Una novedosa radicalidad
De los nuevos modos de intervenir y entender la acción política, quizá el más relevante sea el activismo civil y específico, ese mecanismo de búsqueda de justicia y resonancia potencialmente exponencial en redes sociales, que otorga a las sociedades nuevas sensibilidades y preocupación por cuidados hasta hoy relegados o desatendidos. No es difícil revelar las razones que expliquen su incremento; una no menor es la erosión definitiva de cualquier esperanza de que los partidos políticos y la institucionalidad estatal solucionen demandas urgentes y cotidianas o déficits de alcance democrático en los ejercicios de los derechos ciudadanos más elementales.
Las intervenciones de los nuevos activismos civiles y los objetos de sus luchas son lábiles y mutan con frecuencia: la fácil permeabilidad a los discursos de los medios de comunicación, incluido el modo como se presentan las formas sensibles, es decir, el campo del cine, la literatura, las artes plásticas o las tendencias académicas, marcan una agenda en la que conviven y se intersectan luchas por la identidad, el ambiente, el lenguaje, la representatividad, el respeto a las sexualidades, la rendición de cuentas de instituciones y figuras públicas, o pasan por la creación y puesta en marcha de mecanismos legales que faciliten el ejercicio democrático. Si la idea de lo general o de lo universal despierta resquemor y resulta sospechosa de repetir los vicios y el anquilosamiento de las viejas formaciones políticas, el yo se erige como la más virtuosa de las voces que intervienen en las relaciones de poder. Un yo, vale añadir, ejemplar y ejemplarizante, que, como escribe Daniel Bernabé (2018, p. 96), anhela la diversidad pero detesta la colectividad; que huye del conflicto general y se satisface con el específico.
Merece la pena detenerse en esta innovación. La atomización de las luchas políticas ha corrido de modo paralelo con la potencia de las nuevas tecnologías, y ambas han acompañado la entronización del individuo en tanto sujeto responsable de visibilizar abusos e interponer denuncias. Visto lo visto con las organizaciones tradicionales, pareciera que el yo es el último reducto de transparencia en la vida pública, la última potencia capaz de desestabilizar las telarañas conservadoras que llenan de sobreentendidos la vida social, que atizan la impunidad en el campo de la política y la arrogancia depredadora de las transnacionales. Lo que requiere explicarse, sin embargo, es cómo el yo que participa fervientemente en redes sociales y esporádicamente se deja ver en las calles ha pasado a enaltecerse a sí mismo hasta tornarse en un dispositivo moralizante cuya legitimidad depende en buena medida de la virulencia con que censura. En esa novedosa radicalidad, la de un yo iracundo, poco inclinado a escuchar la defensa del acusado, se juegan la moral de la política y la política de la moral: ya la idea cándida de un mundo ideal sin infracciones, como apunta Pau Luque en Las cosas como son y otras fantasías (2020); ya la entronización de un modo muy específico de integridad: la que es capaz de delatar, denunciar, vapulear y anular a una persona acusada, aun si ésta no ha ejercido descargo alguno, aun si la acusación misma llega borrosa, interpuesta por los ecos virales de las redes sociales. El compromiso no se atiene entonces a la búsqueda de la verdad o de justo castigo, sino a la muestra pública de rechazo ante un gesto execrable, cuyo mayor valor de cambio, sin embargo, es poner en relieve el carácter pedagogizante del yo enfurecido en la esfera digital, en guardia para fulminar a la persona acusada y continuar con el siguiente infractor. La excusa parece ser inobjetable: si las instituciones no prestan atención, hemos de tomar la justicia por propia mano.
El problema es que la justicia supone una penalidad adecuada a la infracción. El problema es que la justicia supone escuchar a quien ha sido acusado. Pero el yo no quiere ni puede hacerlo. No es tribunal, pero tampoco lo quiere. No es cárcel, pero tampoco busca renunciar a serlo: en una extraña mutación histórica, el yo de protesta ha deglutido al policía que antes lo vigilaba. La delación, el escarnio público, el solaz ante el ostracismo aceitan la rueda que le da motor a lo mismo que dice combatir: la injusticia.
