Alfredo Erlwein Vicuña, Universidad Austral de Chile
Humberto Maturana (1928-2021) recibió el Premio Nacional de Ciencias de Chile en 1994, y fue nombrado miembro honorario de la Sociedad Mundial de Cibernética el 2020. Tuve la suerte de conocerlo hace dos décadas. Sin conocerme ni ser yo su estudiante, accedió a coguiarme en una investigación para entrar a un postgrado en Inglaterra.
Allá nos enseñaron la teoría de Santiago (como se conoce el trabajo de Maturana y Francisco Varela) en ramas tan disímiles como filosofía de la ciencia o teoría de la complejidad (biología, matemática, ecología). Desde entonces he pensado y enseñado la teoría, que aún no termino de entender. No obstante, me convencí de que su trabajo marcaría un hito mundial en el campo de la ciencia, y de allí a diversos ámbitos del saber humano.
La autopoiesis
El enfoque sistémico (cibernético) de Maturana lo llevó a estudiar la organización de la vida, en lugar de sus componentes por separado. La vida no es una “cosa”, sino un proceso, una ininterrumpida onda circular de autoproducción: autopoiesis.
El físico Fritjof Capra, referente mundial en teoría de sistemas, sostiene lo siguiente sobre la autopoiesis:
“Se basa en dos ideas revolucionarias: que la esencia de la vida biológica es un cierto patrón de organización –una red autogenerada de procesos metabólicos–; y que todos los organismos vivos se regeneran continuamente al interactuar cognitivamente con su entorno. Con base en estas dos ideas, Maturana y Varela crearon la primera teoría científica que unifica mente, materia y vida”.
Ya hace 25 años, en La trama de la vida, Capra afirmaba:
“Desde mi perspectiva, la teoría de Santiago es el primer constructo científico coherente que realmente supera la separación cartesiana”.
En otras palabras, se trata de un quiebre con más de 350 años de tradición científica, que diluye la separación entre cuerpo y mente, sujeto y objeto, organismo y medio ambiente, ciencias duras y ciencias blandas, individuo y sociedad.
Personalmente me enfoqué más en investigar su teoría aplicada a la ecología. Lynn Margulis se interesa por la autopoiesis en sintonía con su endosimbiosis (la mejor explicación al origen de las células eucariontes), y es ella la que le da un fundamento microbiológico a la teoría de Gaia, de James Lovelock, que plantea que el planeta se comporta como un superorganismo.
Autopoiesis y vida
La noción de vida de Maturana también podía aplicarse a la idea de Gaia. La autorregulación a escala planetaria es también una forma de autopoeisis: la vida creando las condiciones ambientales ideales para la vida. Un sistema vivo planetario que está constantemente creando el medio ambiente adecuado para mantenerse (el origen de los servicios ambientales). Y ello ocurriría no por magia, sino por recursión de la adaptación evolutiva. Tanto Gaia como la autopoiesis plantean que organismo y medio ambiente coevolucionan acopladamente, no hay uno sin el otro. Si la Tierra es autopoiética, entonces probablemente está viva.
Digo probablemente, pues autopoiesis y vida no son exactamente lo mismo. Dependiendo del criterio de distinción, existirían sistemas autopoiéticos no vivos, como el fuego o los remolinos de un río. Por otra parte, la autopoiesis no describe qué es la vida, sino qué hace la vida. En ese sentido no se resuelve definitivamente la pregunta por la vida, pero la autopoiesis es hoy la mejor definición de vida que tiene la ciencia.
Maturana a su vez desmitifica la competencia como eje principal de la evolución. Existe la competencia, pero es la cooperación lo que ha diversificado, complejizado y fortalecido a la biosfera. Cada gran paso en la evolución ha sido un paso cooperativo: de células a redes de células (organismos multicelulares) a redes de organismos (organismos sociales) a comunidades de especies, a redes ecosistémicas. La cooperación es constitutiva a la vida.
