La Filosofía como Arma, Saber y Ciencia – Dossier por el Día Internacional de la Filosofía (2020)

noviembre 19, 2020
día internacional de la filosofía

 

En este Dossier

Convirtamos las aulas en trincheras, las ideas en balas y tiremos a matar (Presentación). / Editor de Dialektika – Jorge González Arocha

El valor de la filosofía / Bertrand Russell

¿Es la Filosofía? / Hayled Martín Reyes

La Filosofía explicada a la gente sencilla / Fernando Almeyda

La Filosofía y su Vivencia / Manuel García Morente

¿Por qué todo? / Darío Sztajnszrajber

La Filosofía y Yo / Ismael Quiles

El pensamiento ético en la Antigua Grecia (Conferencia) / Jorge Luis Acanda

Una idea fundamental de la fenomenología de Husserl: la intencionalidad / Jean-Paul Sartre

Horror vacui, anarquía y honestidad filosófica / Jorge Rodríguez Chirino

Tesis sobre Feuerbach / Karl Marx


Convirtamos las aulas en trincheras, las ideas en balas y tiremos a matar (Presentación de Dossier)

Fragmento de Jorge González Arocha, en Filosofía… ¿y qué?

 

«Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie podría robarles, nunca más, su tiempo de vida».

Momo, Michael Ende

Cada noviembre cuando llega el día internacional de la filosofía se impone la misma interrogante: ¿Para qué sirve la filosofía? Para nada. Absolutamente para nada. Después de 10 años ejerciéndola, y haber visto grupos enteros de estudiantes, lo digo sin temor y sin que me tiemble la mano, no sirve absolutamente para nada.

A lo largo de mi vida he sido mesero, guía turístico, secretario, secretario ejecutivo, he trabajado en construcción, en almacenes, he sido navegante, periodista, escritor, poeta cobarde, poeta de seudónimo, ensayista, editor y además…profesor. También he sido profesor de abogados, de niños, adolescentes, de impedidos físicos, de historiadores y políticos, de proyectos comunitarios, de inmigrantes, y durante noches enteras de gente extraviada y sin destino fijo. En todos los casos me he sentido orgulloso de haber ayudado a muchos, pero en otros casos no he podido.

Cargo con el peso de un suicida, miles de depresiones y cientos de casos perdidos. No obstante, también con unos cuantos miles de vidas cambiadas. Gente que ha temblado al saber que hubo un hombre que dio su vida hace más de dos mil años por defender su ciudad y sus estudiantes. ¿Libertad? ¿Quieren saber lo que es la libertad? Tómese una copa de veneno y hable de la muerte sin tomarse una selfie o hacer de ello un circo.

La pregunta sobre la importancia de la filosofía está un tanto viciada. Por un lado, se alude a la falta de concreción de nuestra disciplina, a su abstracción y al poco interés que suscita. Por el otro, muchos la defienden como un saber que nada o poco dice sobre cuestiones cotidianas.

No. La filosofía no sirve para nada si estamos pensando que es un discurso cómodo que puede llegar a cambiar nuestras vidas como una poción mágica de autoayuda; como crear un nuevo perfil en redes sociales para mostrar nuestros mejores filtros. No sirve para nada si piensas que te puede dar cosas materiales y objetivas o que te puedes tocar el ombligo y citar de memoria lo que ha dicho Russell, Kierkegaard, Heidegger, Engels, Protágoras, o el mismísimo Solón.

Hablando de filósofos, hubo uno, San Agustín, que pensó en que el don de la filosofía no estaba en darnos cosas y utilidad material. Él tuvo una vida agitada, dada a los placeres y por eso dijo más tarde que la filosofía era un viaje. Y solo si ese viaje se completaba hacia adentro podía ser significativo. Los antiguos veían la filosofía en relación con la persona, el cosmos y la ciudad, no como una carrera profesional y de éxito.

¿Qué palabras eh? Éxito, profesional y carrera… ¡Cuánta petulancia encerrada en 23 letras!

He visto gente postrada que me ha preguntado y lo han hecho sin un pelo de temor o miedo, si la vida tiene sentido. No. La vida no tiene sentido. Y la misma noche que me lo preguntó, esa persona entró en un coma profundo. Se despidió de todos y todos nos sorprendimos, no solo por la terrible enfermedad, sino por la grandeza y la preparación espiritual que mostró. Esa ha sido una de las lecciones filosóficas más elocuentes que he recibido. No le crean a Mark Zuckerberg, Elon Musk o Jordan Peterson, nadie nos va a traspasar el sentido de la vida. El sentido se construye, y si no se lucha por ello, nunca se podrá alcanzar.

Otro filósofo del que mucho se habla hoy, para bien o para mal, nos ha enseñado que muchas veces nos engañamos pensando que nuestra acción no vale nada. Y que solo aquello que vemos y tocamos tiene sentido, por eso perdemos tiempo construyendo y creando cosas y no vida. Como decirnos que el reloj que tenemos en nuestra muñeca dicta cada segundo de nuestras vidas, y no al revés.

Sobre el tiempo, la vida humana y el sentido, Marx, Michael Ende y Cortázar hubieran dado una buena tertulia. Cuando hace años noté que Momo había notado que los hombres grises se habían apoderado de nuestras vidas, me entristecí mucho: «Porque el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón. Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía». Ese tiempo, el tiempo del reloj, es solo un «nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo» es una «cadena de rosas, un calabozo de aire…».

¿Alguien sabe la sensación profunda que deja ese vacío? ¿Alguien sabe lo que es el vacío?

Como inmigrante y como confesor de inmigrantes y refugiados puedo decir que el vacío es dar ese salto. Es la desconexión total de un mundo entero en el que confiaste y ya no estás. Ahora hay que reinventarse las cosas desde cero. Eso, es otra esencia filosófica que hace nuestro oficio inútil.

El salto implica una reflexión profunda sobre lo que nos sostiene. La representación de ese paso es el que en tierra toma un bote y se lanza a la mar. La tierra es la sustancia que nos sostiene, el mar el nuevo espacio de dudas y vacío sobre el que nos movemos hasta construir una nueva sustancia. No hay nada más dialéctico que navegar a la deriva en busca de nuevas tierras, ya lo han dicho mil veces y siempre lo olvidamos: el mal de mar no es algo externo, es una náusea interna, intocable y profunda.

Disculpen mis amigos del tribunal, profesores de carrera o seguidores enanos de la política y la ideología que les engorda la vida; la filosofía es un riesgo que se corre cada día, porque no hay mejor manera de filosofar, que hacerlo frente a la muerte. Si la pregunta no es seria, si la mano no tiembla, si las ideas no giran en tu cabeza, no se es filósofo. Se es, quizás, un constructor de templos, un oficinista aplicado que nunca pierde papeles, o un hediondo burócrata. Pero nunca un filósofo.

Para serlo, pensarlo o pretenderlo, hay que convencerse de la inutilidad de las cosas y de uno mismo. Levantarse por encima de ese mundo, es la única manera honesta de empezar a cambiarlo.

Un día como hoy, quiero dedicarlo a brindar con mal vino por los Melquiades y no por los Kant. Los dos son necesarios, pero solo los primeros desafían el lugar donde estamos plantados. Incluso el mismísimo Wittgenstein escribió su Tratado en la trinchera, no en un aula, y con el Evangelio Abreviado de Tolstói en la otra mano. Brindemos por los que, desde el suelo, hacen y piensan la experiencia. Convirtamos las aulas en trincheras, las ideas en balas y tiremos a matar.

Otro filósofo muy alemán él ha dicho: «a las cosas mismas». Y eso se ha tomado como muy revolucionario. Ridículos. En mi país hubo un hombre que escribió algo muy filosófico: «Al combate corred Bayameses» y fue así como las cosas empezaron a cambiar. El alemán —por su parte— nunca tuvo el coraje de embarrarse las manos de lodo. Ambos gestos son parte de nuestra tradición, sí, pero un día como hoy, es solo de aquellos que, como Diógenes, tienen los cojones de arriesgar su vida por pensar lo impensable.

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El valor de la filosofía

Fragmento de Bertrand Russell En Los problemas de la filosofía

Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía, bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible.

Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general.

Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene.

Pero, ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una sociedad estimable; y aun en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo.

La filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias. Pero no se puede sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones. Si preguntamos a un matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a cualquier otro hombre de ciencia, qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que esto se explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace posible el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Todo el estudio del cielo, que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la filosofía; la gran obra de Newton se denomina Principios matemáticos de la filosofía natural. De un modo análogo, el estudio del espíritu humano, que era, todavía recientemente, una parte de la filosofía se ha separado actualmente de ella y se ha convertido en la ciencia psicológica. Así, la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más aparente que real; los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se han colocado en las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente quedan formando el residuo que denominamos filosofía.

Sin embargo, esto es sólo una parte de la verdad en lo que se refiere a la incertidumbre de la filosofía. Hay muchos problemas —y entre ellos los que tienen un interés más profundo para nuestra vida espiritual— que, en los límites de lo que podemos ver, permanecerán necesariamente insolubles para el intelecto humano, salvo si su poder llega a ser de un orden totalmente diferente de lo que es hoy. ¿Tiene el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de átomos? ¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento indefinido de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el cual la vida acabará por hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia para el Universo, o solamente para el hombre? La filosofía plantea problemas de este género, y los diversos filósofos contestan a ellos de diversas maneras. Pero parece que, sea o no posible hallarles por otro lado una respuesta, las que propone la filosofía no pueden ser demostradas como verdaderas. Sin embargo, por muy débil que sea la esperanza de hallar una respuesta, es una parte de la tarea de la filosofía continuar la consideración de estos problemas, haciéndonos conscientes de su importancia, examinando todo lo que nos aproxima a ellos, y manteniendo vivo este interés especulativo por el Universo, que nos expondríamos a matar si nos limitáramos al conocimiento de lo que puede ser establecido mediante un conocimiento definitivo.

