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“Levantarse temprano cada mañana, volver tarde por la noche y entremedias trabajo, sólo trabajo. Trabajo era el nombre del país donde vivía y él era uno de sus patriotas más grandes, lo cual no significa, sin embargo, que para él trabajar fuera un placer. Trabajaba duro porque quería ganar todo el dinero posible. El trabajo era un medio para un fin, un medio para obtener dinero; aunque el fin tampoco era algo que le ofreciera placer. Tal como escribió Marx en su juventud, «si el dinero es el vínculo que me une a la vida, que me une a la sociedad, que me une a la naturaleza y al hombre, entonces, ¿no es el dinero el más grande de todos los vínculos? ¿No es, por lo tanto, el agente universal de separación?». Toda su vida soñó con ser un millonario, con ser el hombre más rico del mundo. En realidad no era dinero lo que quería, sino lo que éste representaba: no sólo éxito a los ojos del mundo, sino una forma de hacerse inalcanzable. Tener dinero significa algo más que poder comprar cosas, significa que nada en el mundo puede afectarte. En ese caso el dinero es un medio de protección, no de placer. Había vivido en la pobreza en su infancia, sintiéndose vulnerable a los caprichos del mundo; por lo tanto la idea de la riqueza para él era sinónimo de la idea de huida del peligro, del sufrimiento, del papel de víctima. No intentaba comprar la felicidad, sino simplemente la ausencia de infelicidad. El dinero era la panacea de todos los males, la representación material de sus más profundos e inexpresables deseos como ser humano.”
Paul Auster (La invención de la soledad)
En nuestra vida, muchas veces, nos dejamos llevar por el carril de la costumbre; y como dijo David Hume, nos entregamos con facilidad a la fatídica idea de que el hombre es un animal de hábitos. “Escapar” de una rutina, o vale decir, de un esquema de actividad incorporado en nuestra subjetividad resulta para muchos casi imposible; sin buscar recursos o soluciones “mágicas” de motivadores profesionales ni de los modernos “sacerdotes” que garantizan un cambio de vida; desde la filosofía existen los recursos para conocer las condiciones que nos atan a una particular forma de ser.
Cualquier lector curioso de ciencias sociales y filosofía podrá en algún momento topar con la interesante definición de ideología. A primera vista cualquier entusiasta de las humanidades puede tener su propia noción de este concepto, sin embargo, aquel lector que se deje seducir por tan intrigante fenómeno descubrirá un objeto de investigación tan complejo que abarca desde nuestra subjetividad hasta toda la sociedad en su conjunto; así como una baraja de naipes escondida en la manga, la ideología interviene en cada momento que tengamos la sutileza y la sensibilidad de reconocer sus destellos latentes.
En un primer momento podemos rastrear la historia del concepto en tres etapas; fue Destutt de Tracy, con Elementos de la Ideología, quien vio nacer el término. La ideología para Destutt era una “ciencia” de las ideas. Y estas, las ideas, podían estudiarse a partir de criterios naturalistas y fisiológicos. Pero frente a confrontaciones con intereses de Napoleón, el término salió mal parado y la nueva “ciencia” cayó en un cono de sombra. Se relacionó el término a doctrinas carentes de sentido de realidad y fue nombrado de una misteriosa metafísica.
El segundo momento fue el de Marx y Engels con su texto La Ideología Alemana. Este manuscrito dio el enfoque que dominó por completo el siglo XIX y ha sido ampliamente usado en el siglo XX. El manuscrito de Marx y Engels (La Ideología Alemana) en resumen, dice que en la historia conocida, las relaciones sociales engendran en la mente de los hombres una espiritualidad en función de las relaciones materiales de vida. Nuestra espiritualidad, de un modo u otro, siempre responde a nuestras necesidades y funcionan como una forma específica de apropiación de la realidad, acomodando nuestras acciones en función de relaciones históricas que condicionan nuestra subjetividad.
En un tercer periodo hay una proliferación de interpretaciones de la ideología, que tienen su punto de partida en la teoría de Marx y Engels. Aquí se sitúan pensadores como Theodor Adorno y Max Horkheimer, Lenin, la escuela de pensamiento marxista soviética y el conjunto de la Escuela de Frankfurt. En todos estos pensadores hay una profundización, pero también vulgarización de los términos e inclusive contradicciones entre diferentes tendencias. Por ejemplo, la escuela de Frankfurt progresa en la teoría de la ideología con el psicoanálisis y realizan un estudio amplio de lo que llaman “la industria de la cultura”. Por otro lado, la escuela soviética se queda en una lectura más “clásica” de la teoría, salvo casos excepcionales.
En la actualidad tenemos que lidiar con un conjunto de varias propuestas conceptuales que han proliferado. Si bien el concepto ha tenido sus derivaciones, hoy en día hay cierta difusión del concepto. Esto trae a la par cierta confusión o mal uso en términos teóricos.