El lenguaje no escaparía a ello. Si el lenguaje es coordinación (ordenarse con), su requisito es la cooperación (operar con). Ello implica la aceptación mutua de los individuos que interactúan. Así, Maturana incorpora en su trabajo un tema principal en la cultura universal, pero prohibido en la ciencia natural: el amor. Lo define biológicamente como “la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia” o “dejar que el otro aparezca”, y afirma que es la emoción que funda lo humano.
Una teoría presente en muchos ámbitos
La teoría de este biólogo chileno se expandió a otros campos del saber porque redefine lo que es la vida, el lenguaje y el conocer. Eso sencillamente lo cambia todo, incluyendo lo que entendemos por realidad y conciencia. Maturana plantea que para todo ser vivo la realidad es distinta, pues esta se percibe de acuerdo con los procesos sensoriales de cada organismo.
La experiencia del vivir se realiza en la corporalidad, y por ello es única e intransferible, pero ocurre siempre en la interacción: con los otros, con el ambiente y consigo mismo. En simple: como el conocer es un proceso que ocurre también dentro del organismo (con o sin sistema nervioso), ningún ser vivo tiene acceso a una realidad independiente de su propio organismo. Lo que vemos o sentimos es lo que le pasa a nuestro cuerpo en el encuentro con algo, lo que ese algo gatilla en nosotros, pero no podemos saber cómo es ese algo sin nosotros.
Por esa razón, nadie puede afirmar que tiene acceso a una verdad absoluta. Si bien siempre se supo en ciencia que no existe la verdad absoluta, la teoría de Santiago entrega una base teórica para ello, socavando de paso uno de los supuestos más importantes de la ciencia moderna: la objetividad.
La “verdad” surge en el conversar, como un consenso con otros, y por ello cambia constantemente de acuerdo con cada momento histórico. La verdad sería relativa, pero no en términos absolutos, pues, como seres vivos, estamos acoplados estructuralmente a nuestro medio: he ahí nuestro “cable a tierra”.
Asimismo, al ser organismos que vivimos en el lenguaje, cada nueva “verdad” (idea aceptada colectivamente) tiene el potencial de cambiarnos a nosotros también, pues un nuevo lenguaje implica también una nueva percepción. Por ejemplo, hace solo 100 años no existía el concepto de ecosistema; por ello no podíamos “ver” un ecosistema.
Al crearse la palabra emergió un mundo nuevo. Paradójicamente, desde esta perspectiva, efectivamente “el lenguaje crea realidad”, como diría Maturana, haciendo además una importante distinción entre hablar (sólo “lenguajear”) y conversar (etimológicamente “girar juntos”; fluir entre lenguajear y emocionar: involucrarnos emocionalmente en el hablar).
Contrario a nuestra creencia convencional, la razón y la lógica serían menos gravitantes que las emociones. “Los humanos somos seres emocionales que usamos la razón para justificar o negar según nuestras propias preferencias”, diría también. Así lo ha constatado la neurociencia, respecto a que las emociones preceden al pensamiento analítico en el proceso cognitivo.
Una cultura sería entonces una red de conversaciones de un grupo humano acoplado. De esta forma, para Maturana la democracia no sería solo un sistema de gobierno, sino un modo de vida en el coexistir, y por ende amoroso.
Humberto Maturana, el científico chileno más citado en el mundo, expandió nuestra conciencia, devolvió nuestra mirada hacia la vida y nos invitó al amor. Para llevar su teoría a la práctica, tenemos hoy en el mundo la mejor oportunidad: en medio de grandes discusiones sobre nuevos modelos de desarrollo. Debemos volver a lo esencial humano, a ser capaces de conversar, consensuar qué queremos. Pues, en la autopoiesis de la sociedad humana, crearemos los acuerdos que crearán el planeta que seremos en las próximas décadas.
Alfredo Erlwein Vicuña, Profesor e investigador, Instituto de Ingenería Agraria y Suelos, Facultad de Ciencias Agrarias y Alimentarias. Centro Transdisciplinario de Estudios Ambientales CEAM, Universidad Austral de Chile, Universidad Austral de Chile
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.