Los Manuscritos de 1844 destacan entre los textos más manidos y vulgarizados de Carlos Marx. Pero no por ello, siguiendo el adagio popular, se debe confundir la muerte del mensaje con la del mensajero; pues este pequeño texto encierra la conjetura de una posible integración entre una estética del cuerpo y el marxismo.
Desde el prisma de la relación sujeto-objeto, todo sujeto busca objetivar su actividad (léase, su necesidad de salir de sí y cristalizar su pensamiento en el mundo), de ahí que los objetos constituyan actividad o pensamiento cristalizado en las cosas, y esto también implica la existencia de objetos ideales, pues objetivación no implica materialidad. En otras palabras, el ser humano busca constantemente salir de sí, pues no contento con la mismidad narcisista de su universo interior, necesita expulsar sus ideas al mundo trasformando, efectivamente, las cosas en objetos pensados.
Visto así, sucede que muchas veces los hombres no pueden lidiar con esta capacidad, y ponen, por tanto, todas las características de su actividad en otros, o sea, que se enajenan. Pues la enajenación es justamente eso, salir de sí y observarse a sí mismo desde afuera, lo cual puede ser útil mientras se tenga control y no se pierda uno mismo en esta donación. Cuando las capacidades activas humanas que se enajenan son muchas, se crean constructos como Dios. Si durante períodos históricos determinados, sucede que el hombre no es capaz de usar críticamente sus capacidades activas, casi seguramente las va a donar a un absoluto para que las use por él, y dicho absoluto puede ser tanto Dios, como el Tercer Reich, o la ciega confianza de Aind Rand en la autorregulación del mercado capitalista.
Para Carlos Marx en el proceso de trabajo ocurre otro tanto, pues existe una desconexión tan grande entre el obrero y su producto de trabajo, que termina convirtiéndose en víctima de una cuádruple enajenación: del trabajador con respecto a su producto, del proceso productivo en general, con respecto a su ser genérico, y de su relación con los otros (Marx, 1980, pp. 109-113). No importa ahora, por supuesto, la sutileza de cada una de ellas, baste saber que la dinámica del capital es harto enajenante. En palabras de Marx:
El objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa; el producto es la objetivación del trabajo (Marx, 1980, p. 105)
O sea, mediante la enajenación el producto de nuestra actividad se hace hostil a su creador, pues configura un objeto que se convierte en sujeto (pues se le ha entregado capacidades activas) que responden ahora a sus propios intereses. Por eso no sería descabellado decir que el verdadero sujeto del capitalismo es el capital, y no las personas que lo crean. Para acotar dicha afirmación en el universo de sentido de la cultura popular, piénsese en The Matrix de las hermanas Wachowski, en donde el ser humano es mero combustible biológico para la gran computadora central que realiza la simulación. Sólo el capital se reproduce frenéticamente gracias al sudor del obrero y el burgués enajenado. Veremos más adelante por qué éste último tampoco escapa a la enajenación.
Ahora bien, ¿dónde encaja la estética en esta cuestión? Encaja en la concepción de Marx de un trabajo liberado de las cadenas de la enajenación. En la medida en que “…el hombre crea también según las leyes de la belleza”(Marx, 1980, p. 112), o sea, en la medida en el producto de trabajo puede configurarse como una obra de arte (y es difícil concebir un obrar más elevado y sublime del que crea por la belleza misma), se puede concebir el proceso productivo desenajenado como un producir artístico, pues
Marx define la verdadera productividad humana como el impulso para crear en libertad a partir de la necesidad inmediata. La gratuidad del arte, su trascendencia respecto a la sordidez de la utilidad, contrasta con el trabajo forzado en la misma medida en que el deseo humano difiere del instinto biológico” (Eagleton, 2006, p. 275).
