Sylvia Plath renuncia a su destino

Sylvia Plath fue una de las poetas más dinámicas y admiradas del siglo XX. Cuando se quitó la vida a los 30 años, Plath ya contaba con seguidores en la comunidad literaria
febrero 11, 2023
Tumba de Sylvia Plath
Tumba de Sylvia Plath en Heptonstall. Foto de Neil Theasby.

No pretendo ser en absoluto original al señalar que los motivos del suicidio de Sylvia Plath (una “joven prometedora”, como en la estupenda película de Emmerald Fennell de 2020) un día como hoy, hace exactamente 60 años, están bastante claros si se tiene en cuenta que su marido, Ted Hughes, no solamente la había rechazado como mujer y esposa, sino que a todas luces iba también a hacerle la envolvente, por así decirlo, y eclipsar por completo su carrera de poetisa.

Plath, sin duda, estaba colgada de él en el plano sexual y sentimental, por mucho que la hubiera traicionado una y mil veces. Pero eso no hubiera sido determinante a la hora de acabar con su vida de tan patética manera dejando dos hijos pequeños durmiendo en la habitación de arriba. Lo fue más, yo creo, o concurriendo con ello, la propia poesía. Porque ya Sylvia había perpetrado otros conatos (“intentos” los llaman hoy las adolescentes, sin añadir genitivo alguno, así sin más, casi de modo familiar) de suicidio antes, muy joven, cuando aún no conocía a Hughes, causados por su propia ambición y por un afán desmedido, casi una hybris, de perfección personal –el perfeccionismo es una pulida colección de errores, dejó escrito Mario Benedetti– que la llevaban a un nivel de autoexigencia tan salvaje que tarde o temprano la cosa tenía que acabar mal.

Los psicólogos hoy califican a ese fenómeno, el de las mujeres del s. XXI que tienen que cargar con todo el peso de ser mujeres modélicas y encima cumplir con su función profesional tan bien o mejor que sus compañeros masculinos como síndrome de Superwoman, y digamos que Plath ya sentía algo de eso en su interior en unos años cincuenta de posguerra próspera triunfante en los que a las mujeres apenas se las pedía más que ser las sumisas y encantadoras operadoras de sus nuevos y flamantes electrodomésticos. ¿Y cómo iba Sylvia Plath, que ya había publicado varios poemarios y unas memorias, a resignarse a ser como la mujer de Don Draper (porque Hughes fue como Don Draper también en el aspecto físico y depredador), todo el santo día organizando su casa y al llegar la tarde echarse un vino al coleto para mitigar su soledad y falta de perspectivas? ¡Antes morir! Literalmente.

En 2010, un estudioso encontró un manuscrito de Ted Hughes entre los papeles de sus cuadernos conservados en la Biblioteca Británica. Parecía representar la despedida definitiva del poeta a su compañera, seguramente porque Hughes se dio perfecta cuenta en sus últimos años de que la posteridad no le iba a perdonar sus calaveradas (Sylvia no fue la única de sus mujeres que recurrió a la muerte patentada por los campos de concentración nazis), y de que iba a ser más recordado como Barbazul que como poeta laureado, así que escribió esto, entre otras cosas, a ver si colaba.

Última carta

¿Qué ocurrió aquella noche? Aquella última noche
En que todo fue expuesto dos veces,
Tres. Te vi viva por última vez
Al caer la tarde del viernes
Quemando en el cenicero con una extraña sonrisa
Esa última carta a mí. ¿Había yo estropeado tus planes?
¿O me había sorprendido antes de lo que tenías previsto?
Una hora más tarde y ya te habrías marchado
Donde yo no pudiese encontrarte.
Yo, con tu carta en la mano,
Un rayo que no podía llegar a la tierra,
Me habría alejado de tu puerta cerrada y roja
Que ya nadie abriría.
Eso para mí
Hubiera sido un tratamiento de choque
Que se repetiría una vez y otra, todo el fin de semana,
Cuando la leyera o simplemente al pensarla.
Eso hubiera ordenado mis pensamiento y mi vida.
El tratamiento que planeabas necesitaba tiempo.
No puedo imaginarme cómo
Hubiera podido soportar ese fin de semana.
No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías ya todo planeado?

Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día,
Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana.
La adelantaron los demonios que siempre prevalecen.
Esa fue una más de las pajas de la mala suerte
Que contra ti quiso poner el servicio postal
Y que se añadió a tu carga. Salí rápido por entre la nieve
Ya azulada en Febrero. Anochecía en Londres.
Lloré de alivio cuando abriste la puerta.
Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces
Que no pude interpretar, que fracasaron al comunicar
Su verdadera importancia. Pero lo que dijiste,
Sobre las cenizas aún humeantes de esa carta
Destruida con tanto cuidado, con tanta calma,
Me dejó dejarte, marcharme
Para que quitaras las cenizas de tu plan, del cenicero
En el que apoyaste para que yo leyera
El número de teléfono del doctor.
Mi huida
Se había convertido en un hechizo,
Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados,
Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería
Caer en algún sitio fuera de ese vacío.
Dos días de no hacer nada. Dos días gratis.
Dos días sin calendario y robados
De un mundo sin nombre
Más allá de lo del día, de sentimientos y de nombres.

El amor de mi vida lo agarró. El desmayado amor de mi vida
Con sus dos agujas locas,
Esas que tejían su rosa, esas que atravesaban y anudaban
En el tapete su tatuaje sangriento
En algún sitio y adentro de mí,
Anudando ese embrollo blasonado,
Dos agujas locas, pespuntando sus pespuntes,
Eligiendo
De mis nervios sus colores,
Rehaciéndose adentro de mi piel, rehaciéndose
La una a la otra como una caricatura.

Su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres
Cada una con una aguja.

Esa noche
Mi Susan de De la Robbia. Me moví
Con la circunspección
De una llama en la mecha. Toda mi furia
Era un esfuerzo abandonado de volar
El viejo globo sobre el que las sombras doblaban
Mi delator rastro de ceniza. Corrí
De un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés.
¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street
Donde tú y yo comenzamos.
¿Por qué fuimos allí? ¿De todos los lugares donde pudimos ir,
Por qué fuimos allí? La perversidad
En el arte de nuestro destino
Ajustó sus refinamientos para ti, para mí,
Para Susan. Un solitario
Que jugaba a ser el minotauro de ese laberinto
Que incluía hasta a Helena en la planta baja.
Tú te habías fijado en ella: una chica para un cuento.
Nunca la conociste. Pocos la conocieron
Si no era a través de los oídos y la máscara hambrienta
De su perro alsaciano. Tú ni siquiera la habías visto.
Tú tan solo te encogías
Cuando el demente animal se impactaba contra la puerta
Mientras atravesábamos el pasillo
Y la oíamos ahogarse en un infinito odio alemán.

Aquel sábado en la noche abrió su puerta
Apenas unos centímetros.
Susan se encontró con sus ojos negros, con el triste
Sobrepeso y la cara amorosa que se veía
Al otro lado de la cadena. Se cerró la puerta.
La oímos consolar al carcelero en su celda,
En su guarida, esa en la que apenas unos días después,
Lo ahogaría en gas, se ahogaría ella misma.

Susan y yo pasamos esa noche
En la cama de nuestra primera noche. No lo había vuelto a ver
Desde que nos tumbamos en ella la noche de bodas.
No me la llevé a mi propia cama.
Se me ocurrió que con el fin de semana
Pudieras aparecer en una visita sorpresa.
¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?
Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti
En nuestro lecho conyugal, el mismo
Del que en tres años se la llevarían a morir
Al mismo hospital en el que,
En doce horas,
Yo te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
La llevé al trabajo, a la City
Y después estacioné el auto al norte de Euston Road
Y volví a donde mi teléfono me esperaba.

Lo que pasó esa noche, en tus horas,
Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido.
La acumulación de toda tu vida,
Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento
Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo
Hasta el siguiente, ocurrió
Sólo como si no pudiese ocurrir,
Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó
En mi habitación vacía el teléfono
Contigo en el tuyo oyendo el tono
Y a ambos lados una memoria que se desvanece
De un teléfono sonando
En una mente que ya estaba muerta.
Cuento las veces que fuiste hasta la cabina
Al final de Saint George.
Ahí estás siempre que miro, apenas
A la salida de Fitzroy Road, cruzando
Entre los montículos de azúcar sucio.
Con tu largo abrigo negro,
Con la coleta a tus espaldas,
Con tu andar que no se mueve ni despierta
Y nadie más anda,
Andando por las escaleras de Primrose Hill
Hacia la cabina de teléfono a la que nunca llegas.
Antes de medianoche. Después. Otra vez
Y otra y otra vez. Y, ya cerca del alba, otra.

¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste
Tu último intento,
Ya más allá de mí capacidad de escucharlo
Y agitaste la almohada
De esa cama vacía? ¿Una última vez
Que rozó apenas mis papeles y mis libros?
Cuando llegué el teléfono ya estaba dormido.
La almohada inocente. Dormía mi habitación
Henchida de la nevada luz matutina.
Encendí el fuego y saqué los papeles.
Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono
Se despertó como alarmado,
Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano.
Y después, como un arma elegida cuidadosamente
O como una inyección,
Depositó con frialdad sus cuatro palabras
En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.

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