Miguel Collazo, la luz entre los árboles

diciembre 11, 2020
Miguel Collazo

 

Para los escritores cubanos de cualquier género –desde la prosa elegante de Carpentier hasta la no menos trabajada del realismo sucio, pasando por las asociaciones innumerables con que Lezama sabía sazonar lo cotidiano y los mundos alternativos de la ciencia ficción–, no sucumbir al costumbrismo es casi un milagro. En un país donde los artistas parecen condenados a llevar en exclusiva la carga enorme de la identidad nacional, descubrir la obra de quienes se han resistido a este imperativo es siempre una sorpresa muy grata. En especial, si el hallazgo implica además ser transportados a no sé dónde y no sé cuándo, ese sitio en el que las circunstancias no importan salvo por lo que simbolizan, habitado mayormente por las esencias puras de lo humano.

Así es la prosa de Miguel Collazo (La Habana, 1936-1999), lo mismo si se desarrolla en los espacios familiares de su Habana (El arco de Belén, Estancias), que cuando remite, como en Onoloria, a seres y objetos del medioevo occidental, y comienza a jugar alrededor de ellos, develando las múltiples dimensiones escondidas en esos y otros tantos lugares comunes. En el panorama del arte cubano, Collazo es algo así como el equivalente literario de Fidelio Ponce de León; la luz entre los árboles, si acaso fuéramos a definirlo usando sus palabras. Para quienes llegamos a él desprevenidos, sin advertencias ni ideas prefabricadas –porque ha tenido este escritor también la suerte de no ser madera de libros de texto ni de propaganda–, leerlo es regresar a ese sueño de la infancia en el que caemos en medio de una profundidad sin límites: aunque todo esté oscuro y sea imposible prever el fin de nuestro viaje, este sueño es agradable, pues solo en lo desconocido residen, en toda su amplitud e inocencia, la ilusión y la esperanza.

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