La moralidad y el diálogo en política

La moralidad, un obstáculo para el diálogo

No se trata de relativizar, de renunciar a nuestros valores, sino de no estigmatizar, de no deshumanizar, a nuestros oponentes por pensar de manera distinta
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Laureano Castro, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia; Miguel Angel Toro Ibáñez, Universidad Politécnica de Madrid (UPM) y Morris Villarroel, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)

El término moralidad comprende, entre otros fenómenos, la tendencia humana a juzgar la conducta en clave valorativa, siguiendo las normas que establece cada sociedad. Aquí quisiéramos destacar dos rasgos decisivos de la moralidad que han sido debatidos como posiciones filosóficas opuestas en el campo del pensamiento metaético occidental.

Por una parte, la percepción de que lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, se presenta a la conciencia individual dotado de cierto tipo de objetividad. Los individuos interactúan y aprenden en un mundo cultural convencional que incluye normas que les son presentadas a menudo con la misma facticidad que caracteriza a las propiedades materiales del mundo físico, como si pertenecieran al campo objetivo de los hechos.

Por otra parte, los juicios morales implican siempre una intención prescriptiva, consciente o inconsciente, una declaración defendida filosóficamente por figuras como Hume, Stevenson o Hare. Un juicio moral no es meramente descriptivo. Incluso las fórmulas más neutrales comunican un fondo imperativo. Estas dos dimensiones, objetiva y prescriptiva, coexisten en la experiencia moral sin que podamos descartar ninguna.

La moralidad como fenómeno natural

Darwin fue el primero en intentar desarrollar una explicación evolutiva de la moralidad. Consideró que nuestra disposición moral era una adaptación, un instinto social que promueve la cooperación y cuya evolución estaba dirigida por un proceso de selección entre grupos.

La síntesis neodarwinista, a mediados del siglo pasado, asumió que la capacidad moral surge como una consecuencia inevitable de la eminencia intelectual humana, pero carece de valor adaptativo per se. Por su parte, los códigos morales serían el resultado de un proceso de evolución cultural antes que biológico.

En la actualidad, se ha recuperado la idea darwinista de que la moralidad surge para promover la cooperación dentro de cada grupo humano, favoreciendo su competencia con otros grupos por los recursos disponibles. Por ejemplo, el intento más reciente y notable de explicar la evolución de la moralidad, elaborado por el psicólogo Michael Tomasello y sus colaboradores, considera que facilitar la caza cooperativa en parejas y contribuir a la cooperación dentro de grupo han sido el motor de la moralidad.

La relación filogenética entre moralidad y cooperación proporciona un soporte claro a su dimensión prescriptiva. La ventaja adaptativa de la moralidad depende de sus efectos prescriptivos capaces de coordinar a los individuos para que cooperen de manera eficaz. Implícitamente, cualquier evaluación moral implica una prescripción que sirve para armonizar el comportamiento social de personas que necesitan interactuar.

Moralidad y cultura

Este escenario evolutivo no proporciona, sin embargo, una explicación de la experiencia objetiva de la moralidad. Para rastrear el origen evolutivo del objetivismo debemos considerar otros vectores evolutivos, en especial un aspecto importante de la cognición humana que procede de nuestra evolución como organismos culturales. A la cultura se debe, en opinión de muchos, el secreto de nuestro éxito. Su carácter acumulativo es excepcional y se sostiene sobre una eficiente combinación entre innovación e imitación.

Ampliando esta tesis, hemos defendido recientemente que la imitación se ha beneficiado, a su vez, de un mecanismo cognitivo y emocional que permite dotar de un estatus objetivo a aquello que aprendemos socialmente. Nos referimos a la capacidad de orientar el aprendizaje mediante la aprobación o la desaprobación de la conducta. Esas formas básicas de enseñanza, a las que denominamos enseñanza assessor, permitieron (y permiten) a los padres transmitir a sus hijos la experiencia acumulada, tanto sobre los comportamientos que deben imitar como sobre los que deben evitar.

Cuando los padres y las personas que nos importan afectivamente valoran nuestro comportamiento, las emociones de agrado y desagrado que producen sus orientaciones dotan a la información transmitida de un valor de verdad que no se reduce a un criterio funcional. Las orientaciones se perciben como el resultado necesario de un cierto orden objetivo, de un como son las cosas, y no solo de un interés pragmático.

La dimensión objetiva

El aprendizaje assessor ha contribuido a la consideración de nuestras propias creencias y prácticas morales de una manera compatible con la tesis objetivista en el debate metaético. Todos nosotros crecemos en un mundo social lleno de señales de valor sobre cómo debemos comportarnos. El apoyo emocional que hace posible y eficiente este aprendizaje ayuda a construir una imagen del mundo, una realidad, que se instala en las mentes de los aprendices con una intensa pretensión de verdad.

Este objetivismo, sin embargo, está en el extremo opuesto de cualquier actitud ética distanciada, reflexiva y crítica. En el interior de esa objetividad, la mente de cada individuo confunde la representación compartida del mundo (su mundo) con el mundo y el conjunto empírico de preferencias y prácticas (sus valores) con los valores. De una manera inevitable, los seres humanos adoptan la disposición intelectual y actitudinal del creyente.

La moral como obstáculo para el diálogo entre tradiciones diferentes

Toda propuesta moral entraña siempre una axiomática que depende tanto de nuestras intuiciones, compartidas en buena medida por todos los seres humanos, como de nuestras preferencias aprendidas, responsables de la aparición de las diferencias culturales. Este hecho no conduce a una suerte de nihilismo y de relativismo radical; antes bien, proclama que tal actitud no es propia de nuestra naturaleza, ya que Homo sapiens es siempre un ser de creencias, valores y certezas. Por eso sonreímos al escuchar el cinismo de la frase atribuida a Groucho Marx: “Éstos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”.

La tradición ilustrada nos invita al dialogo entre culturas diferentes, a utilizar la razón para mostrar cuáles son los principios, las inconsistencias y los inconvenientes que detectamos en las propuesta ajenas, aceptando que nuestro oponente tiene derecho a hacer lo mismo con las nuestras. No obstante, habitualmente esta invitación no funciona. La percepción folk de la verdad objetiva de nuestros valores dificulta enormemente el dialogo y produce sospecha y recelo ante valores y conductas que exhiben los miembros de otros grupos. Además, nos hace especialmente sensibles a la polarización que introducen los discursos estratégicos de nuestras élites cuando se enfrentan a otras.

Asumir que nuestras convicciones son fruto de un aprendizaje emocional que podría haber sido otro es una recomendación tan difícil de llevar a la práctica como, en nuestra opinión, deseable. No se trata de relativizar, de renunciar a nuestros valores, sino de no estigmatizar, de no deshumanizar, a nuestros oponentes por pensar de manera distinta. Personajes tan admirados en muchos sentidos como Sócrates, Platón o Aristóteles, se han sentido cómodos viviendo en sociedades donde la esclavitud o la discriminación de la mujer eran hechos cotidianos. Nuestra evolución cognitiva nos enseña por qué funcionamos así. Nuestra razón nos permite tenerlo en cuenta a la hora de actuar.


(Este artículo ha sido escrito en colaboración con Miguel Ángel Castro, filósofo y Dr. en Antropología Social).


Laureano Castro, Profesor Tutor Biología, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia; Miguel Angel Toro Ibáñez, Professor Animal Breeding, Universidad Politécnica de Madrid (UPM) y Morris Villarroel, Profesor de Ciencia animal, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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