Verdad es que muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas fundamentales. Han supuesto que lo más importante de las creencias religiosas podía ser probado como verdadero mediante una demostración estricta. Para juzgar sobre estas tentativas es necesario hacer un examen del conocimiento humano y formarse una opinión sobre sus métodos y limitaciones. Sería imprudente pronunciarse dogmáticamente sobre estas materias; pero si las investigaciones de nuestros capítulos anteriores no nos han extraviado, nos vemos forzados a renunciar a la esperanza de hallar una prueba filosófica de las creencias religiosas. Por lo tanto, no podemos alegar como una prueba del valor de la filosofía una serie de respuestas a estas cuestiones. Una vez más, el valor de la filosofía no puede depender de un supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que la estudian.

De hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hacerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas.

Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como hemos visto en nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, el disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar.

Aparte esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía tiene un valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra.

Un modo de escapar a ello es la contemplación filosófica. La contemplación filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el Universo en dos campos hostiles: los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo; contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica, cuando es pura, no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Toda adquisición de conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo, mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o cual carácter, sino que el yo se adapta a los caracteres que halla en los objetos. Esta ampliación del yo no se obtiene, cuando, partiendo del yo tal cual es, tratamos de mostrar que el mundo es tan semejante a este yo, que su conocimiento es posible sin necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una forma de la propia afirmación, y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el crecimiento del yo que se desea y del cual conoce el yo que es capaz. El egoísmo, en la especulación filosófica como en todas partes, considera el mundo como un medio para sus propios fines; así, cuida menos del mundo que del yo, y el yo pone límites a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario, partimos del no yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del yo; por el infinito del Universo, el espíritu que lo contempla participa un poco del infinito.

Por esta razón, la grandeza del alma no es favorecida por esos filósofos que asimilan el Universo al hombre. El conocimiento es una forma de la unión del yo con el no yo; como a toda unión, el espíritu de dominación la altera y, por consiguiente, toda tentativa de forzar el Universo a conformarse con lo que hallamos en nosotros mismos. Es una tendencia filosófica muy extendida la que considera el hombre como la medida de todas las cosas, la verdad hecha para el hombre, el espacio y el tiempo, y los universales como propiedades del espíritu, y que, si hay algo que no ha sido creado por el espíritu, es algo incognoscible y que no cuenta para nosotros. Esta opinión, si son correctas nuestras anteriores discusiones, es falsa; pero además de ser falsa, tiene por efecto privar a la contemplación filosófica de todo lo que le da valor, puesto que encadena la contemplación al yo. Lo que denomina conocimiento no es una unión con el yo, sino una serie de prejuicios, hábitos y deseos que tejen un velo impenetrable entre nosotros y el mundo exterior. El hombre que halla complacencia en esta teoría del cono cimiento es como el que no abandona su círculo doméstico por temor a que su palabra no sea ley.

La verdadera contemplación filosófica, por el contrario, halla su satisfacción en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y, por consiguiente, la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el intelecto. El espíritu libre verá, como Dios lo pudiera ver, sin aquí ni ahora, sin esperanza ni temor —fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios tradicionales —serena, desapasionadamente, y sin otro deseo que el del conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también, el intelecto libre apreciará más el conocimiento abstracto y universal, en el cual no entran los accidentes de la historia particular, que el conocimiento aportado por los sentidos, y dependiente, como es forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo y personal, y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos deforman más que revelan. El espíritu acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación filosófica guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la acción y de la emoción. Considerará. sus proyectos y sus deseos como una parte de un todo, con la ausencia de insistencia que resulta de ver que son fragmentos infinitesimales en un mundo en el cual permanece indiferente a las acciones de los hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace ciudadanos del Universo, no sólo de una ciudad amurallada, en guerra con todo lo demás. En esta ciudadanía del Universo consiste la verdadera libertad del hombre, y su liberación del vasallaje de las esperanzas y los temores limitados.

Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien.

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¿Es la Filosofía?

Hayled Martín Reyes Martín

La filosofía es algo que nos interpela directa o indirectamente a todos. No es sólo una cuestión del «filósofo» o del profesor de filosofía. En este sentido, no hay ser humano que no sea filósofo. Por ejemplo, cuando nos preguntamos qué es la vida o cuándo comenzó ésta, qué es el hombre, por qué aparece el sol, qué es la verdad, qué es el tiempo; o de forma más existencial, quién soy yo, qué es el amor, qué debo hacer ante x situación, qué viene después de la muerte, entre otras interrogantes, estamos filosofando. También cuando nos asombramos ante algo bello o nos admiramos por un conocimiento nuevo. De esta forma cualquier persona tiene su parte de filósofo. Entonces, el simple hecho de vivir es ya filosofar: viviendo hay filosofía.

Cuando se pregunta «¿qué es la filosofía?», nos adentramos en una de las cuestiones filosóficas más difíciles. «Filosofía» es una de las palabras que más significaciones tiene. Las definiciones varían de un pensador a otro, sin llegar a un consenso general de qué se entiende por filosofía. Pero, sin embargo, todos los filósofos saben qué es la filosofía.

Admirar. La filosofía surge de la admiración como actividad humana. Lo habíamos planteado anteriormente. En la antigüedad el ser humano se asombraba ante lo desconocido y buscaba explicaciones míticas o mágicas a esos fenómenos. Este fue el surgimiento del pensamiento filosófico. Del mito pasó al conocimiento: el gran salto del mito al logos. Aunque debemos aclarar que la capacidad de asombro, el «admirar» humano, no fue negado del todo por el desarrollo racional posterior, y aún persiste en el pensar, justamente en la infinita frontera entre el ser-su mundo (lo conocido) y el Universo (desconocido casi en su totalidad). La barrera entre lo mítico y lo racional siempre se interrelaciona. Por tanto, podemos afirmar que la admiración continúa siendo uno de los motores fundamentales de la filosofía.

Problematizar. La pregunta por la filosofía cuestiona de qué se ocupa, diríamos, a nivel epistémico. La filosofía se ocupa del estudio del problema del ser, el problema del pensar y el problema del deber ser. A la primera área se le llama ontología (Ser); a la segunda gnoseología (pensamiento); y a la tercera, axiología (los valores y la moral). Existen muchos campos filosóficos como la estética, la lingüística, la lógica, la teología o la filosofía política, pero los tres aspectos mencionados anteriormente son los grandes problemas filosóficos.

Preguntar. En la filosofía las preguntas son más importantes que las respuestas. Al contrario de otros saberes, cuando se pregunta ya se está filosofando. Tales, el sabio de Mileto, se preguntó alguna vez «¿cuál es el principio de todas las cosas?», y si bien la respuesta suya fue «el agua», con esta interrogante dejaba inauguraba la Filosofía occidental. No es la pregunta por la pregunta. No es cualquier pregunta. (p. ej. «¿qué día es hoy?»). Es preguntar en forma de búsqueda (p. ej. «¿quién soy yo?»). Es el buscar la esencia de las cosas mismas.

Objeto de estudio. Se podría plantear de forma general, que el objeto de estudio de la filosofía es la relación del ser humano con el mundo. Aunque evidentemente esto es algo que comparte con las demás ciencias. La biología estudia el hombre —como ser viviente en un sistema al cual pudiéramos llamar mundo— y la vida; la física el mundo corpóreo, es decir, a los fenómenos físicos; la sociología a la sociedad; la psicología a la conciencia; las neurociencias al cerebro; la química a las sustancias y a los procesos relacionales de éstas… Entonces, ¿qué queda para la filosofía? ¿es ciencia, doctrina, disciplina o saber? y ¿si las ciencias siguen su desarrollo significa que la filosofía desaparecerá?

A la primera pregunta respondo que quedan:

  1. los entes más generales, esto no es esta o aquella cosa particular sino las cosas más generales como el ser, la esencia y la existencia, la inmanencia y la trascendencia, la cualidad y las relaciones;
  2. la teoría del conocimiento, pues las otras ciencias conocen, tienen su objeto de estudio bien definido, en cambio la filosofía estudia la posibilidad del conocimiento mismo, sus presupuestos y los límites de éste;
  3. los valores: en las otras ciencias se estudia lo que es, la filosofía investiga lo que debe ser;
  4. el ser humano como fundamento y supuesto de todo lo demás, ya no el hombre particular como ente biológico, psicológico o social, sino el ser humano como un todo; el lenguaje, desde su etimología hasta la estructura lingüística (sintaxis) y la lingüística generativa (semántica, significados).

La interrogante sobre si la filosofía es una ciencia, doctrina, disciplina o saber, en mí caso particular acepto más la visión de Foucault de entender la filosofía como una forma cultural, la más predominante en los últimos 2500 años.

Si se asume la filosofía como una ciencia se le limitaría al estado de una de las ciencias particulares que hemos mencionado. En todo caso, la filosofía es una ciencia universal que estudia los límites, los fundamentos y va a la raíz de las cosas. O como proponía Fichte, «la filosofía es la ciencia de las ciencias».

Por último, tal parece que con la explosión de las ciencias modernas en el siglo XIX se dejaría menos espacio para la filosofía, pero vemos que no ha sido así, al contrario, cada vez hay más estudiosos de la filosofía. Ya Aristóteles argüía a los negadores de la filosofía: o hay que filosofar o no hay que filosofar. Si no hay que filosofar, será en nombre de la filosofía. Luego, si no hay que filosofar, hay que filosofar.

Universalidad. La filosofía es universal por dos aspectos. Uno, porque es «la madre de todas las ciencias» y esto no es una mera proposición retórica, pues de una forma o de otra las demás saberes, disciplinas y ciencias, o se han escindido a partir de la filosofía o beben de ella; y dos, porque los aspectos que trata son universales: tanto el hombre mismo, como lo que existe, los entes y su conocimiento y el valor de las cosas son universales.

Especificidad. La especificidad de la filosofía radica en que responde a su tiempo y espacio. O sea, la filosofía es la esencia de su tiempo, responde a una época determinada y varía de acuerdo al período histórico; también cambia de acuerdo a los diferentes lugares donde se cultive. Respecto a esto último, se podría suponer que la filosofía ha sido clasista y expresa los principios de una clase o grupo determinado.

Herramienta transformadora. La filosofía es una forma de interpretar el mundo, pero también de cambiarlo. Es una actividad crítico-reflexiva para la transformación del hombre. Es la conciencia crítica que examina los conceptos, categorías, paradigmas, métodos. Al respecto, la «práctica» es una de las principales funciones de la filosofía. No en balde Unamuno exponía que la filosofía es la ciencia que trata de formarnos una concepción unitaria y total del mundo que oriente la acción y la vida misma.