La muerte de la inocencia
¿Quién rehabilita al apestado? ¿Cómo se gestiona su derecho a la recuperación, en caso de ser culpable? Lo primero: no olvidar la muerte de lo que se conoce como “justicia restaurativa”, una forma de desagravio orientada a las necesidades de las víctimas y de los victimarios, y no precisamente en la búsqueda del castigo más fuerte o en la anulación laboral, social o física de quien ultrajó. El olvido y desdén para con la justicia restaurativa no vienen de antiguo. Son paralelos a lo que en Estados Unidos se conoce como cancel culture y que ha enfrentado en los últimos años, vaya paradoja, a diversos sectores del progresismo, mientras la derecha ha abanderado la defensa simplona de la “incorrección política”. Pese a esto, ya en los ochenta, en los campus universitarios estadounidenses, críticos culturales conservadores como Allan Bloom o Dinesh D’Souza lamentaban no únicamente la carga ideológica con que se enseñaban las humanidades —como si evitar esto fuese de algún modo posible—, sino el ostracismo y boicot contra quienes se oponían a un cierto consenso neoliberal de manejo de agresiones universitarias o gestión de la política universitaria.
Más allá de los anhelos trasnochados de una postura que pretende idealizar el humanismo o volverlo la única y más virtuosa genealogía de transmisión de saberes, lo que ha permanecido de la cultura de la cancelación es el traslado de la sentencia definitiva, desde ciertas instancias jurídicas para ello designadas, al campo de un sentido común coyuntural de redes sociales, al que se acogen los medios de comunicación por miedo a ser señalados. De esta manera, la sospecha de inocencia no solamente se evapora, sino que la idea de militancia —comúnmente dueña de ambiciones de cambio estructural— muta hacia el activismo, y en muchas ocasiones se restringe a denunciar la agresión y anular laboral, social y psíquicamente al supuesto responsable;1 la performatividad y espectacularización del escarnio público reemplazan la ideología subyacente, como lo menciona el mismo Bernabé: “Lo que nos impulsa a actuar políticamente pierde espacio frente a la actuación en sí misma. La razón es que a nuestra relación aspiracional con la política le es más sencillo reafirmarse mediante eventos o formalidades que mediante ideología” (2018, p. 158).
Todo esto, siempre en Estados Unidos, dentro de lo que se conoce como “guerras culturales”, un enfrentamiento en sede académica sobre los modos de tramitar las injusticias históricas y de dotar de visibilidad y reconocimiento a las minorías oprimidas. En el campo progresista, la discusión no reside en la necesidad de reparación y trato preferencial —algo que se da por sentado—, sino en las formas de gestión de dichas acciones. Así, por ejemplo, retirar de novelas estadounidenses del siglo xix palabras de contenido racista es percibido como una infantilización de la capacidad crítica del alumnado. Del otro lado, resulta también una maniobra deseable ante una supuestamente innecesaria exposición a los alumnos a formas de violencia que pueden generar trastornos emocionales.2 En The Problem with Everything (2019), la ensayista estadounidense y profesora de Columbia Meghan Daum arremetió contra estas estrategias, a las que considera una hipocresía de los sectores universitarios acomodados, una forma de no trascender las desigualdades estructurales más urgentes y, principalmente, de olvidar los alcances conseguidos por militancias y luchas previas. Este recambio, parece decir Daum, ha significado la ascensión del moralismo y la muerte de la política en tanto arena de deliberación pública. Ha significado, además, la desaparición de vínculos políticos horizontales, de modo tal que en la fragmentación de las luchas sociales se diluye cualquier alianza de clase, sustituida a la fuerza por el sueño multicultural de la sociedad civil. Así, el momento de mayor atomización de las luchas políticas resulta, a la vez, la cúspide de un sistema al que le interesa la desaparición del cuestionamiento de sus bases mismas. El supermercado del consumo pasa también hoy en día por la infinidad de identidades a las que aferrarse y de luchas políticas aisladas entre sí, que negocian espacios de representatividad, políticas públicas amigables o nichos de cumplimiento de estándares aceptables para los sectores en disputa. La distribución de poder, la desigualdad en el acceso a la justicia, la estabilidad de la correspondencia entre capital económico y derecho a la ciudadanía perseveran, quedan inalteradas. Más grave aún: la pirámide de privilegios también se reproduce en la ilusionante democracia de la política digital.
