Abraham: Una visión según Kierkegaard y Caravaggio
A pesar de las profundas diferencias teológicas, éticas y políticas que aún persisten en los mayores credos monoteístas, en todos ellos existe un grupo de figuras comunes, consideradas como profetas, transmisores o renovadores del mensaje divino. Dentro de ese selecto grupo, dentro de los nombres que son reiterados están Adán, Noé, Moisés, David, María y Jesús, estos últimos para el cristianismo y el islam. Y aunque en todas, Adán es fundamental por ser considerado el padre de la humanidad, la figura de Abraham es con creces el mejor ejemplo de una tensión existencial que ha inspirado tanto a filósofos como Søren Kierkegaard, como a artistas del nivel de Caravaggio. Abraham es, con creces, el mejor ejemplo de la dialéctica entre la finitud humana y la eternidad divina, al punto de ser considerado el padre de la fe, pues es en él donde Dios encontró a una persona justa y merecedora de vivenciar Su Gracia por medio de la paradoja de la fe.
Pero para ganar aquel favor de Dios, recordemos, Él le pone a un ya anciano Abraham la gran prueba de fe: «Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Génesis 22:2). En efecto, Abraham entendía el origen de esa orden, y procedió a preparar el asno, alistar al muchacho (Isaac) y muy temprano, irse con su hijo, el asno y dos siervos al lugar indicado.
La historia de lo que viene es ya conocida: cuando Abraham iba a degollar a su hijo, el ángel del Señor lo llama y lo detiene. Por aquel intento que ante los ojos de la ley humana era un delito mortal, a la perspectiva del Altísimo era la prueba superada de un amor que trasciende las fronteras de toda lógica mundana. Aquel acto de fe por parte del anciano le hace garante de la promesa y la bendición de Dios: «Por mí mismo he jurado, dice Yahvé, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz» (Génesis 22:16-18). En resumen, podríamos decir que la acción de Abraham trajo beneficios para las generaciones futuras, al ser él el último reducto de fe en lo imposible, adalid de esperanza para el propio creador respecto a su creación que parecía haber girado su rostro a sus propios intereses. El anciano patriarca se hizo un ser activo, que se impuso siguiendo un telos establecido por la pasión (pathos) de su interioridad. Sin saberlo, este hombre de lejanas tierras se había convertido en la encarnación de lo que el filósofo danés Sören Kierkegaard entendía como religiosidad A, antesala de un momento superior patente en el verdadero cristianismo llamado religiosidad B, culmen de una existencia plena en el estadio religioso. Abraham creyó en Dios a pesar de lo paradójico de su petición y con pasión desmedida saltó el abismo de lo ético para afincarse en una «serena» existencia religiosa.
La interpretación visual de Caravaggio
Sin embargo, lo que me trae a reflexionar acerca de la situación de Abraham e Isaac, no es tanto el asunto teológico-existencial que implica la fe, y el dilema ético-religioso que el holocausto de Isaac pudo generarle a Abraham, pues de este tema ya con el abordaje hecho en la famosa obra Temor y temblor del mismo Kierkegaard, tenemos un hermoso y profundo tratado psicológico en marcada clave autobiográfica. No, tan solo quiero poner en consideración este caso a causa del impacto que esta escena bíblica ha causado en el mundo del arte, y hay una pintura de Caravaggio titulada El sacrificio de Isaac (Sacrificio d’Isacco) que me ha llamado la atención a propósito de la relación de movimiento que puede haber entre lo activo y lo que padece. Pues, aunque dicha relación de movimiento implicaría procesos verificables en un mundo tridimensional antes que insinuaciones pictóricas, la pintura en mención no deja de ser sugerente, en tanto que pone en consideración de quien observa unas relaciones entre los personajes representados en el lienzo que van más allá de lo que podríamos representarnos en un primer vistazo de la obra.
En un primer instante la maestría técnica de Caravaggio nos recrea la relación de dominador y dominado: las manos de Abraham sostienen tanto el cuchillo como el rostro del sacrificado con total firmeza. En esa fortaleza de sus manos, Abraham parece tener la convicción de actuar sin consideraciones. De igual modo, su rostro que mira al ángel que viene a detenerlo no parece exhibir señales de sorpresa, es como si estuviera completamente seguro de lo que va a hacer. Del otro lado está Isaac, el muchacho, está completamente sometido, amarrado intenta mirar atrás, y con un gesto de desespero, grita intentado reconvenir a su padre. La naturaleza como instinto de supervivencia se ha sometido al poder de un hombre de fe, Dios está primero que la naturaleza. Por eso en Kierkegaard el panteísmo es un total despropósito.
Es fácil desde un primer esbozo polarizar la pintura y poner a un lado a Abraham: el activo, el dominante; y por el otro, a Isaac: el pasivo, o sea el dominado. El fuerte, el más grande es quien domina, se puede decir desde una primera impresión amparada por lo que desde la experiencia parece comprobable a nivel natural. Es como si dijéramos que un grupo de leonas es más fuerte que un antílope y que por eso, sin más, están arriba en la cadena alimenticia, esa es la ley natural y aplica para toda criatura. Lamentablemente, el movimiento y lo humano están allende a una visión de este tipo. Una jerarquía que ponga en un primer peldaño a un moviente activo por encima de lo que es movido es engañosa. Una consideración de imposición de uno sobre otro demanda mayor sensibilidad analítica, más aún cuando se establecen rótulos de agente y paciente o activo y pasivo que solamente son guiados por una modificación externa o formal. Si bien la dimensión formal con relación a un moviente y un movido es fundamental para una referencia acertada del movimiento aristotélico, esta comprensión de lo moviente como activo, y su contraparte como pasivo, puesta en el plano de la existencia humana encierra una serie de problemas. Pero antes de entrar a esta consideración hay un punto importante para mencionar, para ello me alejaré un momento del caso de Abraham e Isaac.