Mis palabras no son más que una excusa para invitar a los lectores de estas líneas a que se adentren en el apasionante mundo de la filosofía, y se admiren ante la vida y las cosas, porque como dice Goethe: «El que no sabe llevar su contabilidad / Por espacio de tres mil años / Se queda como un ignorante en la oscuridad / Y sólo vive al día».

Jueves 19 de noviembre de 2020

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La Filosofía explicada a la gente sencilla

Fragmento de Fernando Almeyda, en La Filosofía explicada a la gente sencilla

¿Para qué sirve la filosofía? Se podría responder esta pregunta apelando a frases de reconocidos pensadores y encumbrados filósofos; pero eso, no sería nada filosófico de mi parte. No creo razonable abordar una temática si al menos no se practica o conoce. Y para responder esta pregunta es preciso hacer un ejercicio personal de crítica y pensamiento. Al menos algo está claro: la filosofía va de pensar.

Una pregunta tan sencilla conlleva desde las respuestas más sosas a las más crípticas. Por lo general, todo intelectual se siente filósofo: aquel que formula preguntas que nadie más hace; que no teme a enfrentarse a cuestionamientos o temáticas que rocen el absurdo. Sin embargo, esta cuasi-definición es tan funcional para describir a Platón como para describirnos a nosotros mismos con dos tragos de más y emperifollando palabrejas para seducir a una chica. Si fuera así, tendría que conceder a la filosofía el dominio sobre el reino de las cosas inútiles.

Salvo algunos afortunados, pocos han sido los filósofos a quienes se les ha atribuido algún resultado concreto. Trátese de Camus o de algún pensador de taberna, filosofar ha devenido un ejercicio lúdico. Ante cualquier acusación de futilidad se alega como defensa que «la mayoría es demasiado ignorante como para preocuparse de las preguntas que verdaderamente importan». El problema es que «el Ser», «el sujeto», o la irremediable dicotomía entre fenómeno y esencia no sirven para cocinar, vestirse, o salir de paseo.

Por más de una década he pensado en la filosofía con la tozudez del romántico, pero  no he sido capaz de digerir la idea de que algo que amo tanto sea tan lúdico o tan inútil. Nada ha logrado convencerme.

Yendo a la etimología de la palabra filosofía de «filos» y «sophia» significa «amistad al conocimiento». A diferencia del sabio, el filósofo no se las sabe todas. Es un humilde receptáculo. La verdad o utilidad de las cosas no es una cuestión que dependa de su criterio. Esta idea etimológica por supuesto está enraizada a la imagen que nos llega del primer proto-filósofo Sócrates: un viejito andrajoso que se dedicaba a hacer preguntas incómodas a gente desconocida.

Pobre Sócrates; tan incómodas eran sus preguntas que lo condenaron a muerte. Vivir cuestionándolo todo no es un modo de vida recomendable. No te ganas el pan así; no produces nada así. Cuestionar es una forma de destrucción y la destrucción indiscriminada, salvo en la guerra, nunca ha sido un buen oficio. No nos extrañe que alguien que se dedique al cuestionamiento sea tratado en la mayoría de los casos —siempre que no triunfen sus cuestiones— como un enemigo.

De lo anterior se deduce que por más filósofos que existan, no existe tal cosa como el oficio de filosofar. Nadie se dedica a filosofar para vivir (sino más bien para morirse de hambre). Pero también hay una realidad muy aplastante: no hay ningún ser humano que en su haber cotidiano no se haga cuestionamientos a sí mismo.

Si filosofo es el que filosofa, y filosofar tiene que ver con formular preguntas incómodas, entonces todo ser humano durante su vida se comporta filosóficamente. Esta idea pone en entredicho que la Filosofía sea un arte/ciencia creada por los griegos y cultivada en occidente. Incluso demerita la idea de que la Filosofía se originó en Oriente. Continuar esta línea de pensamiento supondría una comprensión más amplia.

No existe un solo avance de la humanidad que no haya partido de un cuestionamiento. Cuando leemos —o intentamos leer— los estudios de Einstein sobre la Teoría de la Relatividad vemos que pone en entredicho a la física de su época; lo mismo pasa con otros científicos, con las ciencias técnicas, con los oficios, y así sucesivamente hasta llegar a preguntas tan simples como «¿por qué sigo casado con tal persona si no la amo?».

Asumiendo esta idea podemos entonces identificar al primer filósofo de la historia humana; incluso visualizar el momento exacto en el que hizo su primer descubrimiento: «contemplando un árbol fulminado por un rayo, sintió el calor del fuego, los miembros de su tribu les temían a las llamas, pero él cuestionó la naturaleza salvaje del fuego. Se aproximó al árbol. Tomó una rama. Encendió la primera hoguera. Calentó a su familia, iluminó la noche y espantó a las fieras».

Pensar no es algo que se pueda arrancar del ser humano. Un niño de apenas 5 años puede hacer más de 300 preguntas en un día. Y más de 300 veces en la vida un adulto se hace preguntas cual si fuera un niño. Filosofar es atreverse a descubrir algo nuevo en lo conocido. Es plantearnos aquellas preguntas que —parafraseando a un amigo escritor— nos preguntamos con la aspiración de no caer en las mismas preguntas.

Durante siglos la filosofía ha sido concebida como una carrera cuyo contenido se apoya fundamentalmente en las ideas de los filósofos conocidos. No forma pensadores, sino antologadores del pensamiento. Y es importante estudiarlos, pero también darles salida. Se ignoran otros campos del conocimiento que sirvan para encaminar inquietudes, y la vacuidad de la investigación se disimula con la rareza o la oscuridad. Esto es fruto de un sostenido problema de enfoque.

Hegel —queridos lectores— no sirve para nada por sí solo, como tampoco sirve para nada saber resolver problemas matemáticos que devengan en ecuaciones de «3 con 3». Pero sirven para entrenar la capacidad de identificar problemas y de resolverlas. Por algo Platón, al fundar la Academia instituyó como requisito obligatorio que los estudiantes dominasen la matemática.

Filosofar es como correr: todos podemos, pero eso no quiere decir que todos somos atletas; enfrentar la calidad de nuestras ideas contra los grandes hombres y mujeres de la historia del pensamiento es como competir contra campeones olímpicos.

La calidad de las ideas puede ser medida en la práctica misma del pensar. Usualmente la gente se confunde y valora como filosófica cualquier reflexión por lo oscura y bizarra que sea. No. Las preguntas filosóficas son aquellas que ponen en duda la utilidad de preguntas inútiles. Y así como cambia la vida y el cosmos, lo hacen los problemas. Por ende, siempre harán falta nuevas preguntas ya sea para resolver problemas nuevos o para recordarnos los límites de lo contestable.

Es un hecho: aquellas personas que leen a consciencia tratados de filosofía son capaces de sacar los enfoques más increíbles o de ver lo que nadie más ha visto. A veces el problema se encuentra en las cosas más obvias y las soluciones, a la vuelta de la esquina.

Mirar el mundo con ojos renovadores, poner en entredicho lo obvio, des-canonizar lo establecido: todas estas actitudes son necesarias en la vida de cualquier individuo o sociedad. Cuestionar es vital para avanzar y sobrevivir. La filosofía no se halla enclaustrada en las palabras de personas que ya no existen.  Es, por el contrario, fluencia; hacer correr la mente al ritmo de los latidos del corazón.

¿Para qué sirve entonces la Filosofía entendida como la acción de filosofar? Sirve para identificar y resolver problemas. Tan sencillo como eso. Si no identifica y no resuelve, pues ni sirve, ni es Filosofía.

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La Filosofía y su Vivencia

Fragmento de Manuel García Morente, en Lecciones Preliminares de Filosofía

 

Vamos a iniciar el curso de introducción a la filosofía planteando e intentando resolver algunas de las cuestiones principales de esta disciplina.

Ustedes vienen a estas aulas y yo a ellas también, para hacer juntos algo. ¿Qué es lo que vamos a hacer juntos? Lo dice el tema: vamos a hacer filosofía.

La filosofía es, por de pronto, algo que el hombre hace, que el hombre ha hecho. Lo primero que debemos intentar, pues, es definir ese «hacer» que llamamos filosofía. Deberemos por lo menos dar un concepto general de la filosofía, y quizá fuese la incumbencia de esta lección primera la de explicar y exponer qué es la filosofía. Pero esto es imposible. Es absolutamente imposible decir de antemano qué es filosofía. No se puede definir la filosofía antes de hacerla; como no se puede definir en general ninguna ciencia, ni ninguna disciplina, antes de entrar directamente en el trabajo de hacerla.

Una ciencia, una disciplina, un «hacer» humano cualquiera, recibe su concepto claro, su noción precisa, cuando ya el hombre ha dominado ese hacer. Sólo sabrán ustedes qué es filosofía cuando sean realmente filósofos. Por consiguiente, no puedo decirles lo que es filosofía. Filosofía es lo que vamos a hacer ahora juntos, durante este curso en la Universidad de Tucumán.

¿Qué quiere esto decir? Esto quiere decir que la filosofía, más que ninguna otra disciplina, necesita ser vivida. Necesitamos tener de ella una «vivencia». La palabra vivencia ha sido introducida en el vocabulario español por los escritores de la Revista de Occidente, como traducción de la palabra alemana Erlebnis. Vivencia significa lo que tenemos realmente en nuestro ser psíquico; lo que real y verdaderamente estamos sintiendo, teniendo, en la plenitud de la palabra «tener».

Voy a dar un ejemplo para que comprendan bien lo que es la «vivencia». El ejemplo no es mío, es de Bergson. Una persona puede estudiar minuciosamente el plano de París; estudiarlo muy bien; notar uno por uno los diferentes nombres de las calles; estudiar sus direcciones; luego puede estudiar los monumentos que hay en cada calle; puede estudiar los planos de esos monumentos; puede repasar las series de las fotografías del Museo del Louvre, una por una. Después de haber estudiado el plano y los monumentos, puede este hombre procurarse una visión de las perspectivas de París, mediante una serie de fotografías tomadas de múltiples puntos de vista. Puede llegar de esa manera a tener una idea regularmente clara, muy clara, clarísima, detalladísima de París.