Política para el común
Una veta apenas indagada sobre el nuevo activismo político en América Latina es la extrapolación acrítica de las estrategias políticas estadounidenses al plano continental; y, con ello, de forma adyacente, la derogación de la imaginación política latinoamericana para resolver sus propios problemas, dueños de una larga cola histórica. Fruto de una lucha particular en la arena de los derechos civiles y de un pasado en el que la esclavitud todavía marca la organización social del país, la organización de la intervención pública estadounidense tiene poco que ver con las constantes latinoamericanas de impunidad, derivadas de un régimen colonial todavía no desterrado. El despotismo del Estado —o su ausencia—, la desigualdad lacerante, el racismo como estrategia de legitimación socioeconómica, la institucionalización de la blanquitud en la economía, la injusticia ambiental o la renuencia social a imaginar una organización pública en la que las diversidades tengan pleno derecho resultan problemas que difícilmente pueden encararse en América Latina mediante soluciones globales —léase estadounidenses— para eliminar estos lastres, muchas veces gestadas y espectacularizadas, como bien muestra Ronan Farrow (2019) en los círculos más visibles de su industria cultural. No, no se trata de desecharlos. Sí, empero, de preguntarse hasta qué punto la cancelación definitiva de los supuestos infractores, el señalamiento en redes o la policía del comportamiento opera adecuadamente para un continente cuyo corolario de injusticias viene de una inequidad histórica que condiciona a sus habitantes a disfrutar de su ciudadanía, siempre y cuando validen su capacidad adquisitiva, su apellido, su residencia en una ciudad o su procedencia racial. Una imagen de 2019 de un grupo de activistas en una universidad de élite de la Ciudad de México describe por sí sola este problema: alrededor de una docena de ellos discuten sus estrategias, mientras el personal de limpieza espera que terminen la reunión para dejar el espacio intacto e irse finalmente a casa. No pocas veces las militancias acotadas se circunscriben al grupo de privilegiados que se mueve desde directrices universitarias, y no trascienden los espacios donde las demandas son aún más urgentes o donde las parcelas identitarias subsumen la necesidad inaplazable de una articulación que se proyecte más allá de la clase social. Otra muestra de esta disonancia aparece en el diseño y uso de un glosario específico que describe los supuestos agravios cometidos: la lista es tan larga y compleja que la lengua misma parece haber sido privatizada o modelada para un puñado de instruidos. El repertorio de infracciones, repleto de anglicismos, apunta a una diversidad que imagina la comunidad como bolsones infinitos de personas que comparten ya sea su origen nacional, su lengua, su adscripción sexual, su estatus migratorio o su autoidentificación étnico-racial, pero que no buscan extrapolar sus demandas particulares ni imaginan un orden republicano de justicia en el que prevalezca una causa común.3
El éxito del yo, resultado de estos nuevos modos de hacer política y de intervenir en el espacio público y virtual —que frecuentemente la desideologizan y priorizan en ella el valor de un sujeto moral siempre dispuesto a la vigilancia y al juicio sin matices— no está únicamente asociado al desengaño frente a la colectivización para encarar la impunidad que se sufre en América Latina. Su triunfo es también subsidiario de un sistema que lo enaltece desde todos los ángulos posibles y lo consuela con parches de diversidad y un vocabulario inocuo. Sin embargo, acaso la forma más sensata de imaginar una estrategia de choque contra la violencia y el olvido omnipresentes, contra las desigualdades estructurales en el acceso a derechos, contra el irrespeto a toda forma de vida no normada y la lógica corporativa del Estado, el mercado y sus mediaciones, deba regresar a una militancia que imagine una plataforma común. La que se pregunte por su lugar de enunciación. La que articule sensibilidades compartidas y rescate el valor de la disidencia, la inconformidad, la discusión interna y la causa compartida. Bien vale cuidarse de modos de imaginar justicia, con base en necesidades legítimas y necesarias, que finalmente son absorbidos y domesticados, y terminan resquebrajando cualquier acción colectiva y entronizando en favor de un individualismo iridiscente que derrite el interés general.
Referencias
Bernabé, Daniel, La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, Madrid, Akal, 2018.
Daum, Meghan, The Problem with Everything. A Journey through the New Culture Wars, Nueva York, Gallery Books, 2019.
Eguiguren, María Mercedes, Entrevista personal, Quito, 2021.
