Dicen que el suicidio, así como el propio cielo, tiene sus categorías. No obstante, un suicidio en Cuba demandaría la invención o reinvención de las categorías ya establecidas por la sociología y la psicología social.
Hoy quiero hablar de cuatro escritores cubanos que, pese a sus diferentes formas de concebir la creación poética y diferentes perspectivas del mundo, comparten más de un denominador común. Y sobre todo, quisiera detenerme en uno de esos escritores, por supuesto, el más desconocido. La primera coincidencia es que los cuatro tenían casi la misma edad, los cuatro estaban al margen del arte oficialista, los cuatro decidieron el final de su propia vida, y el último, pero no menos escalofriante hecho es que ocurrió con un margen muy cerrado de distancia, en la década de 1990. ¿Hecho al azar? Cortázar decía que el azar a veces hace muy bien las cosas, donde al parecer, emerge una objetividad invisible entre el movimiento contingente de los objetos. Hablamos de Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, Miguel Collazo y Guillermo Rosales. De todos, el más conocido probablemente sea Hernández Novás. Y el más olvidado Guillermo Rosales.
Novás. Un cuerpo enorme y triste como lo definían algunos amigos y así podría calificarse su poesía. Suicidado a los 44 años con una pistola antiquísima de sus ancestros en 1993. Unos pocos libros publicados. Ha obtenido incluso mayor reconocimiento fuera de Cuba, increíblemente en el mundo anglosajón. Como suele suceder en Cuba, el resto de sus libros, así como la visibilidad llegó después con los años 2000. Hernández Novás está influido por Lezama, pero su escritura nos muestra un Lezama que hubiera querido hacer poesía en el siglo XXI, un Lezama experimental y más arriesgado que el original. Y así es la poesía de Novás. Un barroco silencioso y envuelto más bien en un manto simple, como suelen ser los mejores barrocos. Algunos versos que adelantaban su final: /Yo que he informado tanta sombra enhiesta/ vasto y sin forma yo seré el informe/ último, sin envío/ sin respuesta.
Se dice que la realidad pudo más que él, que su padre estaba enfermo, su madre muerta, fracasos amorosos. Suicidio egoísta-fatalista.
Ángel Escobar. Suicidado a los 40 años en 1997. La soledad y la distancia con la isla también lo marcan. Es un Fernando Pessoa caribeño, con heterónimos que van y vienen entretejiendo disímiles voces que, si uno se detiene bien, puede ser una sola voz. Una escritura puente entre Piñera y César Vallejo, donde el cuerpo ocupa el centro de su poesía. Explora una urbanidad que también es cuerpo, ciudades que respiran dolor, se enferman o son enormes hospitales. Toda una cartografía sostenida en juegos sintácticos que sitúan en un mismo plano figuras retóricas como el asíndeton y el polisíndeton y que culmina, después de tanta enfermedad y podredumbre citadina, en la transparencia única del lugar de la infancia, el monte. Los versos que adelantan el final desde la voz de Pascual Saga: Ahora son los cuchillos/ No hay juego/Ni juramento que no haya sido el juego y el juramento que ahora signa mi muerte.
Marcado por la esquizofrenia y tal vez, por imágenes de asesinatos familiares y voces del algún infierno. Suicidio egoísta-fatalista.
El siguiente, Miguel Collazo, apenas es conocido en los círculos literarios del mundo. En cambio, en la isla alcanzó reconocimiento por parte de la crítica y el público. Un hombre que, irónicamente, lo único que deseaba era pasar inadvertido. Son conocidas sus obras de ciencia ficción donde aparecen expuestos en una mesa quirúrgica los dramas humanos de la cotidianidad. Es preciso destacar, ante todo, sus libros fragmentos, pequeñas piezas donde la capacidad de comunicar un sentimiento al otro se antoja infértil, fútil. Collazo destruye la ilusión ideológica de que podremos encontrar alguien igual a nosotros en pensamiento y acciones. La ilusión ideológica de poder comunicar el amor al otro, no es más que eso, ilusión. Escritor de la soledad real, ésa, la de la imposibilidad de la transferencia. El mejor ensayo que se ha escrito sobre la obra de Collazo lo ha hecho Alberto Garrandés. Por ende, quien desee adentrarse en el tema le sugerimos no sólo el mencionado texto de Garrandés sino dos libros de Collazo: Onoloria (sobre la relación entre el Esposo y la Esposa) y su último libro, El hilo del ovillo. Según se cuenta, en 1999 logró clavarse una aguja en el corazón. Tenía 62 años. Suicidio anómico.
