Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha
Hay films que encarnan el malestar de una generación, así como una filosofía de vida. Quizás uno de ellos sea Pierrot le fou, dirigido por el excéntrico y subversivo cineasta de la nouvelle vague Jean-Luc Godard.
En una de las escenas, durante una fiesta de la burguesía parisina, las conversaciones giran en torno a las prestaciones del último modelo de automóvil o a las cualidades miríficas de tónicos corporales. El tedio es sólo proporcional a la superficialidad y artificialidad de los personajes que muestra Godard.
Sabemos que lo que poseemos acaba por poseernos. No es extraño que Pierrot acabe por afirmar que el mundo está lleno de cretinos. Incluso él mismo reconocía que podía ser uno de estos idiotas al mirarse al espejo. ¡Nadie está a salvo!
La prisión de una realidad falseada
Godard expresaba la insatisfacción de quien se siente preso de los raíles pautados de nuestra sociedad. El hastío de una vida fosilizada en los estándares del consumo es lo que hace que tanto Pierrot como Marianne, otra de las asistentes a la fiesta, escapen de ella.
A fin de cuentas, “la vida real está en otra parte”, alejada de esa vida ilusoria del espectáculo y las apariencias, tan artificiales y falsas como las concibió Guy Debord en su ensayo La sociedad del espectáculo.
Pero… ¿dónde podemos hallar la vida real?
Desde luego no la hallaremos en ese espectáculo descrito por Debord, que no es sino “una relación social mediatizada por imágenes”. En este mundo espectáculo, cada cual ha de exhibirse ante los demás e incluso ante sí mismo, como si fuese una mercancía más en el escaparate del prestigio y reconocimiento social.
No es más que un paraíso artificial, como le gustaba decir a Baudelaire. Los dóciles ciudadanos “somos vividos” por el entramado social y el imperativo economicista de las obligaciones y deberes. ¡Pero siempre bajo la ilusión de tomar cada uno sus propias decisiones y ser libres!
Sin embargo, Pierrot y Marianne quieren vivir, y no simplemente plegarse a los falseamientos de la vida social de su tiempo. Desean despertar a la vida, porque como observaba Debord,
el espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño.
En esta vida-espectáculo, el ser humano parece ser póstumo en vida, disuelto en una confortable anestesia que hace que el tiempo no sea más que tiempo muerto. Se vuelve cierta la imagen poética de la monotonía que nos dejó el poeta Cavafis:
A un día monótono otro monótono, invariable sigue. Pasarán las mismas cosas, volverán a pasar, los mismos instantes nos hallan y nos dejan. Un mes pasa y trae otro mes. Lo que viene uno fácilmente lo adivina; son aquellas mismas cosas fastidiosas de ayer. Y llega el mañana ya a no parecer mañana.
Pero Godard nos hace sentir que es preferible una vida sin rumbo fijo a la inercia de una vida acomodada y totalmente previsible. Es una forma de recuperar nuestra vida como lo que nos pertenece, y nuestro tiempo como nuestra posesión más valiosa.
El filósofo Carlo Michelstaedter también llamaba a poseer nuestras propias vidas:
Quien por un solo instante quiere poseer su vida, estar solo por un instante persuadido de lo que hace, debe apropiarse del presente; ver cada presente como si fuera el último, como si después la muerte fuera algo seguro; y en la oscuridad crearse la vida por sí mismo.
“La vida es un misterio nunca resuelto”
Godard y Pierrot se rebelaban contra este hastío vital. ¡No es forma de vivir, sino más bien es sobrevivir! En otra de las frases del film, escuchamos que “la vida es un misterio nunca resuelto”. Pierrot y Marianne huyen de las certezas que congelan los sentimientos, suprimen lo espontáneo y anestesian los sentidos.
Godard proponía no sólo una crítica de los prosaicos estilos de vida hegemónicos, sino una manera de vivir diferente, basada en la libertad de lo inesperado y lo espontáneo. Si la vida real no está en la anodina vida cotidiana de las convenciones sociales, quizás sea en el arte y en la literatura donde podamos encontrar brújulas certeras para levar anclas. ¡La vida real ha de guiarse por las peripecias novelescas! ¡Aunque nos perdamos o, precisamente, porque nos perderemos en el camino!
Durante el film, son incontables las referencias al arte, a seguir los pasos de Jules Verne, de Robert Louis Stevenson o los de Arthur Rimbaud, quien hizo de su vida una auténtica obra literaria.
Muchos de los capítulos de Pierrot le fou se titulan Una temporada en el infierno, como una de las obras de Rimbaud. Y como el poeta, nuestros aventureros abandonaron las comodidades de un estilo de vida consumista y vacío para adentrarse en una vida atribulada, aunque sea como insólitos traficantes de armas. Es como si hubieran elegido reinventar sus vidas para darles la apariencia de una novela policíaca.
En una vida corriente no hay nada que descubrir, porque la sociedad ya nos dicta lo que debemos o no debemos hacer y despeja cualquier incógnita. Terminamos representando un papel estereotipado y totalmente previsible. Es lo que Raoul Vaneigem señalaba a propósito de su tratado para saber vivir:
En la vida cotidiana, los roles impregnan al individuo, lo mantienen alejado de lo que es y de lo que quiere ser auténticamente, son la alienación incrustada en lo vivido.
Vivir simplemente
Frente a la pasividad de quien se deja llevar, Godard, Pierrot y Marianne deciden emanciparse del tedio y los roles que causan infelicidad. El resultado es una película irónica, caótica y disparatada, que no deja de sorprender desde el principio hasta el último boom final. Quizás sea la única manera de recuperar la belleza de las cosas y el ansia de vivir. Es el impulso vital que llevó a Arthur Rimbaud a huir de las convenciones de una sociedad que le hacía caer en el marasmo, como leemos en Una temporada en el infierno:
¡Ya es otoño! Pero por qué añorar un eterno sol, si hemos iniciado el descubrimiento de la claridad divina, lejos de las personas que mueren en las estaciones.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.