Farrow, Ronan, The Making of World Wars: A Brief History of Global Conflict: Lies, Spies, and a Conspiracy to Protect Predators, Nueva York, Little, Brown and Company, 2019.
“A Letter on Justice and Open Debate”, Harper’s, disponible en <https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/>, consultado el 11 de febrero de 2021.
Luque, Paul, Las cosas como son y otras fantasías. Moral, imaginación y arte narrativo, Barcelona, Anagrama, 2020.
Notas
(1) Los debates sobre la cultura de la cancelación en Estados Unidos han devenido uno de los temas públicos de mayor recurrencia. Si bien, como se mencionó arriba, el malestar viene de la década de los ochenta y de la instauración de protocolos lingüísticos de protección a quien pudiera sentirse ofendido, no es arriesgado afirmar que, hoy por hoy, la discusión más amarga se libra en territorios progresistas. A inicios de julio de 2020, por ejemplo, apareció en la versión electrónica de la revista estadounidense Harper’s un comunicado titulado “Una carta sobre la justicia y el debate abierto”. El texto, firmado por autores como Noam Chomsky, Margaret Atwood, Andrew Solomon, Salman Rushdie, Cornel West o Emily Yoffe, defiende el derecho a discrepar desde el ámbito progresista o liberal-estadounidense. Dice: “El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, cada día resulta más constreñido. Aunque hemos llegado a esperar esto de la derecha radical, la censura también se está expandiendo en nuestra cultura: intolerancia por las visiones encontradas, una moda del avergonzamiento público y el ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral enceguecedora. Nosotros defendemos el valor de un contradiscurso robusto e incluso cáustico desde todas las trincheras. Pero ahora es muy común escuchar llamados de venganza rápida y severa en respuesta a supuestas transgresiones en el discurso y el pensamiento. Aún más desasosegante, líderes institucionales, en un espíritu de desesperado control de daños, están aplicando castigos apresurados y desproporcionados en lugar de reformas bien consideradas”.
(2) Una de las polémicas más recientes ocurrió cuando en 2011 un profesor de la Universidad de Alabama reemplazó el término “nigger” (palabra peyorativa y racista para referirse a personas de piel negra), por “slave” (esclavo) en una reedición de Huckleberry Finn, de Mark Twain. En la nota de The New York Times, la crítica Michiko Kakutani describía el hecho como un avance más de la “policía del lenguaje”, lamentando la descontextualización histórica del libro, la anulación de la capacidad crítica del lector y el avance de agendas puritanas, desde la derecha, y multiculturalistas, desde la izquierda. “Así venga de conservadores o liberales”, escribe Kakutani, “hay en estas fumigaciones literarias un sesgo paternalista —patronizing— al estilo Gran Hermano. Nosotros, los censores, necesitamos protegerte, oh ingenuo, delicado lector. Nosotros, los editores, necesitamos vigilar a los escritores (incluso de otras épocas), quienes pudieron haber compuesto algo que pudo haber sido ofensivo para alguien en algún momento”. Kakutani relaciona estas estrategias con la vieja tradición de censurar y expurgar libros para satisfacer a públicos o instituciones que podían ofenderse, aun a costa de la pérdida de la capacidad crítica del público lector.
(3) De acuerdo con la socióloga María Mercedes Eguiguren (2021), la emergencia de las políticas de la identidad y la dispersión de la lucha civil son una respuesta al carácter excluyente de las militancias latinoamericanas previas, responsables muchas veces de negar, silenciar o pasar por alto deliberadamente las políticas del cuerpo, la defensa de lo menor o el rescate de identidades relegadas. Sobre esto también reflexiona la literatura contemporánea, desde la hibridez de géneros, la fractura de las listas canónicas y las poéticas de lo que María Moreno llama “disidencia sexual”, un modo de encarar no únicamente el conservadurismo de fondo de las sociedades latinoamericanas, sino de formalizar una crítica a la propensión de los modos habituales de protesta pública para abrazar otros sujetos e identificar otros modos de relegamiento. A pesar de todos estos lastres, innegables, la línea histórica de formas de pensar la resistencia no requiere pasar por la insularización, sino por la colectivización. No necesita enrocarse en la diversidad, sino en el cajón mínimo de derechos compartidos.
Este artículo fue publicado originalmente por Marco Antonio Villarruel en Diálogos del Colegio de México