Esta idea podrá ir perfeccionándose cada vez más, conforme los estudios de este hombre sean cada vez más minuciosos; pero siempre será una mera idea. En cambio, veinte minutos de paseo a pie por París, son una vivencia.

Entre veinte minutos de paseo a pie por una calle de París y la más larga y minuciosa colección de fotografías, hay un abismo. La una es una mera idea, una representación, un concepto, una elaboración intelectual; mientras que la otra es ponerse uno realmente en presencia del objeto, esto es: vivirlo, vivir con él; tenerlo propia y realmente en la vida; no el concepto que lo substituya; no la fotografía que lo substituya; no el plano, no el esquema, que lo substituya, sino él mismo. Pues lo que nosotros vamos a hacer es vivir la filosofía.

Para vivirla es indispensable entrar en ella como se entra en una selva; entrar en ella a explorarla.

En esta primera exploración, evidentemente no viviremos la totalidad de ese territorio que se llama filosofía. Pasearemos por algunas de sus avenidas; entraremos en algunos de sus claros y de sus bosques; viviremos realmente algunas de sus cuestiones, pero otras ni siquiera sabremos que existen quizá. Podremos de esas otras o de la totalidad del territorio filosófico, tener alguna idea, algún esquema, como cuando preparamos algún viaje tenemos de antemano una idea o un esquema leyendo el Baedeker previamente. Pero vivir, vivir la realidad filosófica, es algo que no podremos hacer más que en un cierto número de cuestiones y desde ciertos puntos de vista.

Cuando pasen años y sean ustedes viajeros del continente filosófico, más avezados y más viejos, sus vivencias filosóficas serán más abundantes, y entonces podrán ustedes tener una idea cada vez más clara, una definición o concepto cada vez más claro, de la filosofía.

De vez en cuando, en estos viajes nuestros, en esta peregrinación nuestra por el territorio de la filosofía, podremos detenernos y hacer balance, hacer recuento de conjunto de las experiencias, de las vivencias que hayamos tenido; y entonces podremos formular alguna definición general de la filosofía, basada en esas auténticas vivencias que hayamos tenido hasta entonces.

Esa definición entonces tendrá sentido, estará llena de sentido, porque habrá dentro de ella vivencias personales nuestras. En cambio, una definición que se dé de la filosofía, antes de haberla vivido, no puede tener sentido, resultará ininteligible. Parecerá acaso inteligible en sus términos; estará compuesta de palabras que ofrecen un sentido; pero ese sentido no estará lleno de la vivencia real. No tendrá para nosotros esas resonancias largas de algo que hemos estado mucho tiempo viviendo y meditando.

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¿Por qué todo?

Fragmento de Darío Sztajnszrajber, en ¿Para qué sirve la filosofía? (Pequeño tratado sobre la demolición).

Gente. ¿Quién es toda esta gente? ¿A dónde van? ¿De dónde vienen? ¿Por qué coincidimos todos en este colectivo hoy, ahora? Podría haber sido de otro modo, pero fue así. ¿Y por qué fue así? ¿Por qué hay colectivos, asientos, timbres, carteles, hombres? ¿Por qué somos así? ¿Qué es todo esto? ¿Qué pasará después? ¿Hay algo más? ¿Por qué hay cuando pudo no haber habido nada? ¿Pudo no haber habido nada? ¿Qué significa que algo pudo no haber sido? ¿Es lo mismo «habido» que «sido»? Pudo no haber habido nada, ¿pero qué es la nada? ¿Puede darse la nada? ¿Y cómo? Sube y baja la gente de este colectivo. Viaja. No se oye nada. Todos en silencio. ¿Qué estarán pensando? ¿Cómo funciona internamente en cada uno de nosotros el pensamiento? ¿Pensamos igual? La señora que lleva los estudios médicos junto a su cartera tiene mucha cara de preocupada. ¿Le habrá dado mal un examen? ¿Se estará por morir? Morir. Otra vez la nada. ¿Puede viajar alguien en un colectivo si se estuviese por morir? ¿Y por qué no? ¿Qué haría yo si me enterase de que me quedan pocos días de vida? ¿Qué haría? ¿Haría? ¿Haría algo? ¿De cuántos días hablamos? ¡No, no quiero pensar en esto! ¿Pero se puede dejar de pensar? Me dan ganas de abrazar a la señora. La veo tan tensa, tan preocupada. ¿Y si estoy viendo mal? ¿Y si los estudios dieron bien y la señora está muy feliz porque hoy va a ver a sus nietos, pero yo no interpreto el gesto de su rostro? ¿Y si todo fuese al revés? ¿Tanto me puedo equivocar?

Este colectivo avanza despacio y mi cabeza vuela. ¿Qué son estas preguntas? ¿Por qué no puedo viajar tranquilo como aquel joven que mueve el cuerpo al compás de sus auriculares? ¿Pero cómo sabemos que al mismo tiempo que danza con la música no está también pensando? ¿Y pensando en qué? Hay una diferencia entre pensar en algo concreto y pensar que estoy pensando. Puedo pensar cómo me conviene eludir a toda esta gente para llegar a tiempo a tocar el timbre o puedo pensar por qué tengo que eludir a la gente para llegar a tiempo a tocar el timbre. Puedo pensar qué debo comprar en el supermercado para preparar la cena o puedo pensar por qué los seres humanos tenemos que comer y para comer tenemos que ingerir alimentos y para ingerir alimentos tenemos que comprarlos y para comprarlos tenemos que trabajar. ¿Por qué? La pregunta por el por qué. Una de las tantas maneras de pensar: la pregunta por el fundamento. Todo parece tener que tener un fundamento. Todo tiene un por qué, una razón de ser, una causa, un sentido. Todo parecería tenerlo. ¿Pero es así? ¿Estamos seguros? ¿Todo tiene un por qué? ¿Pero por qué todo tiene un por qué? ¿Y por qué todo tiene que tener un por qué? Y si todo tiene un por qué, ¿el todo tiene un por qué? ¿El todo? ¿Cómo llegó este término aquí adentro? ¿Adentro? Mejor vuelvo a la señora y dejo este juego de palabras. ¿Pero hay algo que no sea un juego de palabras? Ya no la quiero abrazar. Algo en su gesto no me cierra. ¿Pero por qué todo tiene que cerrar? ¡Otra vez el todo! A ver, ¿el todo tiene un por qué? Y si suponemos que lo tiene, ¿dónde estaría ubicado? No podría estar «afuera» ya que es el todo; y si es el todo, no hay nada afuera. Quiero decir que, si nos tomamos en serio la idea de todo, nada puede serle indiferente. El todo tiene que contener todo, con lo cual, si hubiere un «afuera», esto solo nos demostraría que este todo, no lo es todo…

La cabeza vuela. Los viajes largos permiten una escapada, un salirse de lo cotidiano; o más bien, un salirse desde lo cotidiano a lo que también nos interpela. Una señora con unos estudios médicos puede ser la punta del ovillo de una historia personal o de la historia del todo. Es que la señora es parte del todo, porque si no lo fuera, el todo ya no sería el todo, sino que sería el todo menos una señora con estudios médicos, y por ello ya no sería el todo. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento del todo? O mejor dicho, ¿cuál es el fundamento de todo? Creo que voy a abandonar la palabra todo por unos minutos. Se me fue desdibujando, perdiendo forma. Todo es un juego de palabras y en un juego a veces los objetos pierden su referencia y aunque sea desde el absurdo se liberan. Estoy mirando demasiado a la señora y me está sucediendo lo mismo que con la palabra todo. Mejor me voy por otro lado: ¿qué es un fundamento?

En principio podríamos decir que un fundamento es un conjunto de palabras que intenta dar razón a otro conjunto de palabras. La única condición que parece que hay que satisfacer es que se trate de otro conjunto de palabras, de una otredad, de una diferencia. La frase «Llueve porque llueve» no explica nada. La frase «Llueve porque Dios llora» en cambio, nos guste o no, brinda una explicación. Otra cosa es cómo y por qué se justifica. Pero entonces, si el fundamento del todo está en el todo no se satisfaría este requisito; y a la inversa, para que haya un por qué del todo, necesitaríamos que haya un afuera o por lo menos una otredad. Pero otra vez, si hay un afuera, ya no sería el todo. ¿Volví al tema? Viajar en colectivo es una adicción…

¿Y si nos animáramos a pensar que el todo tal vez no tenga fundamento? Supongamos que todo lo que hay en el mundo tiene un por qué, menos el todo. Supongamos que en última instancia no es posible un fundamento del todo, ¿nos resultarían igualmente válidos los fundamentos parciales? Puedo explicar todo menos el todo. Entiendo el fundamento del miedo de la señora, del colectivo, del viaje, del timbre, del sonido, hasta de la propia condición humana; pero no puedo dar respuesta a la última pregunta, a la pregunta por el porqué de todo. Si así fuera, ¿seguiría habiendo un sentido? ¿Se puede tolerar que todo tenga sentido menos el todo? Hay sentido en este timbre que oigo, en el rostro ausente de la señora que fue al médico, e incluso puede haber un sentido en la clonación y en la mutación genética, pero si el último, último sentido, el sentido de todo, el sentido del todo se nos difumina: ¿podemos seguir hablando de sentido? ¿Podemos seguir encontrando sentido en el timbre, en la señora, en el rostro, en la clonación, en la pregunta? Claro que habría otra opción: ¿y si no hay un todo? ¿Y si el todo no es más que una palabra? Odio cuando me empujan para pasar. A la señora le pasa lo mismo porque está insultando desencajada. Pero más me molesta cuando tocan el timbre repetidas veces. Creo que me molesta todo. El colectivo se detiene. La puerta se abre. Siempre se abre y alguien baja.

