Foto por: Karen Lau
«Nosotros estamos tan implicados en lo que comprendemos que no llegamos a explicitar lo que nos sucede».
Martin Heidegger
Varios siglos han transcurrido y las respuestas a la pregunta por el ser continúan percibiéndose distantes, en constante renovación y contingencia. Sin embargo, como complemento necesario, y no habiendo podido finiquitar y descifrar las claves de esta interrogante, la filosofía contemporánea, ha puesto nuevamente en el centro de atención el desafío del enigma por el «estar». Así, con una marcha pausada y minuciosa se ha ido recolocando una preocupación de antaño que indaga por la existencia y por su relación con la facticidad.
El juego de interlocución con Sartre, Merleau-Ponty o Heidegger, ha resultado en una de las experiencias teóricas de mayor afluente y recurrencia en los últimos tiempos, de modo que las tradiciones postmodernas y sus partidarios los han declarado ídolos de la reflexión terrenal del siglo XXI. Queda en estos autores la huella estigmatizada de una labor filosófica que desanda los senderos del existencialismo: a veces profundos, a veces comprometidos, a veces tan prejuiciados y juiciosos que dan parte de la gran empresa construida en reafirmación a los orígenes griegos.
Entonces aparece en la figura de un bucle, el replanteamiento de la poiesis como una forma artística de pensar el ser humano en contexto, como parte de un único objetivo: existir.
En Sartre la creación lleva a la tarea inconclusa de la libertad como lo definiera Foucault, a un comprometimiento con la felicidad plena. En Heidegger y Merleau-Ponty ha ocurrido algo curioso. La idea de buscar los fundamentos del conocimiento científico de base Husserliana, los ha hecho derivar en otro dominio y fundar su propio movimiento hacia la fenomenología de la percepción. Pero no basta con explicar la actividad del ser. El lenguaje abre, dilata e induce como si de una enfermedad se tratase la irrupción del ser en la realidad histórica.
De este modo, el tratamiento del rol de la historia es condicionante en la gran narración de lo existencial, pero al interior de ella, aún más lo son la preocupación por el tiempo y por la finitud. El movimiento en que la liberación de lo trascendental se concreta, ya sea por la muerte de Dios nietzscheana, o por la oportunidad de la transgresión que Bataille propone, ha redirigido las miradas.
El nuevo acontecimiento que abre el estar-en-el-mundo, involucra la reflexión acerca de por cuan largo instante. Lo cuantitativo oprime, pone en circunstancia, replantea emociones y comportamientos: la humanidad se ha liberado de Dios para asumirse en la angustia de saberse finita y víctima absoluta de una temporalidad limitada que termina irremediablemente en la muerte. Es esta la verdad radical que lacera, pero impulsa, al ámbito todo de la experiencia en el sentido trágico griego.
Ciudadano del mundo llama Kant a este ser en su Antropología en sentido pragmático, y esta es quizás, una de las mejores y más completas alusiones prematuras del ser histórico que describe el Dasein heideggeriano: a fin de cuentas, las tres críticas y sus preguntas derivaban en el estudio del hombre en la naturaleza y el hombre social. No se trata de una ontología de meras abstracciones expresa Foucault, se trata de una ontología de nosotros mismos, una historia que describe modos de actuación respecto al saber, al poder y al comportamiento ético.
Entonces el rol histórico de la razón como decodificadora de la realidad, ha pasado a cumplir un papel más simétrico y el concepto de experiencia como apuntaba Husserl pasó a convertirse en mundo de la vida, el tema universal de la fenomenología de la percepción.
Algunos preguntan por qué la relación sujeto-objeto ha desaparecido, y en su lugar se instalaron el yo y la circunstancia orteguianas, con la promesa de una salvación mutua, de una interacción arraigada en la necesidad. Y vuelve a prosperar la relación con la historia como si de la misma justificación se tratase. Con la razón vital a la cabeza, el comprometimiento con el signo y símbolo pone en perspectiva individual y evidente, el estar en situación: «vivir es encontrarse en un mundo (…) vivir es saber lo que hacemos, encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y seres del mundo».[1]
¿Qué es la vida sino el núcleo de la reflexión filosófica en todas las épocas? ¿Acaso la vida no es la contingencia de múltiples experiencias? Amén de las singulares interpretaciones, resulta imposible dejar de refrendar la tríada nefasta Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard. El uno humano, demasiado humano, como para desenmascarase con la destreza paradójica que el juego genealógico transpira. Esta vez no es ni el Anticristo, ni Zaratustra el profeta, es uno de sus personajes favoritos: el ciudadano Friedrich de carne y hueso. El otro todavía impreciso, cada vez más seducido y cubierto por aquel velo de Maya que lo ha dejado sumergido en el mundo y busca de su representación. El tercero, un tanto más recuperado, deja una imagen nítida y angustiante de como la vida es estadio estético, ético y religioso.
A este respecto, resta del ser en circunstancia, un acercamiento a su esencialidad, una comprensión de lo que realmente es. La necesidad que se alza es resumida en el acto de interpretar, en una hermenéutica fenomenológica de la percepción. Aunque Gadamer formule algunas notas claves sobre este asunto, el ser humano necesita tanto de un método que explique a las ciencias del espíritu como de un soplo de verdades simples que finalmente lo ponga en contexto. Si la vida como comúnmente se vislumbra es un viaje, el ser histórico/sujeto/humano/ciudadano del mundo solo puede adscribirse y pensarse desde ella, en la medida que su brújula siempre apunte al norte y su mapa cartografíe con la mayor precisión posible los aspectos que definen su existencia: «El mundo en el que existimos, esta existencia no ya mancomunada sino gregaria e impersonal, ha pasado de ser la más arraigada de nuestras costumbres a convertirse en nuestros ojos mismos»[2].
Es así como el ser histórico, lleno de prejuicios conjugados con cierto número de esplendores, no aparece sino en la experiencia del lenguaje. Semejante a la gestación de cierto libro derivado de un texto de Borges, el ciudadano del mundo llega trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro [3]. Más allá de la razón filosófica y abstracta, y del procedimiento que impele lo científico se acrecienta lo espiritual, el espacio que dota de sentido y que ciñe de forma indefinida la atadura de nuestra existencia.
Notas
[1] Ortega y Gasset, José: ¿Qué es filosofía? Lección X, Obras completas, VII. Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid, pág.9.
[2] García Baró, Miguel: Fenomenología y hermenéutica: Husserl y Gadamer, Editorial Salvat, pág.71.
[3] Foucault, Michel: Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Editorial Siglo XXI, Argentina, 1968, pág.1.