuevo realismo, concluyó que en este nuevo populismo fascista había un salto histórico, el que iba del posmodernismo televisivo a la posverdad digital de las redes. De este modo, mientras que el posmodernismo se había extendido a través de la televisión, la posverdad lo hacía a través de las redes digitales.
En 2015, el joven profeta posmoderno de moda, Matt Taibbi, de la revista Rolling Stone, escribió un artículo de opinión en The New York Times titulado «El periodismo objetivo es una ilusión». Taibbi escribía con motivo de la jubilación del aclamado presentador John Stewart de The Daily Show para sostener que parte de su popularidad se explicaba por el hecho de que Stewart no pretendía ser un periodista objetivo.
A diferencia de la mayoría de los periodistas que se esconden detrás de una fachada de objetividad, Stewart iba directo apelando a sus prejuicios.
Trump, el producto mediático perfecto
Según Taibbi, Trump ha sido el producto mediático perfecto. En la era de la posverdad o de la subjetividad, los medios y sus compañías han aprendido el negocio de las redes sociales: hay que identificar a tu audiencia y luego alimentarla con historias que refuercen su sistema de creencias.
Pero sin embargo hay algo más. Según otro joven científico informático y teórico de la desinformación, Tristan Harris, hay tres consecuencias de la posverdad, el negocio de las fake news, la polarización política tribal y el auge de las teorías de la conspiración, y ante la cada vez mayor dificultad de establecer un consenso basado en los hechos, termina advirtiendo que si no podemos ponernos de acuerdo en lo que es verdad no hay posibilidades de encontrar ningún tipo de solución política para nuestros problemas.
Pero de momento la historia no se ha acabado. En la misma noche electoral de las elecciones del 3 de noviembre, las principales cadenas informativas de televisión, ABC, CBS o NBC optaron por cortar la emisión de la intervención de Donald Trump por verter afirmaciones falsas, cuando denunciaba, sin aportar pruebas, que se estaba produciendo un robo en las elecciones, que el sistema electoral estaba corrupto, y que el voto por correo era ilegal, y a continuación se declaraba vencedor.
Meses antes de iniciarse la campaña electoral, Twitter, la red preferida del presidente, había optado por la verificación de hechos en los mensajes del presidente de Estados Unidos al considerarlos engañosos. Durante los días del recuento de votaciones, uno de cada dos mensajes de Trump ya contenía el mensaje: “Alguna parte o todo el contenido compartido en este Tweet ha sido objetado y puede ser engañoso”.
Ante las acusaciones y el descrédito creciente de la red, Twitter había optado por alertar de que Trump mentía. La red social creó unas advertencias con las que redireccionaba a sus usuarios a una página web para que se informaran como es debido de los avances del proceso electoral. Esa misma noche electoral, Twitter no daba por válida la publicación en la que se declaraba vencedor de las elecciones.
El viejo conflicto entre verdad y opinión
El trumpismo ha devuelto el viejo conflicto platónico entre la verdad y la opinión, que regresa con gran hostilidad cuando la verdad factual se opone a los intereses políticos de cualquier colectividad. Es entonces cuando las verdades incómodas son automáticamente transformadas en opiniones, tal y como estudió Hannah Arendt.
Quizá la caída de Trump permita superar la hegemonía de esta cultura de la posverdad, pero permanecerá más o menos mitigada la permanente voluntad política de la desinformación como manipulación interesada de la realidad.
Si la extrema fragilidad de los ciudadanos bajo la actual pandemia puede llegar a minar el poder populista debido a la inexorable objetividad de las víctimas, quizá las próximas catástrofes medioambientales, por la misma razón, se encarguen del ocaso definitivo de este nuevo episodio de autocracia mundial.
Mario García de Castro, Profesor titular de Información Audiovisual, Universidad Rey Juan Carlos
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.