Tal vez se pueda pensar la vida entera como un eterno viaje en colectivo. Creemos que nos dirigimos hacia algún lugar concreto cuando en realidad lo único que importa es el viaje mismo porque en definitiva siempre estamos viajando. Viajar. No sabemos desde dónde y menos hacia dónde, pero nos movemos. O nos mueven. La vida es ese movimiento que además se desenvuelve en ciclos biológicos o con ciertas lógicas: en principio, nacer, crecer, degradarse y morir. Nacer como en próximas horas el hijo de esa joven embarazada. Nadie le daba el asiento hasta que su tos reparó la atención de un señor que cedió su lugar. ¿Por qué nadie la veía? El colectivo es casi una metáfora del todo, aunque por suerte a veces se detiene y bajamos. Bajamos para subir a otros. Una vez alguien me dijo que los bebés antes de nacer estaban en el mismo lugar que los muertos. Extraño circuito de las almas que vienen a este mundo de paseo. A viajar en colectivo. En este colectivo que sigue lento y el tiempo se vence. ¿Se vencerá el tiempo alguna vez? ¿Terminará? No tiene lógica, ¿no? ¿Qué significa que el tiempo acabe? ¿Cómo sería el tiempo después del tiempo? ¿Sería como ese lugar que no es un lugar donde se está previo y después de la vida? Pero entonces, ¿hay algo más allá de acá? ¿Hay algo más? ¿O sea que no hay un todo? ¿El tiempo es el todo? ¿El todo incluye el más acá y el más allá? ¿Y cómo sabemos desde el más acá que hay un más allá? Imposible. ¿Pero qué es lo imposible? Me pasé de parada. Si esto es hacer filosofía, creo que empezaré a disfrutar algo de mis angustias; aunque claramente llegaré tarde a todo…

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La Filosofía y Yo

Fragmento de Ismael Quiles, S. J, en ¿Qué es la filosofía?

¿Qué tengo que ver yo con la filosofía? ¿De qué me sirve la filosofía? De hecho, la mayoría de los hombres desarrollan perfectamente las actividades de su vida sin que les preocupen las altas especulaciones filosóficas. Para la industria y el comercio, para la oficina y el laboratorio, para la casa y la calle, para el agricultor y el hombre de la ciudad, para el deportista y el político, la filosofía no parece contar mayormente: a mí me sucede lo mismo…

Pero esta ausencia de la filosofía es sólo aparente. En realidad, es una ausencia presente, que trabaja por dentro toda la vida humana. No necesito de la filosofía para desempeñarme en los quehaceres de mi vida cotidiana. Pero ¡cuántas veces me encuentro a mí mismo filosofando! ¡Cuántas veces, después de una jornada de trabajo, con dificultades que he debido superar o con éxitos que me han sorprendido, vuelvo a casa y necesito, en un momento de reflexión, escuchar la voz interior de mi espíritu que me pregunta sobre el significado de todo esto que sucede en mi vida! ¿Para qué trabajo? ¿Qué sentido tienen todos mis afanes y sudores para abrirme camino en la vida, y crearme una situación a mí y a mis hijos? ¿Qué es esta urgencia que siento yo y sentimos los hombres de agitarnos en la vida, de trabajar, de luchar y de vivir? Y todo esto, ¿por qué y para qué?

En estos momentos estás filosofando, estás haciendo filosofía, estás demostrando que la filosofía es algo que te interesa a ti. Porque los grandes problemas filosóficos son, en resumen, los problemas de mi vida.

La palabra filosofía es un término griego que significa «amante» («filos») de la sabiduría («sofía»). La invención y el sentido de su término se atribuyen al antiguo filósofo griego Pitágoras, el cual, interrogado por el rey Leontas, si él era un sabio, contestó: Yo no soy sabio («sofos»), sino un amante o un buscador de la sabiduría (filósofo). Con ello quería expresar, modestamente, que no poseía la ciencia, pero que trabajaba para adquirirla, insistiendo más en lo que no sabía que en lo que sabía. Los hombres han tenido siempre necesidad de buscar la sabiduría y por eso el filosofar ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, en una forma más o menos perfecta. La búsqueda de la sabiduría ha sido, en todos los pueblos y en todas las culturas, una urgencia, que ha manifestado el grado de evolución y de progreso de la humanidad.

Pero ¿qué es la filosofía? ¿Qué es esa sabiduría que el filósofo desea alcanzar? Para que lo comprendamos mejor voy a describir el hecho mismo del filosofar. Ya hemos dicho que filosofamos muy frecuentemente en nuestra vida cotidiana. Atendamos a lo que hacemos en esos momentos, pues encierran para nosotros una preciosa lección. Para fijar mejor nuestra imaginación nos referiremos a un hecho concreto. No pocos de los grandes filósofos han encontrado su vocación a causa de algún aislamiento forzoso en su vida: La cárcel, la enfermedad, la desgracia, el destierro, &c. A causa de una enfermedad seria yo debo guardar cama durante largo tiempo. Me encuentro aislado entre las cuatro paredes de mi habitación y puedo, a lo más, contemplar el reducido panorama que mi ventana me permite entrever del jardín cercano. Mi enfermedad sigue con alternativas, cuyo fin yo no puedo prever. Con frecuencia pienso lo peor. En esos momentos toda mi atención se va concentrando cada vez más sobre mí mismo. Si yo muero, el mundo va a seguir como hasta ahora. La inmensa mayoría de los mortales, ni se darán cuenta de que yo he existido. Mi existencia habrá sido apenas en el mundo como la huella que en el mar ha dejado la gaviota al rozar la superficie del agua con sus alas. ¿Cuál es entonces el secreto de mi existencia? ¿Por qué ni siquiera voy a poder realizar una vida cumplida como veo otros hombres han logrado? ¿Qué significo yo en el mundo? ¿Por qué he de estar atado a esta cama y sujeto a estos dolores, sin poder por mí mismo evadirme de esta situación? En estos momentos me hallo concentrado y solo sobre mí mismo. La soledad es el principio del filosofar. Siento toda la pequeñez y toda la insignificancia de mi ser frente al universo. Pero, al mismo tiempo, extiendo también esta insignificancia y esta pequeñez al universo mismo. Porque el universo no es más que un conjunto de seres como yo, y si cada uno deja de tener sentido, el universo entero es también un sin sentido y un fracaso. Sin embargo, surge en mí de repente una comprensión más profunda, una reacción contra esta situación absurda mía, que extiendo a todo el universo. Ya no me revelo contra el dolor y contra mi prisión, y probablemente dejo de mostrar mi impaciencia a los que me rodean. Porque, contra ese fracaso mío, de mi vida, y ese sin sentido del universo, afirmo que todo debe tener un último sentido.

Porque no es posible que yo me pierda en la nada y en el vacío, después de una existencia dolorosa e inútil. No es posible que todo el universo, en el que yo me encuentro instalado, carezca también de sentido; sino que debe tener su finalidad y yo dentro del mismo debo tener también mi propia finalidad, y todo debe tender hacia una última perfección y felicidad. En estos momentos estoy filosofando. Pero este filosofar, que todos realizamos, especialmente cuando nos recuperamos a nosotros mismos y dejamos de estar perdidos en las preocupaciones de nuestra vida diaria, este filosofar que sobre todo aparece cuando algo sacude hasta lo más íntimo todo nuestro ser, un triunfo, una desgracia, la guerra, la enfermedad, una felicidad inmensa, es un «filosofar espontáneo». Es decir, que todo hombre hace naturalmente, pero sin precisión y método. En tal caso nuestras ideas son confusas e imperfectas. Sólo alcanzamos conclusiones que no nos dan una seguridad y luz definitivas. La penumbra del misterio nos envuelve, y una serie de problemas sin solución surge siempre en nuestro derredor.

Cuando este filosofar espontáneo se torna reflexión perfecta y metódica, con análisis de las experiencias humanas, comparación de los diversos problemas y de sus soluciones, estudio de las consecuencias que se siguen de unas afirmaciones respecto de otras, entonces es cuando ya se realiza el «filosofar» propiamente tal, decir el «filosofar científico». Ahora podemos comprender lo que es la filosofía en sí misma. Platón y Aristóteles, los dos mayores filósofos de Grecia antigua, han definido la filosofía como ciencia que nos da las últimas explicaciones de las cosas. Es decir, que responde a nuestras últimas preguntas sobre la realidad del hombre y del universo. ¿Cuál es en último término la realidad del hombre? ¿Cuál es el sentido último del hombre y del universo? La filosofía es la ciencia que responde a estos interrogantes. Por eso se ha definido como ciencia de las últimas causas o explicaciones. Pero en esos últimos interrogantes se hallan precisamente los problemas que afectan a lo más íntimo de mi ser. De aquí que la filosofía sea la ciencia más humana, más profundamente humana. Por supuesto que no podemos aspirar a una solución total de nuestros problemas, pero debemos al menos llegar con seguridad a resolver los más vitales problemas acerca del sentido y de la naturaleza del hombre y del universo. Pero si la filosofía es una ciencia profundamente humana, yo tengo que decir que la filosofía me afecta a mí mismo de una manera ineludible. Mis problemas individuales son también problemas humanos. Yo como individuo, como este individuo determinado, estoy interesado en resolver los problemas humanos que son mis problemas. El problema del dolor y de la muerte, de la felicidad y de la inmortalidad, del espíritu y de la materia, del bien y del mal, &c., son problemas, que me afectan a mí mismo, y que yo no puedo eludir porque los llevo dentro de mis entrañas. Si la filosofía es una ciencia humana, es también una ciencia de cada hombre. Cada uno la necesitamos. La ciencia de las últimas causas es «mi» ciencia.

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El pensamiento ético en la Antigua Grecia (Conferencia)

Fragmento de Jorge Luis Acanda, en La preocupación ética. Apuntes de un curso.

La ética como malestar

Como todos sabemos, esta serie de conferencias lleva el título de “la preocupación ética”. Lo que nos anima y nos une, a los que vamos a trabajar en este curso, es una preocupación de índole ética sobre problemas que atañen a todos los individuos en todas las sociedades, incluyendo a la cubana. Si por ética entendemos una reflexión racional sobre la moral, entonces un momento importante de este curso será no simplemente el de ofrecer unos valores morales y/o rechazar otros, sino reflexionar e invitar a reflexionar sobre lo que significa construir y aceptar valores morales, y cómo deben  construirse  esos  valores,  para  que  los  receptores  de  estas  conferencias comprendan por qué asumimos la discusión moral desde determinadas posiciones y no desde otras, por qué consideramos que esas posiciones y esos valores a los que apostamos son legítimos y los demás no. Proponemos una vía de reflexión más que un ramillete de dogmas. Esta última es la posición más extendida en la actualidad, precisamente porque es la de los fundamentalismos de todo tipo (tanto los religiosos como los políticos). Lo que nos interesa es, apoyándonos en la realidad concreta y no en abstracciones vacías, avanzar hacia la proyección de una sociedad más libertaria y justa.