En otras palabras, la creación no enajenada, que crea según las leyes de la belleza, es el momento desinteresado y verdaderamente libre que marca la salida del hombre de su prehistoria. Pues hasta ahora el proceso de trabajo constituye, muchas veces, un proceso anodino de crear valores que se disfrutan a media; y de lo que se trata es de igualar el trabajo con la libertad, de manera que el sujeto, en el universo de sentido del trabajo, cree para su libertad y para la de los otros, para su goce de la belleza y el goce del otro. Crear por el placer de crear, por el goce de que lo creado por ti satisface al otro, es la verdadera medida de lo específicamente humano.
Pero la estética es, etimológicamente hablando, aisthetikê, percepción o sensación, o sea, cosa imposible de lograr sin un cuerpo que conozca al mundo. De ahí la importancia que ha cobrado una “somaestética” para algunos marxistas como Terry Eagleton, pero sobre todo para filósofos contemporáneos de variados cortes (Shusterman, 2008). La somaestética busca alejarse de la visión metafísica de que la experiencia artística no implica el cuerpo que reacciona ante la obra de arte o el objeto natural; busca, al contrario, una estética centrada en el cuerpo que incluya, incluso, lo sucio y lo abyecto en la corporalidad.
Evidentemente, tales consideraciones contemporáneas del cuerpo escapan a Marx, cuya teoría de las necesidades es aparentemente sencilla, pero entraña mucho contenido:
“…Marx distingue (…) dos tipos de impulsos y apetitos humanos: los constantes y fijos, como el hambre y el instinto sexual, que son parte integrante de la naturaleza humana y sólo pueden modificarse en su forma y en la dirección que adoptan en las diversas culturas y los apetitos relativos, que no son parte integrante de la naturaleza humana pero que deben su origen a ciertas estructuras sociales y a ciertas condiciones de producción y comunicación” (Fromm, 1970, p. 37).
Y es por ello que una teoría del cuerpo en Carlos Marx no puede escapar a esta distinción. Biológicamente hablando, la satisfacción de necesidades básicas permite la reproducción de la especie. Pero con el ser humano comienza el mundo del Espíritu, el comunismo futuro busca una sociedad que supere al pensamiento burgués, pero que tome como suyas todas las bondades materiales y espirituales que ha creado.
Veamos ahora cómo funciona esta dicotomía del cuerpo en el trabajo enajenado. Por parte del obrero, la enajenación a la que está sometido implica que reduzca su goce corporal a un mínimo necesario para la reproducción de su fuerza de trabajo: comer, dormir y reproducirse. El burgués, por otro lado, está sometido a un goce por encima de sus capacidades corporales, pues posee el producto de su propio trabajo más el que le ha sido robado al obrero por medio de la plusvalía.
La condición sine qua non de tal situación es la naturaleza enajenante del dinero como mercancía por excelencia. A diferencia de una producción no enajenada, toda creación bajo la égida del capital implica que:
“Como la antítesis del objeto estético, una especie de artefacto fracasado, la esencia material de la mercancía es una mera ejemplificación azarosa de la ley abstracta del intercambio. (…) Como puro valor de cambio, la mercancía borra de sí misma cualquier fragmento material; como atractivo objeto con aura, hace alarde de su ser material único en una especie de espectáculo espurio de materialidad. Sin embargo, esta materialidad es en sí misma una forma de abstracción, que sirve así para bloquear las relaciones sociales concretas de su propia producción” (Eagleton, 2006, pp. 279-280).
O sea, que el burgués se entrega a disfrute de un objeto en cuya producción no ha participado, lo que genera un goce que sobrepasa sus propias capacidades productivas. Para entender esta idea, se debe entender el carácter enajenante del dinero, pues genera la ilusión de que con él se pueden cambiar disímiles valores por el solo hecho de la magia de su materialidad como dinero. A esto llama Marx “fetichismo de la mercancía”, a la idea de la capacidad de ser cambiadas entre sí, lo cual está dado porque cristaliza actividad, sudor humano en ellas, y no porque sean mágicamente intercambiables por el hecho de ser mercancías.