El último y más ignorado, Guillermo Rosales, también esquizofrénico, ser inadaptado en todos los sentidos, determinó su fin en Miami en 1993. Tenía 47 años. Poeta ante todo en su manera de vivir y luego en la forma de su prosa, ha sido invisibilizado por su coterráneo por partida doble, Reinaldo Arenas. La breve obra de Rosales es como si Bret Easton Ellis y Chuck Palahniuk decidieran escribir una novela a cuatro manos. Uno va descubriendo cómo autores posteriores de otras partes del mundo han seguido pautas dejadas por la obra de este autor. En los años 60, mientras aún vivía en Cuba publica una novela que termina finalista del premio Casa de las Américas. Después empezará un periplo de idas, vueltas, despidos, golpes, amores y pequeños fracasos que lo depositan al final en la ciudad de Miami, donde comenzará a concebir su mejor libro, Boarding home (Casa de huéspedes).
Boarding home, pese a la tristeza profunda y vomitiva que impregna sus páginas, (si es que la tristeza puede llegar a ese estado), ha sido el descubrimiento más feliz en mi vida en cuanto a literatura cubana se refiere en estos últimos años. Escrita a inicios de los 80, fue publicada en 1987 por Salvat a raíz de haber ganado el certamen Letras de Oro, otorgado por Octavio Paz. Más tarde en los 2000 la editorial Siruela la editó con el torpe nombre de La casa de los náufragos. El título original en inglés alude a esas casas de acogida que existían en Florida, sobre todo en los años del éxodo masivo de cubanos y a donde iban a parar todos los sin casa, los desahuciados, los depravados, los locos, los abandonados por sus familias, los enfermos del alma y el cerebro. Rosales, cuya humanidad se basaba en un tipo particular de ira caleidoscópica ante cualquier entidad animada e inanimada, terminó sus días en una de esas boarding home. De hecho, la novela inicia con una oración de la cual el resto de páginas subsiguientes constituyen su desglose: “La casa decía por fuera Boarding home, pero yo sabía que sería mi tumba”. El texto no tiene capítulos sino un largo monólogo del personaje principal, William Figueras, un sujeto descompuesto por la maquinaria social, un resultado fallido de la simbiosis de la experimentación socialista por un lado y la praxis acelerada del capitalismo por otro, un resultado del cual el propio Figueras es consciente. Aquel “boarding home”, que llega a ser el inicio y el fin, el fin y el inicio y luego el fin del personaje, nos parece, a medida que nos adentramos en ese particular universo, el más exacto de los diccionarios del abismo. A medida que avanzamos en la lectura, aparecen las voces de otros personajes que habitan el mismo sitio que Figueras, ya muertos, que sólo se limitan a pedir cigarros y sentarse frente a un televisor de colores congelados. Y uno va leyendo y aparecen más muertos, los muertos del mar, los muertos de Cuba, los muertos de Miami, muertos ilustres y otros menos ilustres, los de las siempre elegías y los que queremos olvidar, todos frente a la leche agria, el abandono, la fiebre y los cigarros en el piso y entre todo ese espectáculo callado de los no vivos brillan, como luciérnagas medio bobas, los destellos opacos del amor. No el amor como floritura a la que estamos acostumbrados, sino el amor como la improbable relajación de una vida con los otros. Quizá nos hallemos ante una nueva versión de Viaje al final de la noche de Céline. O al menos se trataría de una novela del gusto de Céline.
Un fragmento casi al azar:
«La casa huele a orín. Voy y me siento frente al televisor, otra vez al lado de Francis. Le tomo una mano. La beso. Me mira con una sonrisa temblorosa.
-Tu te pareces a él- dice.
– ¿Quién es él?
-El papá de mi hijito- dice.