Cuando vemos que algo se mueve para alcanzar algo como, por ejemplo, las leonas al antílope, podemos pensar de inmediato que ellas se van a imponer y causar sufrimiento al otro animal, de tal suerte que su premio será una comida para los cachorros y en general para la manada. No obstante, cuando algo busca externamente otra cosa ¿no obedece eso a una carencia, a una falta, que obliga a moverse para completarse y llenar así esa carencia? Eso significa que aquel considerado como activo también padece: de puertas para adentro el calvario está latente. Es decir, aunque en un primer momento exista un ente activo, eso no quiere decir que en todo caso este ente activo se imponga. Por el contrario, la receptividad, no implicará debilidad ni sometimiento. Del mismo modo que hay engaño en la jerarquía natural, en la constitución del individuo, categoría suprema del pensamiento kierkegaardiano, hay una dinámica continua, es dialéctica, esto implica un juego de roles donde nunca hay un actor fijo y el movimiento se asienta hasta en las huestes más profundas del sentimiento.
Retomando la pintura del sacrificio de Isaac, y teniendo en cuenta la apariencia engañosa de la actividad y la receptividad, vemos como los roles parecieran estar definidos: Abraham domina e Isaac es sometido. Y aunque la historia tenga su énfasis marcado en el papel de la fe, un abordaje psicológico de los actores de la historia no debe ser excluido, en tanto se entienda que en el mundo humano el sentir es en muchos casos, por no decir en todos, el determinante del movimiento y, por ende, el telón de una auténtica condición existencial, pues actuar y el padecer pueden habitar dentro de un mismo sujeto. El mundo humano está colmado de una amalgama de intenciones y decisiones, y decidir a favor de lo uno o lo otro es el sol de cada mañana en nuestro cielo existencial. Muchas veces esa decisión no implica una exención de sufrimiento, existir es vivir en continuo desgarramiento y ese moverse en el mundo implica andar bajo un sol inclemente en un camino de brazas encendidas.
La angustia de Abraham en Kierkegaard y Caravaggio
Es quizá aquello que la pintura del maestro italiano no captura en el rostro de Abraham, su dolor, su miedo convertido en angustia ante la irracionalidad del mandato divino, la expresión desesperada se maquilla de certeza ante el origen de la orden: la palabra de Dios. Pero Abraham teme, padece quizá como nadie lo pueda imaginar ante la inminencia del asesinato de un hijo que fue entregado por el mismo Dios ¿quién puede sentirse tranquilo cuando alguien que no debería actuar de manera contradictoria me da algo y luego me lo quiere quitar de una manera tan inesperada? Abraham padece y actúa padeciendo, quizá sufra más que el mismo Isaac. Porque solo el mismo Abraham comprendía su propio sentir frente a la muerte de aquel hijo prometido. Solo Abraham comprendía sus sentimientos. La pintura se queda estática en el momento de mayor suspenso, a saber, cuando el ángel detiene al patriarca. Sin embargo, cada instante en el que la mano con el cuchillo se acercaba al cuello del muchacho era intensidad infinita para el futuro asesino, era un presente hecho futuro, hecho dolor. Podemos separar el movimiento de la mano de Abraham e individualizarlo en instantes privilegiados para entender cómo la cercanía del arma a la piel era proporcional en miedo y angustia. En virtud de eso podríamos afirmar que hay un ser que actúa y otro que padece, y seguir agregando consideraciones de tipo ético y religioso entorno a esta situación bíblica, así como lo estoy haciendo o como lo hiciera Kierkegaard, no obstante, el padecimiento queda en el universo interno de quien lo vive. Ni la técnica de claro oscuro de Caravaggio, las palabras del filósofo danés o lo que de novedoso haya en mi análisis pueden acercarse al peso emocional de una existencia concreta. El sentir es el nombre de nuestro microcosmos, solo él nos pertenece y solo en él se ahogan los ecos de nuestros padecimientos. No olvidemos que en el mundo de lo humano las jerarquías son estructuras levantadas como castillos de naipes que ante los avatares del tiempo pueden caer cambiándonos nuestro presente. La imagen de Isaac también dominaba el alma de Abraham, imprimiéndole un padecimiento imposible de expresar bajo una forma lingüística concreta. Isaac se vuelve un agente activo, pues en tanto imagen, como en presencia espiritual él entra y se convierte en presente y recuerdo fantasmagórico para su padre asesino. Por tal motivo, en el mundo humano, el movimiento, junto con el actuar y el padecer físico, son solo una de las caras de nuestra realidad existencial, ya que de fondo tenemos el terrible pathos existencial que tiene tantas direcciones y posibilidades como la cantidad de nubes que han pasado por el cielo, y una posición que vea o parta de unas jerarquías como criterio primario de reflexión de lo humano, e intente traer cambio reemplazando una jerarquía por otra, avanza como los cangrejos.
Referencias bibliográficas
Aristóteles. (1995). Física (De Echandía, G., Trad.). Gredos.
Conferencia Episcopal Española. (2011). Sagrada Biblia. Biblioteca de Autores Cristianos.
Kierkegaard, S. (2009). Postscriptum no científico y definitivo a las migajas filosóficas (Jordán, N., Trad.; 1ª. ed.). Universidad Iberoamericana.
Kierkegaard, S. (2012). Temor y Temblor (Merchán V.S., Trad.). Alianza.