Ya mi amigo Jesús Espeja explicó la diferencia entre moral y ética. El término “moral” se usa “para referirse a un conjunto de principios, preceptos, mandatos, prohibiciones, permisos, patrones de conducta, valores e ideales de vida buena que en su conjunto conforman un sistema más o menos coherente, propio de un colectivo humano concreto en una determinada época histórica… La moral es… un determinado modelo ideal de buena conducta socialmente establecida”.[1] La ética es la reflexión racional sobre lo  que  se  entiende  por  conducta  buena  y  sobre  cuáles  son  los fundamentos en los que se basan los juicios morales. La reflexión ética comienza cuando nos preguntamos por qué es ese modelo moral y no otro el que ha sido aceptado socialmente, y cuáles son los principios que justifican y legitiman ese modelo.

Desde los criterios que le ofrece el código moral predominante, el individuo toma decisiones prácticas. Determina lo que debe hacer o no, lo que es legítimo o no; acepta o rechaza las actuaciones e ideas de otros individuos, etc. La moral le ofrece a cada ser humano un conjunto de respuestas y soluciones ya dadas de antemano, que este tan sólo tiene que incorporar y reproducir en su conducta cotidiana. Pero para la ética, de lo que se trata es de formar el hábito de saber decidir moralmente. Es un saber para el que la vida cotidiana no prepara  al  individuo,  y  es  un  hábito  difícil  de  crear, precisamente porque ninguno de los distintos órdenes o sistemas sociales existentes desde hace diez milenios lo ha asumido como necesario, sino todo lo contrario. La moral implica aceptación acrítica por parte del individuo. La ética supone preocupación, reflexión, inquietud y duda. En suma: actividad racional. Pero una que se apoya en el cuestionamiento. ¿Sabemos por qué hemos asumido ciertos  valores morales? ¿Los hemos incorporado porque hemos reflexionado sobre ellos, o simplemente porque son los que nos ha enseñado la sociedad en la que vivimos, los que nos ha inculcado la vida? El hábito de saber decidir moralmente puede provocar malestar en las personas, acostumbradas a aceptar sin reflexión previa los valores que su entorno le inculca. Lo confronta con una pregunta que generalmente provoca desasosiego: ¿por qué? ¿Por qué el comportamiento justo, bueno, adecuado, es ese y no otro? La ética nos convoca a preocuparnos por descubrir los fundamentos objetivos (es decir, independientes de la voluntad de los individuos) de nuestros valores morales. Es por ello que Slavoj Zizek ha afirmado que “el terrorismo” es algo “característico de toda postura ética verdadera”,[2] apuntando al carácter desacralizador y subversivo propio de la preocupación ética.

Ética y filosofía

En su aparición, la ética es posterior a la moral. En las etapas iniciales de la historia de la Humanidad, y apoyándose en los conocimientos que desarrollaban sobre el mundo que los rodeaba, los seres humanos construyeron una concepción del mundo, un conjunto de principios y valores para estructurar su relación con esa realidad. En la concepción del mundo está presente, en indisoluble relación, lo cognoscitivo y lo valorativo. Conocer algo es poder captar sus características, y también (y como resultado) poderlo valorar como útil, provechoso, dañino, legítimo, adecuado, bueno, etc. Ya en la más primitiva concepción del mundo existen, por lo tanto, normas morales que rigen la interacción de los miembros de la sociedad.

La ética surgió más tarde, allí y cuando los seres humanos se cuestionaron la legitimidad de las normas morales existentes. Albrecht Wellmer ha apuntado que “planteamiento ético y teoría ética sólo las hay desde que la concordancia de las acciones con las normas tácitamente vigentes de una sociedad ya no se reconoce como instancia última en la justificación de esas acciones”.[3]3 En un momento determinado del desarrollo de las relaciones sociales, se conjugaron una serie de factores que llevaron a un grupo de individuos a preguntarse por la fundamentación racional de las normas morales existentes. A la pregunta “¿por qué esto es lo bueno y  lo  justo?”, ya  no aceptaron una respuesta basada en la tradición o en mandatos divinos, en principios trascendentes al ser humano y a su mundo, sino que exigieron una explicación basada en razones, en principios demostrables argumentativamente.

El surgimiento de la ética fue posible sólo cuando apareció un nuevo tipo de pensamiento, diferente al que había existido hasta ese momento. Y del interés – o por mejor decir, de la necesidad – de cuestionar el orden social existente y sus principios de legitimación. La aparición de la preocupación ética significó un cambio revolucionario en el modo de pensar, vinculado al interés, ahora existente, de un grupo social por transformar el sistema de relaciones sociales. ¿Quiénes estaban interesados en todo esto? ¿Por qué? ¿Cuáles fueron los factores que hicieron posibles y necesarias estas transformaciones en la vida espiritual del ser humano?

La moral está ya implícita en las primeras formas de concepción del mundo, que son aquellas que  se  apoyaron  en  el  mito.  Pero la ética surge cuando nace  un pensamiento de nuevo tipo, apoyado en el razonamiento. Hasta ese momento, el ser humano pensaba el mundo (y se pensaba a sí mismo, como parte de ese mundo) apoyándose en el mito. En una etapa posterior de su desarrollo, el hombre ya no se limitó a pensar el mundo, sino que comenzó a pensar sobre el pensamiento. Esto significó una reflexión mucho más compleja. Implicó la aparición de una concepción del mundo que ya no podía basarse en el mito, y que necesariamente tenía que apoyarse en la razón, en la búsqueda de lo racional, en el descubrimiento de la lógica inmanente a los procesos de la realidad. Este proceso de ascenso de un tipo de pensamiento a otro superior se conoce como tránsito del mito al logos. Su resultado fue el nacimiento de una nueva forma de apropiación espiritual de la realidad, a la que sus creadores (los griegos antiguos) llamaron “filosofía”. Desde sus inicios mismos, la ética fue parte sustancial de la filosofía. La filosofía fue ética.

La palabra mito procede del griego mythos: expresión, mensaje, algo que se narra. Es el reflejo generalizado de la realidad en la forma de representaciones sensoriales, en la forma fantástica de seres animados. Los mitos son narraciones de hechos extraordinarios, generalmente referentes a los orígenes, lo que en la mentalidad primitiva significaba la explicación y justificación del orden social existente. En los mitos se recrean, mediante fábulas o ficciones alegóricas, los hechos primordiales que, supuestamente, proporcionan explicación y   fundamento a   las   normas   sociales, creencias, costumbres, existentes en un grupo humano. Por lo común van asociados a la actividad de seres sobrenaturales o de poderes excepcionales, y permiten la justificación de los valores, instituciones y creencias existentes ya en la sociedad. Los mitos le proporcionan un sentido tanto a los fenómenos de la naturaleza como los de la sociedad, ofrecen modelos ejemplares de comportamiento y generan valores. En cuanto que dan explicación de los fenómenos sociales, de las instituciones y de las diversas actitudes que los individuos deben tomar ante la vida, actúan como cohesionadores sociales y garantes del orden social.  Puede afirmarse que los  mitos  reproducen  de  forma ideológica las bases de la misma sociedad que los engendra.

El concepto de logos procede de la palabra griega legein, que originariamente significaba hablar, decir, narrar, dar sentido, recoger o reunir. Se traduce habitualmente como razón, aunque también significa discurso, verbo, palabra. En cierta forma, pues, significa razón discursiva que muestra su sentido a través de la palabra. El paso del mito al logos se produjo cuando empezó a cobrar forma en las mentes de los hombres la convicción de que tras el caos aparente de los acontecimientos tenía que ocultarse un orden  subyacente,  y  que  este  orden  era  el  producto  de  fuerzas  impersonales  e inmanentes a ese propio mundo.

La conciencia mítica tiene un carácter conservador: justificaba lo existente, y lo presentaba como algo invariable, ajeno al ser humano, impuesto a este desde una instancia superior y extramundana, y por lo tanto incapaz de ser transformada por los hombres. La nueva forma de conciencia a la que llamamos filosofía tuvo desde su origen un carácter radicalmente diferente, revolucionario. Fue el instrumento para canalizar el interés de ciertos grupos sociales de nueva aparición, de transformar el orden social, las relaciones de poder. Para ello las normas reguladoras del comportamiento práctico de los individuos, las normas morales, debían ser fundadas, ancladas, legitimadas, en criterios objetivos. El nuevo orden social que se pretendía imponer debía ser presentado como expresión de un orden inherente al mundo mismo. La reflexión lógica, racional, sobre el mundo, conducente a descubrir sus principios inmanentes de funcionamiento y ordenamiento, tenía como propósito último justificar los nuevos valores morales. La filosofía aunó la nueva reflexión sobre el mundo y la nueva reflexión sobre el ser humano y la sociedad. La cosmología y la ética fueron dos caras de una misma moneda.

La ética y el pensamiento

Una serie de conferencias sobre la ética, por lo tanto, implica una referencia constante a la filosofía. Y algunos podrán asustarse ante esta afirmación, pensando que aquí trataremos temas tan herméticos que escaparán a su comprensión. Es cierto que la filosofía significa un tipo específico de pensamiento, pero no es menos cierto que se ocupa de algo que todos realizamos todos los días, aunque de forma inconsciente y muchas veces poco elaborada: el pensamiento. La filosofía es un pensar sobre el pensar, y todos pensamos. Lo característico del ser humano es que está munido de la capacidad de pensar.  La filosofía nos  propone  que  pensemos  sobre  cómo  pensamos,  con  el objetivo de poder pensar mejor.

