En las circunstancias actuales, la crisis del capitalismo mundial se torna cada vez más compleja. Con la otrora caída del campo socialista europeo y la desintegración y desaparición de la URSS —a finales de los 80 y comienzos de los 90 respectivamente—, se entronizó la posmodernidad epistémica en las sociedades. Si bien el discurso teórico del posmodernismo tenía sus antecedentes en las décadas anteriores, no fue hasta las postrimerías del siglo pasado que se consolidó en la lógica del sistema-mundo. De esta forma, la posmodernidad salía victoriosa frente a la modernidad, reinante por más de doscientos años.
En esencia, cuál es el fundamento de las sociedades posmodernas: economías capitalistas que fomentan el desarrollo de lo que llamamos políticas de la diferencia, que precisamente reafirman la fragmentación de las realidades humanas y formas culturales para crear nuevas sociedades capitalistas de acuerdo al momento que se viva. Se apela a la libertad del individuo y supuestamente se resaltan valores “diferentes” en un constructo social que no solo afecta a lo real existente, sino al desarrollo epistémico de los saberes. Si las ciencias humanísticas o las humanidades tienen dentro de sus objetivos formar a un mejor ser humano, resaltando valores intrínsecos a nuestra especie; el Estado como estructura de poder define la política que legitima y empodera a las ciencias a nivel social. Ahora, esto último presupone la creación estatista de nuevos elementos. O sea, para el Estado legitimar ciertas políticas en las sociedades actuales tiene que resaltar clases sociales o nuevos sujetos para adecuar su discurso, esto no es más que la invención del Otro.
Sucede que en la desesperación de retomar al Otro, el Estado burgués trasgrede el problema de la libertad humana mediante la violencia física en ocasiones —que no es objeto del escrito—, pero sobre todo, a través de la violencia epistémica.
La “creación” de subjetividades a partir de la pluralidad y su diferenciación conlleva a encasillar las libertades en verdaderas prisiones de los esquemas de pensamiento, que los individuos siguen ciegamente por reflejos condicionados. La supuesta alteridad creada es falsa. Así vemos como en los últimos treinta años se violenta al ser humano mediante políticas de la diferencia: racismo, feminismo, homofobia, ecologismo, religiones, etnicismos, culturalismos, filosofías, ideologías, etc. Por supuesto, esto no solo se refiere al grupo de personas gestor que crea estos movimientos epistémicos, también nos referimos a los mecanismos de saber/poder que construyen representaciones sociales.
Sobre lo anterior mucho teorizó el filósofo francés Michel Foucault. En nuestros ciudadanos latinoamericanos, el fenómeno se da desde el lenguaje y la forma más directa que le es extraña a sí: la escritura. Hablar y escribir.
Otro intelectual francés, Jean Paul Sartre, escribió una novela autobiográfica en la cual analiza esto último, la relación directa que existe entre la oralidad y la escritura. Para nadie es un secreto que tanto la palabra como la escritura construyen leyes políticas y jurídicas, categorías epistémicas nacionales e identidades culturales, así como ontologías y gnoseologías para comprender el mundo desde la realidad particular de cada pueblo o país. Por esto las instituciones educativas, médicas y carcelarias son implementadas desde discursos específicos que definen límites en las sociedades. De esta forma, se comprende que la política, entendida como el poder, define la subjetividad del tipo de sociedad; la educación, en este caso los saberes, sería la que aseguraría el hecho, lo llevaría a efecto. Y viceversa. Como se nota la relación saber/poder violenta la episteme social en nombre de la libertad y la supuesta emancipación del Otro; pues, en el discurso intenta promover la autonomía de los diferentes grupos y a lo que más llega es al sectarismo clasista de los particulares entes sociales.
El Apóstol cubano José Martí al expresarse sobre las razas, dijo una vez, “dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos” (OC, t. 2, p. 298); como gran humanista que fue, siempre abogó por incluir los disímiles extractos sociales del Otro en la totalidad que entendemos como Hombre. En ese mismo texto, expresó más adelante: “Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o acorrala es un pecado contra la humanidad” (Ídem.). O sea, si bien parte de cada ser es un mundo, entiende que la categoría “hombre” no se debería fragmentar o clasificar en diferentes especificaciones, pues sería darle propiedades distintas a un mismo sujeto. Cuando se define, estructura, clasifica al sujeto se agrede lo que somos, y se pierde en última instancia nuestra condición de humanos.
Reza la vieja frase hegeliana, el hombre desea deseos, tal es la tesis que es apoyada en la actualidad. A partir de este paradigma se hace el supuesto llamado a la “libertad”; se resuelve el problema de la libertad. ¿Libertad para quién? ¿libertad de hacer qué? Pero la satisfacción de deseos parte de lo material, tal parece que el sujeto es libre para tomar decisiones en la cotidianidad, y especialmente para consumir.
Evidentemente, surge una dicotomía existencial. Por un lado, el sistema capitalista crea las condiciones para “ser libres”, pues pone cuanto existe a disposición del hombre. Desde lo material brinda productos homogéneos, hiper-desarrollados, seductores y bien sofisticados para que el sujeto tenga libertad de consumir lo que desee y se sienta complacido con su elección. Y por el otro lado, a nivel subjetivo, se fragmenta al sujeto cuando se diferencia al negro, a la mujer, al indígena, al mestizo, al judío, al árabe, al homosexual, etc., y lo pone frente al Otro en un supuesto de acto de emancipación, pero que tiene su fin real en balcanizar a lo humano. El diálogo de saberes es corroído por la estructuración que el sistema hace, pues lo que no entre dentro de sus estándares, es desechado o visto como “extraño”. Así vemos, por ejemplo en Nuestra América, que existe una construcción del sujeto colonial/originario, constituido en el Otro. Ese proyecto tiene como fin anular al Otro y borrar toda la huella de este a nivel subjetivo. Verdaderamente, ¿en esta posición puede hablar el otro? No. La violencia epistémica se torna más dañina que la violencia física. Cuando la expresión del azteca o maya no significa nada para el occidental, su cosmovisión es anulada. Por esto la eterna disputa entre “civilización” y “barbarie”. Al respecto Martí expresó en 1884,
(…) el pretexto de que unos ambiciosos que saben latín tienen derecho natural de robar su tierra a unos africanos que hablan árabe; el pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea: como si cabeza por cabeza, y corazón por corazón, valiera más un estrujador de irlandeses o un cañoneador de cipayos, que uno de esos prudentes, amorosos y desinteresados árabes que sin escarmentar por la derrota o amilanarse ante el número, defienden la tierra patria, con la esperanza en Alá, en cada mano una lanza y una pistola entre los dientes. (OC, t. 8, pp. 440-445)
En su paradigmático ensayo Nuestra América, concluiría esta idea, no hay batalla entre civilización y barbarie.
El problema de la libertad no se puede entender desde el enfrentamiento conceptual y mucho menos desde la violencia epistémica. Tampoco se debe homogeneizar a las culturas diferentes. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!, sentenciaría el apóstol en su magnum opus haciendo clara referencia a la libertad de nuestros pueblos mestizos y originarios, frente a la violencia epistémica (y física) de quien intenta subyugarnos.