Definición y focos de atención simbólicos
El uso de la palabra ideología desde el sentido común y diario expresa simplemente lo que todo el mundo entiende como sistema de ideas y toda la expresión espiritual de una determinada sociedad o individuo. Este uso común de la palabra ideología carece de todo el rigor científico en la teoría. Se usa como simple comodín verbal para expresar sistema de ideas o cosmovisión.
La concepción científica siempre debe tener en cuenta el sentido más específico que Marx le da al concepto de ideología; y para evitar las ambigüedades y confusiones se debe saber discernir entre ambos usos del término, así como dejar en claro cuál es la posición desde donde se trabaja el concepto. Marx siempre identifica la ideología con la alienación; una forma específica de alienación, vale decir, alienación espiritual. La ideología es una forma de alienación subjetiva y objetiva a la vez, es decir, de falsa apropiación del mundo, pero al mismo tiempo es una forma en que el mundo social actúa. De este modo, rastrear los fenómenos ideológicos en la sociedad contemporánea y en nuestras vidas es también descubrir momentos alienantes en nuestra individualidad; al igual que un creyente que va todos los días a la iglesia nuestra subjetividad contemporánea incorpora ritos y costumbres propias de una religión; así de esta forma, nuestras emociones se enfocan socialmente en determinados centros de gravedad simbólicos en función de la relaciones sociales que nos condicionan; al igual que “El gran hermano” de la novela 1984 de Orwell George, nuestra subjetividad está condicionada hacia ciertos focos de atención simbólica que enajenan nuestra actividad espiritual.
En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla. Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una organización.
(George, 1980, p. 237)
Nuestra actividad social, y con ello, nuestra posición en determinadas relaciones sociales introyecta en nuestra subjetividad ciertas condiciones de acción, nuestra actividad como sujetos marca las propias coordenadas de nuestro mapa espiritual. Así, se presenta el camino de nuestra propia alienación, nuestra forma de exteriorizar nuestra subjetividad en focos de atención simbólicos determinados por nuestras propias relaciones sociales. Sin importar el contenido ideológico de estas, el sujeto encausa toda su actividad a determinados objetos; ya sea amor, odio, deseo, respeto o temor, la ideología impone una normatividad de acción en la subjetividad. Con ello, nuestras acciones por absurdas e incluso dolorosas aparecen justificadas en nuestra subjetividad. Así, el sacrificio frente a horas interminables de trabajo es más ameno frente a la promesa espiritual de una recompensa monetaria, o nuestros sacrificios en determinados momentos pueden ser impulsados por promesas espirituales de corte religioso o ético.
Conclusiones
La crítica hacia los fenómenos ideológicos en la sociedad contemporánea muchas veces se ha asumido desde una perspectiva casi infantil; donde el sujeto “iluminado” después de tomar conciencia de su alienación espiritual escapa, casi por acto de magia, de la cosmovisión ideológica.
Todo esto pasa por alto que nuestra propia ideología no está sostenida simplemente por nuestra subjetividad, sino que está incorporada en nuestro modo de acción social y más aún en la estructura de la sociedad misma; pues la ideología emerge de las relaciones sociales, por ello el cambio ideológico nunca podrá ser definitivo sin modificar las estructuras sociales que la soportan. Eso se resume al hecho que con solo tomar “conciencia” o tener la percepción de la alienación no cambiamos por acto de magia ni nuestras vidas ni deseos. En segundo lugar, la ideología, su contenido por muy etéreo y trascendental que pueda parecer, aunque sea religioso o ético, siempre tiene una función pragmática en la vida del sujeto que la ejerce. Desde el ascetismo espiritual, hasta la ética del buen trabajador, en la perspectiva ideológica siempre funcionan los valores espirituales con ciertos fines específicos; no importa el contenido ideológico sino la forma en que determinado contenido funciona en nuestras vidas. Por tanto, como sucede en la novela de Paul Auster, La invención de la soledad, el trabajador y su compromiso con el trabajo responde en el plano ideológico a la búsqueda por el dinero, sin embargo, en un plano más profundo ese determinado contenido ideológico responde a la necesidad y la sensación básica de seguridad que puede “brindar” el dinero. La crítica a la subjetividad contemporánea hoy en día no puede caer en el facilismo de pensar que todos nuestros pensamientos tienen que estar exentos de ideología, como si el sujeto pudiera vivir con la fuerza apostólica de “iluminados” de una vanguardia progresista; todo a lo que se puede aspirar, en principio, al menos, es a ser consecuentes con nuestras propias acciones y deseos auténticos en estos tiempos donde la lucidez de nuestro propio pensamiento es asediada de múltiples formas.
Bibliografía
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