El destacado teórico y comunista italiano Antonio Gramsci escribió lo siguiente: “Es preciso destruir el muy difundido prejuicio de que la filosofía es algo sumamente difícil  por  ser  la  actividad  intelectual  propia  de  una  determinada  categoría  de científicos especialistas o de filósofos profesionales y sistemáticos. Es preciso, por tanto, demostrar, antes que nada, que todos los hombres son <filósofos>, y definir los límites y los caracteres de esta <filosofía espontánea>, propia de <todo el mundo>, esto es, de la filosofía que se halla contenida: 1) en el lenguaje mismo, que es un conjunto  de  nociones  y  conceptos  determinados,  y  no  simplemente  de  palabras vaciadas de contenido; 2) en el sentido común, y en el buen sentido; 3) en la religión popular y, por consiguiente, en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, maneras  de  ver  y  de  obrar  que  se  manifiestan  en  lo  que  se  llama  generalmente

<folklore>”.[4]4

Debemos leer con detenimiento este pasaje. Gramsci no está afirmando que todos los hombres sean filósofos, en el pleno sentido del término (obsérvese el uso de las comillas). Pero si destaca la relación que existe entre la filosofía (como forma específica de apropiación espiritual de la realidad) y el pensamiento cotidiano de los seres humanos, los elementos comunes entre el filosofar y el pensar, en tanto ambas son formas de actividad intelectual. La diferencia entre el pensar cotidiano y el pensar filosófico está en el nivel de complejidad que alcanzan las operaciones mentales que todo individuo realiza constantemente y en forma inconsciente. El pensar cotidiano es también una actividad intelectual, con un cierto grado de complejidad, que todos realizamos repetidas veces cada día, aunque en forma espontánea y sin reflexionar sobre ello.

Pensar implica la realización de una serie de complicadas operaciones mentales, de las que sin embargo no somos conscientes, y ejecutamos casi mecánicamente. Los seres humanos crean palabras para nombrar las cosas con las que interactúan y para designar sus actividades, y poder así transmitir sus experiencias a otras personas. Las palabras son conceptos. Y los conceptos son el resultado de un proceso de generalización. Los individuos acumulan la experiencia de su confrontación cotidiana con una multiplicidad de fenómenos singulares, todos diferentes entre ellos, y haciendo uso de su capacidad racional realizan un proceso de abstracción, mediante el cual descartan lo secundario y destacan lo común esencial a un conjunto de objetos, y lo plasman en una palabra, en un concepto. Así surgen conceptos simples, como pueden ser el de perro, o mango, o algarrobo. No hay dos perros idénticos, ni tampoco dos algarrobos. Pero el ser humano ha logrado discriminar   y desechar las características individuales para destacar lo esencial común, y poder así, como resultado de la realización de un proceso de generalización, crear un concepto.

Cada concepto funciona como un modelo ideal. Cada vez que interactuamos con un objeto singular lo comparamos inmediatamente con el conjunto de modelos que tenemos en nuestra mente para poderlo definir, para respondernos la pregunta “¿qué es eso?”. Pensar es una labor de modelación, y de constante confrontación de las cosas que enfrentamos con los modelos que tenemos en nuestro pensamiento. Cuando designamos algo con una palabra, lo nombramos, lo definimos, es porque hemos encontrado su concordancia no plena, pero si esencial, con un modelo ideal, con un concepto. Ese animal que se me encara, o esa planta que observo, tienen características específicas que los diferencian de todos los demás. Pero lo que destaco es su concordancia con un modelo ideal, la existencia en él de un conjunto de rasgos esenciales que me lo identifican con algo, para poder  así alcanzar una definición: es un perro, o es un algarrobo.

Generalización de lo esencial, discriminación de lo secundario, modelación, conceptualización, son elementos de todo acto de pensamiento. Gracias a eso el ser humano adquiere un conocimiento sobre los fenómenos de la realidad. Y todo conocimiento  es  a  la  vez  valoración.  Cuando  nombro  algo,  cuando  establezco  su relación de comunidad esencial con un modelo ideal y lo conceptualizo, no obtengo solamente un conocimiento de lo que ese objeto es, sino que también, y como resultado necesario, establezco un juicio sobre cómo debe ser, qué es lo que puedo esperar de ese objeto, cómo debe comportarse, pero también cómo debo comportarme con respecto a él, qué significado puede tener para mi y para los míos. Si como resultado de una operación simple de pensamiento digo “eso es un mango”, ese resultado cognoscitivo implica a su vez un acto valorativo: si es un mango es algo comestible, no es algo dañino,  etc.  Cuando  afirmo  que  “Carmen  es  una  mujer”,  no  estoy  simplemente afirmando   su   pertenencia   a   un   género   y   sus   características   intrínsecas   (sus características fisiológicas, por ejemplo), sino que también estoy estableciendo lo que es legítimo esperar de ella, y lo que no lo es: en tanto mujer, Carmen debería ser dulce, femenina, maternal, débil, dispuesta a perdonar, etc., pero no debería ser ruda, ni enérgica, ni cruel, etc. Todo acto cognoscitivo es a la vez, y necesariamente, un acto valorativo. Pensar es conocer, y también es valorar. La creación de un concepto implica un acto de conjugación del ser con el deber ser.

Pero  el  conocimiento  no  es  sólo  valoración:  es  también  normatividad.  Al nombrar el objeto, al conceptualizarlo, al definir lo que ese objeto es, no sólo destaco la significación que tiene para mi, sino también establezco normas: la norma del comportamiento de ese objeto, y la norma de mi comportamiento hacia él. Lo que debo y puedo esperar del objeto, y lo que se debe y se puede esperar de mi comportamiento hacia él. Al conocer y valorar establezco lo que es normal, legítimo, previsible. Cuando defino a Carmen como una mujer, el concepto de mujer no sólo marca las determinaciones esenciales del objeto Carmen, sino que también delinea como debe ser Carmen de acuerdo a una norma o código que está contenido ya en el propio concepto “mujer”, cómo debe comportarse Carmen, cómo debo comportarme yo con respecto a ella. Lo que es lícito esperar de ella, como debe ser ella “normalmente”, y lo que es ilícito en su comportamiento, y por lo tanto objeto de rechazo y condena, por ser un comportamiento fuera de la norma, “anormal”.

En los inicios de la civilización, los seres humanos crearon conceptos simples, que tenían un referente material directo. Los pueblos primitivos tenían palabras para designar  todas  las  especies  vegetales  con  las  que  interactuaban,  pero  no  tenían conceptos como el de “árbol” o “planta”; tenían conceptos para nombrar las distintas actividades laborales que realizaban, pero no habían creado el concepto de “trabajo”. El ascenso en la capacidad de abstracción, en la capacidad cognoscitiva, condujo, en una etapa superior, a la formación de conceptos que no tienen un referente material, directo, sensorialmente  perceptible.  Un   momento   fundamental  en   el   desarrollo   de   las matemáticas lo constituyó la creación del concepto de “cero”. Hasta ese momento había sido relativamente fácil crear los números, los conceptos de “uno”, “dos”, “tres”, etc. Era algo que podía representarse gráficamente, colocando una ramita, o dos piedritas, o escribiendo una raya o dos rayas. Pero el cero es un número que es resultado de un algo grado de abstracción. El cero no designa nada. No tiene un referente material sensorialmente perceptible. A diferencia de otros símbolos numéricos, El cero es un símbolo creado no para representar algo existente, sino para representar la existencia de nada. Sin embargo, no podemos pensar con profundidad la realidad material que nos rodea sin el concepto de cero. La invención del cero marcó el ascenso de la aritmética a la matemática. Los conceptos de la aritmética tienen un carácter empírico (uno, dos, la mitad, etc.), pero los de la matemática implican un grado muchísimo más alto de elaboración mental (cero, coseno, números irracionales, números negativos, circunferencia, el número pi, etc.). El desarrollo de la capacidad de pensar significó la profundización en la capacidad de establecer la relación entre lo inmanente y lo trascendente. En un primer acercamiento, podemos afirmar que lo inmanente es aquello que se nos da directamente en nuestra experiencia sensorial; lo trascendente, aquello que está situado más allá de nuestra experiencia sensorial. Los conceptos más simples ya establecen una relación entre lo inmanente y lo trascendente. Nunca interactuamos sensorialmente con “El Perro” ni con “El Algarrobo”, sino con perros y algarrobos singulares. El concepto de perro es el resultado de captar mentalmente un conjunto de rasgos esenciales, el resultado de una labor de síntesis que no se limita a enumerar un conjunto de características sensorialmente perceptibles. Todo perro tiene cuatro patas, un rabo y ladra. Pero podemos encontrar un animal al que se la ha cercenado una pata y el rabo, y que no ladre, y no obstante podemos afirmar con razón que es un perro. Y en la medida que ascendemos en la escala de la abstracción, y el pensamiento se torna cada vez más elaborado y se plasma en conceptos cada vez más profundos, la complejidad de la relación entre lo inmanente y lo trascendente – presente en todo acto de pensamiento

– se hace cada vez más clara. “El árbol” no existe empíricamente. Por eso es un concepto que sólo puede aparecer en un escalón superior del pensamiento. Y lo mismo podemos decir de otros conceptos como el de “mamífero”, o el de “tangente”, o el de “vacío”. Ninguno de ellos designa algo sensorialmente perceptible, empíricamente constatable, pero sin ellos no podemos pensar a profundidad el mundo que nos rodea, y por lo tanto tampoco pensarnos a nosotros mismos.

Todo acto de pensamiento conlleva la realización de un conjunto de operaciones, y cumple un conjunto de funciones. Todo pensamiento implica relacionar lo inmanente con lo trascendente, el ser con el deber ser, la general con lo singular. Todo pensamiento cumple estas tres funciones: cognoscitiva, valorativa, normativa.

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Una idea fundamental de la fenomenología de Husserl: la intencionalidad

Fragmento de Jean-Paul Sartre, en El Hombre y Las Cosas.