Me levanto. Le doy un beso en la frente. Aprieto su cabeza fuertemente entre mis brazos, y permanezco así varios minutos. Luego, cuando mi ternura se ha agotado, la vuelvo a mirar con irritación. Otra vez siento deseos de hacerle daño. Miro alrededor. No hay nadie. Pongo las manos en su cuello y comienzo a apretar lentamente.
-Sí mi cielo, sí- dice, con una sonrisa temblorosa.
La aprieto más. Aprieto duro, con todas mis fuerzas.
-Sigue…sigue…-dice, con un hilo de voz.
Entonces la suelto. Ha perdido el sentido y se va de lado en el asiento. Le tomo la cara entre mis manos y comienzo a besarla en la frente con frenesí. Poco a poco recobra el sentido. Me mira. Sonríe débilmente. Me basta.”
…en la especie humana sólo puedes hablar de dos categorías: apego/desapego. Es por ello que estos autores están marcados por un mismo final. Ese, que trasciende el propio acto y se muestra como un campo de batalla en donde sólo tienes dos opciones.
Es digno mencionar también el uso inteligente de ciertos toques de humor en la novela, especialmente las escenas cuando Figueras sueña con Fidel Castro. Como siempre, es humor punzante. Punzante y satírico estilo teatro vernáculo del siglo XIX.
En realidad, si alguien no merece análisis o reseñas academicistas, ese es Rosales. Sería casi un insulto a su propia muerte. Es por ello que solamente puedo recomendar la lectura oscuramente lúcida de este libro. Un libro y un escritor, diría yo, de la sinestesia. De la sinestesia en todos los sentidos. Retórica y patológica. ¿Tipo de suicidio? Excepto el altruista, Guillermo Rosales encajaría fácilmente en los restantes tres.
Más allá de las categorías que pudieran establecerse desde el punto de vista sociológico, en donde hablaríamos de estos diferentes niveles de quitarse la vida por parte de los cuatro, en mi opinión personal, no se trata más que de una única forma de muerte. Como bien me enseñó una mujer de otro mundo en una noche habanera como cualquier otra, en la especie humana sólo puedes hablar de dos categorías: apego/desapego. Es por ello que estos autores están marcados por un mismo final. Ese, que trasciende el propio acto y se muestra como un campo de batalla en donde sólo tienes dos opciones. Unirte al rebaño de los sometidos o salir al campo como un valiente sabiendo que nunca ganarás, es decir, con el conocimiento de que dejas atrás la vida. En el sentido común dentro de la sociedad cubana, el suicidio se entiende como cobardía y miedo a enfrentar la realidad. Pero cuando un poeta de verdad -es decir, como estos poetas- se suicida, significa algo mucho más y algo totalmente ajeno a ese sentido común.
Calvino ya lo dice en la voz de Palomar: Morir no es tan simple como morirse. Hay que aprender a morir. Se necesita entonces de una particular sabiduría para realizarlo. Hay que tener la entereza de convencerse uno mismo que la propia vida es un conjunto cerrado al que ya no puedes añadir nada más y al que es imposible modificar en algo nuevo. Y al mismo tiempo aparece en dicho acto, la visión de una posibilidad en esa imposibilidad de ser. El gesto inútilmente puro de la poesía. Que es, sin duda, el mejor de los gestos. Como si con la muerte a partir de la decisión, fuera el último paso para alcanzar la palabra que falta, el verso último que es el acabamiento del poema. Un poema acabado, que, en el caso de estos cuatro autores, sería el poema de un viaje de Dante y Virgilio a un espacio microfísico del horror, un único poema isleño del horror o más bien, una comedia del horror en la Cuba de los 90. Por eso el poeta no sólo es capaz de soportar todo, como dijeran Rimbaud y los infrarrealistas mexicanos, sino también es capaz de ver la verdad con su propia desaparición. O en todo caso, si se quiere, la muerte de estos autores por su propia mano pudo no haber sido más que el intento de un grito. El intento de un grito bajo el aprendizaje sinuoso del desapego. Y sí, la sociología positivista de Durkheim en un punto tenía razón. Al final no son los individuos los que se suicidan, es la propia sociedad quien lo hace a través de ellos.