Por: Nadir Samá Limonta y Fernando Almeyda Rodríguez
“(…) observó que no había nadie (…) Silencio y soledad. No era el silencio de una ciudad sino de un cementerio. Como si a la ciudad le hubieran arrancado la lengua y no pudiera ni reír, ni cantar, ni llorar, solo gemir quedamente como un sordo mudo al que le doliera su mudez. (Gorbatov, 1974, pp. 28-29)
Este escenario, que bien podría referirse a la actual crisis epidemiológica mundial, pertenece a la obra ‘’Los Indomables’’ de Boris Gorbatov. En ella el autor relata los hechos acontecidos en un pueblo ucraniano de Dombás, 1941 durante la ocupación militar del ejército nazi. La experiencia de sus protagonistas es extrañamente parecida a la nuestra durante estos días aciagos.
Nos encontramos azotados por una pandemia desatada en Wuhan, China y expandida velozmente por todo el mundo. No muy diferente a una guarnición nazi, el Covid-19, ahora domina nuestras vidas. Impredecible, amenazante y mortal. Ha logrado abatir severamente pueblos, países y naciones.
Nos vemos sometidos a una fuerza extranjera; compele a cumplir con exactitud rigurosos mandatos dictados con tal de no provocarla y avivar las llamas de su ferocidad. Está suscitando en las personas los mismos efectos que un regimiento de ocupación. Las ciudades son sitiadas y tomadas: el Coronavirus es el nuevo enemigo invasor.
“La gente tenía ahora un extraño movimiento de cuello desconocido antes: un movimiento rápido, medroso, adquirido por la costumbre de mirar a todos los lados. La gente tenía miedo a los encuentros” (Gorbatov, p. 30)
Constantemente compruebo como se suscitan pasajes como este entre la gente que me rodea, cual si fuera una representación teatral. El tormento de Tarás por su familia; la desventura de su joven hija Nastia que “había florecido a destiempo, en aquella amarga primavera”; la prudencia temerosa de la gente; el enclaustramiento y la incertidumbre: todo parece parte del relato del autor.
Al salir a la calle, noto que todo está en su lugar habitual, pero el ambiente se siente cargado y hostil, pedante y angustioso. La ciudad está prácticamente despoblada; no hay casi personas en las calles y las que hallo parecen estar absortas en sus asuntos.
No hay niños correteando por los parques y calles; ni juegos de dominós en las esquinas; ni tan siquiera vecinos en los balcones comentando sobre deportes o “de lo que había llegado a la bodega”. Realmente sorprende a la vez que inquieta.
Algunos intentan proteger sus familias trancándose en las casas, mientras los más jóvenes se sienten rehenes. En esos hogares el amodorramiento y sumisión se vislumbra como la más sensata solución; sin pensarlo abrazan la hipocondría que poco a poco va devorando sus nervios. La ciudad va decayendo en una sociedad de infelices, histéricos y paranoicos.
Las personas más temerarias sienten el encierro como una afrenta a su dignidad; no quieren ser cómplices del virulento enemigo. Sin provocarlo lo enfrentan. Así, algunos jóvenes de mi barrio, tomando las precauciones indicadas por las autoridades sanitarias, salen del enclaustro a dar la cara. Les dan la bienvenida “las calles muertas y crucificadas de la ciudad, a la que le habían arrancado el alma viva y alegre” (Gorbatov, p. 31).
Mas, todavía hay quien se resiste a aceptar una realidad tan siniestra. La tensión que conlleva asumir este escenario cuasi-bélico no está a la altura de todos. Algunos –a costa de todo riesgo- predican su negación a la muerte con abrazos, alcohol y reuniones festivas. Pero en el fondo no hay nada que festejar y pronto el miedo vence las falsas sonrisas, y la juerga callejera acaba donde empezó. En otros la frustración crispa sus nervios y estallan reyertas sinsentido en el medio de las colas de racionamientos. Quizás si el Coronavirus tuviera cara se la molerían a golpes; pero ni esto concede el enemigo, cuyas partículas envenenadas aguijonan los pulmones de sus víctimas cual balazos a quemarropa.
Hasta respirar es peligroso. La casa devino trinchera; las incursiones furtivas a la calle son de espíritu kamikaze. Cada enfermo se cuenta como una baja, y se sospecha de los saludables, cual si fueran posibles espías. Los mismos miedos e impotencias de un estado de sitio. No se sabe qué se agotará antes, si los víveres o la paciencia.
Todos los problemas que antaño parecían gigantes se ven empequeñecidos o catalizados. Todo se viene abajo, la economía, la seguridad, la confianza, la humanidad, la vida. Todo lo que antaño dábamos por sentado se ve ahora difuso. La muerte, ese inexorable hecho, aparece nuevamente en el horizonte de los hombres y mujeres. De Dombás a la Habana la distancia se acorta; el día a día está envuelto en aires de guerra, de vida o muerte.
Interesante publicación , hace una excelente comparación entre la obra y la realidad vista y narrada desde el bolígrafo del autor , puntos clave para entender los cambios que suceden en una sociedad acostumbrada al límite diario. Espero leer mas artículos de este tipo que fortalezcan mi empatía a la realidad
gracias, una buena nota, intentare leer el libro, me ha dejado intrigado. gracias
*creo que el apellido del autor esta mal escrito en el titular.
Juan David Carratú. En efecto, había un problema en el título. Muchas gracias por el comentario.
Muchas gracias Luis, trataremos de continuar en la misma línea.