“Él la comía con los ojos.” Esta frase y otros muchos signos indican bastantemente la ilusión común al realismo y al idealismo según la cual conocer es comer. La filosofía francesa, tras cien años de academismo, está todavía en eso. Todos hemos leído a Brunschwicg, Lalande y Meyerson, todos hemos creído que el Espíritu-Araña atraía a las cosas a su tela, las cubría con una baba blanca y las deglutía lentamente, las reducía a su propia substancia. ¿Qué es una mesa, una roca, una casa? Cierto conjunto de “contenidos de conciencia”, un orden de esos contenidos. ¡Oh filosofía alimentaria! Sin embargo, nada parecía más evidente: ¿la mesa no es el contenido actual de mi percepción, y mi percepción no es el estado presente de mi conciencia? Nutrición, asimilación. Asimilación, decía el señor Lalande, de las cosas a las ideas, de las ideas entre ellas y de los espíritus entre ellos. Las potentes aristas del mundo eran roídas por esas diastasas diligentes: asimilación, unificación, identificación. En vano los más sencillos y rudos de entre nosotros buscaban algo sólido, algo, en fin, que no fuese el espíritu; no encontraban en todas partes sino una niebla blanda e igualmente distinguida: ellos mismos.

Contra la filosofía digestiva del empirio-criticismo, del neo- kantismo, contra todo “psicologismo”, Husserl no se cansa de afirmar que no se puede disolver las cosas en la conciencia. Veis este árbol, sea. Pero lo véis en el lugar mismo en que está: al borde del camino, entre el polvo, solo y retorcido por el calor, a veinte leguas de la costa mediterránea. No podría entrar en vuestra conciencia, pues no tiene la misma naturaleza que ella. Creéis reconocer aquí a Bergson y el primer capítulo de Matière et mémoire. Pero Husserl no es realista: este árbol sobre su trozo de tierra agrietada no constituye un absoluto que entraría más tarde en comunicación con nosotros. La conciencia y el mundo se dan al mismo tiempo: exterior por esencia a la conciencia, el mundo es por esencia relativo a ella. Es que Husserl ve en la conciencia un hecho irreductible que ninguna imagen física puede representar. Salvo, quizá, la imagen rápida y oscura del estallido. Conocer es “estallar hacia”, arrancarse de la húmeda intimidad gástrica para largarse, allá abajo, más allá de uno mismo, hacia lo que no es uno mismo, allá abajo, cerca del árbol y no obstante fuera de él, pues se me escapa y me rechaza y no puedo perderme en él más que lo que él puede diluirse en mí: fuera de él, fuera de mí. ¿Acaso no reconocéis en esta descripción vuestras exigencias y vuestros presentimientos? Sabíais muy bien que el árbol no era vosotros, que vosotros no podíais hacerlo entrar en vuestros estómagos oscuros y que el conocimiento no podía, sin improbidad, compararse con la posesión. Al mismo tiempo la conciencia se ha purificado, es clara como un gran viento, nada hay ya en ella, salvo un movimiento para huir, un deslizamiento fuera de sí. Si por un imposible entráseis “en” una conciencia, seríais presa de un torbellino que os arrojaría afuera, junto al árbol, en pleno polvo, pues la conciencia carece de “interior”; no es más que el exterior de ella misma y son esa fuga absoluta y esa negativa a ser substancia las que la constituyen como conciencia. Imaginaos ahora una serie ligada de estallidos que nos arrancan a nosotros mismos, que no dejan ni siquiera a un “nosotros mismos” el tiempo necesario para formarse detrás de ellos, sino que nos lanzan, al contrario, más allá de ellos, al polvo seco del mundo, a la tierra ruda, entre las cosas; imaginaos que somos rechazados y abandonados así por nuestra naturaleza misma en un mundo indiferente, hostil y reacio; habréis comprendido el sentido profundo del descubrimiento que Husserl expresa en esta frase famosa: “Toda conciencia es conciencia de algo.” No hace falta más para terminar con la filosofía alfeñicada de la inmanencia, en la que todo se hace mediante acuerdos y permutas protoplásmicas, mediante una tibia química celular. La filosofía de la transcendencia nos arroja al camino real, entre las amenazas, bajo una luz encegueced ora. Ser, dice Heidegger, es ser-en-el-mundo. Comprende este “ser-en-el” en el sentido de movimiento. Ser es estallar en el mundo, es partir de una nada de mundo y de conciencia para de pronto estallarse-conciencia-en-el-mundo. Si la conciencia trata de recuperarse, de coincidir al fin con ella misma, en caliente, con las ventanas cerradas, se aniquila. A esta necesidad que tiene la conciencia de existir como conciencia de otra cosa que ella misma Husserl la llama “intencionalidad”.

Antes he hablado del conocimiento para hacerme entender mejor: la filosofía francesa, que nos ha formado, no conoce ya apenas más que la epistemología. Pero para Husserl y los fenomenólogos, la conciencia que adquirimos de las cosas no se limita a su conocimiento. El conocimiento o pura “representación” no es sino una de las formas posibles de mi conciencia “de” este árbol; puedo también amarlo, temerlo y odiarlo, y ese excederse de la conciencia a sí misma, a la que se llama “intencionalidad”, se vuelve a encontrar en el temor, el odio y el amor. Odiar a otro es una manera más de estallar hacia él, es encontrarse de pronto frente a un desconocido del que se ve y se sufre ante todo la cualidad objetiva de “aborrecible”. He aquí que, de repente, esas famosas reacciones “subjetivas” que flotaban en la salmuera mal* oliente del Espíritu se separan de él; no son sino maneras de descubrir el mundo. Son las cosas que se nos revelan de pronto como aborrecibles, simpáticas, horribles o amables. Es una propiedad de la máscara japonesa el ser terrible, una propiedad inagotable e irreductible que constituye su naturaleza misma, y no la suma de nuestras reacciones subjetivas ante un trozo de madera esculpido. Husserl ha reinstalado el horror y el encanto en las cosas. Nos ha restituido el mundo de los artistas y los profetas: espantoso, hostil, peligroso, con puertos de gracia y de amor. Ha preparado el terreno para un nuevo tratado de las pasiones que se inspiraría en esa verdad tan sencilla y tan profundamente desconocida por nuestros refinados: si amamos a una mujer es porque ella es amable. Nos hemos liberado de Proust, y al mismo tiempo de la “vida interior”: en vano buscaremos como Amiel, como un niño que se besa el hombro, las caricias, los mimos de nuestra intimidad, porque, en fin, de cuentas, todo está fuera, todo, inclusive nosotros mismos: fuera, en el mundo, entre los demás. No es en no sé qué retiro donde nos descubriremos, sino en el camino, en la ciudad, entre la muchedumbre, como una cosa entre las cosas, un hombre entre los hombres.

Enero de 1939.

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Horror vacui, anarquía y honestidad filosófica

Fragmento de Jorge D. Rodríguez Chirino, en Filosofía Itinerante.

Las formas pedagógicas establecidas (vale decir, académicas) han olvidado el propio sentido de ser para los que buscan aprender, pues de lo contrario harían un uso mucho más extenso y sistemático del aforismo, esa forma idónea para motivar a andar los senderos (laberínticos, por cierto) del conocimiento.

Concentrados hasta la ceguera respecto a lo diverso en la práctica de discursos eminentemente explicativos, los profesores universitarios eluden el sentido del misterio como una de las fuerzas fundamentales del saber, y por lo tanto la parquedad sibilítica del aforismo se les aparece como algo «perjudicial» en el proceso de enseñanza, y terminan reduciéndolo a mera cita ilustrativa, como si los aforismos necesitaran sustentarse desde afuera. Pero lo que verdaderamente los espanta, incluso inconscientemente, no es el aforismo como tal, bien definido en su carácter corpuscular, sino más bien el entorno de este: el silencio.

El delirium tremens discursivo es sólo esto: horror vacui del lenguaje.

Anarquía necesaria

Una vez mal entendidos los conceptos de exclusión e inclusión, cierta forma de pedagogía se institucionaliza inevitablemente, en virtud de su supuesto rigor.

Es aquella que profesa la necesidad de incluir (esto es, de sumar) la mayor cantidad posible de contenido temático en los diversos cursos. Soportada por el culto de la cantidad de información, esta forma pedagógica privilegia la visión panorámica sobre el detalle punzante, y olvida la posibilidad de que todo el cuadro esté contenido, de modo más preciso y dependiendo menos de la ilusión visual producto de la distancia, en el matiz menos llamativo.

Incluir aquí vale como excluir. Los programas de estudio deberían ser dinamitados, y entonces los fragmentos liberados y expelidos podrían mostrar, en las figuras de sus itinerarios y en sus órdenes internos, sus naturalezas micro cósmicas.

Honestidad filosófica

La palabra-concepto del discurso filosófico tradicional es como un ojo vanidoso que va constatando su propia miopía al ver su imagen distorsionada reflejada en el espejo natural. No puede negársele cierto coraje, pues se atreve a crearse un nuevo espejo (el de su propia pupila), y así busca claridad y precisión no en la regeneración del ojo propio, sino en la rectificación del espejo. La imagen más prístina la logra en el espejo-sistema, una especie de narcisismo totalizador supuestamente fundado en el viejo imperativo de «conócete a ti mismo», cuando en realidad no hace sino agudizar su propia ceguera. Olvida el ojo la intemperie que mueve su búsqueda, se olvida a sí mismo, y al final de todo ello resulta una forma peculiar de fetichismo conceptual: el de la musaraña.

Moraleja: honestidad de Spinoza al empeñarse en el oficio de pulir lentes.

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Tesis sobre Feuerbach

Karl Marx (1845), publicado por primera vez por Friedrich Engels (1888), en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.

[I] El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación «revolucionaria», «práctico-crítica».

 

[II] El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico.

 

[III] La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen).

La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.

 

[IV] Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.

 

[V] Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

 

[VI] Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:

A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.

En él, la esencia humana sólo puede concebirse como «género», como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.

 

[VII] Feuerbach no ve, por tanto, que el «sentimiento religioso» es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad.

 

[VIII] La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.

 

[IX] A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la «sociedad civil».

 

[X] El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad «civil; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

 

[XI] Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.

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Notas

[1] Adela Cortina y Emilio Martínez: Ética. Ediciones Akal, Madrid, 1996, p. 14.

[2] Slavoj Zizek, ¿Quién dijo totalitarismo? Pre-textos, Valencia, 2002, p. 110.

[3] Albrecht Wellmer. Finales de partida: la modernidad irreconciliable. Ediciones Cátedra, Madrid, 196, p. 15.

[4] El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Edición Revolucionaria. La Habana, 1966, p. 12.

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