Visto así, la propia tenencia de dinero es enajenante de por sí, pues genera la ilusión de omnipotencia y capacidad universal de adquisición de objetos y personas. Un ejemplo cabal de ello es el personaje principal de American Psycho, protagonizado por Christian Bale. Aquí Bale es un ejecutivo joven y exitoso que se obsesiona por una estética perfecta. Enajenado por la condición del dinero, comienza a asesinar por el placer de “probar” hasta dónde la sociedad le va a permitir llegar con sus excesos. La película, una suerte de catarsis del exceso, evidencia justamente eso, que la forma enajenante del dinero suele pasar por encima del otro, de ahí que sea más evidente en las capas más pudientes de la sociedad.
Erich Fromm analiza el fenómeno en la génesis del capital en el Medioevo. El hombre comienza a tener un sentido de individualidad, pues ha muerto la Iglesia como referente matriarcal universal, lo que provoca que el individuo se encuentre libre, pero que no sepa cómo lidiar con esa libertad (Fromm, 2005, p. 50). En el caso del campesino sólo pudo vender su fuerza de trabajo, pero en el caso de las personas pudientes implicó “…un egocentrismo apasionado, una voracidad insaciable de poder y riqueza” (Fromm, 2005, p. 64), una suerte de madre sustituta; y en matices terriblemente edípicos, una forma patológica de manejar el hecho de hallarse inevitablemente libres en el mundo.
En tiempos de Marx, dicha dicotomía con respecto al goce, implicaba connotaciones verdaderamente patológicas, pues
“Esta dicotomía se abre entonces camino a través del cuerpo humano: a medida que las capacidades productivas del cuerpo se racionalizan y mercantilizan, sus impulsos simbólicos y libidinales o bien son abstraídos hasta convertirlos en un desear grosero, o bien son eliminados como redundantes. (…) Una práctica estética verdadera (una relación con la Naturaleza y la sociedad que podría ser a la vez material y racional) se bifurca así en un ascetismo brutal por un lado y un barroco esteticismo por el otro. Suprimida de la producción material, la creatividad humana se disipa en una fantasía idealista o se arruina en esa parodia cínica de ella misma conocida como impulso posesivo. La sociedad capitalista es a la vez una orgía de ese deseo anárquico y el reino de una razón supremamente incorpórea” (Eagleton, 2006, p. 277).
Y es por ello que la emancipación del obrero implica la emancipación del burgués, pues ninguna de las dos formas de goce está en concordancia con el cuerpo: una es insuficiente y la otra es exceso. De ahí que equilibrar las balanzas del sistema productivo implica una redistribución del goce corporal, expresado aquí en la relación que pueda tener el ser humano con los productos de su trabajo. Esto no implica, cabe recalcar, un empobrecimiento material, de lo que se trata es de una redistribución del formidable aparato productivo del capitalismo. No se puede construir un comunismo en harapos, el verdadero goce implica el acceso igualitario a todas las fuentes de satisfacción fijas e históricas que describe Marx.
Ahora bien, y para concluir, veamos cómo un freudomarxista como Herbert Marcuse mantiene el diagnóstico de Marx en el siglo XX. En Eros y Civilización utiliza el concepto de “principio de actuación” que
“…corresponde a una sociedad adquisitiva y antagónica en constante proceso de expansión, presupone un largo desarrollo durante el cual la dominación ha sido cada vez más racionalizada (…) Durante un largo tiempo, los intereses de la dominación y los intereses del conjunto coinciden: la provechosa utilización del aparato productivo satisface las necesidades y facultades de los individuos. Para una vasta mayoría de la población, la magnitud y la forma de satisfacción está determinada por su propio trabajo; pero su trabajo está al servicio de un aparato que ellos no controlan, que opera como un poder independiente al que los individuos deben someterse si quieren vivir. (…) Ahora el trabajo ha llegado a ser general y, por tanto, tiene las restricciones impuestas sobre la libido: el tiempo de trabajo, que ocupa la mayor parte del tiempo de vida individual, es un tiempo doloroso, porque el trabajo enajenado es la ausencia de gratificación, la negación del principio del placer. La libido es desviada para que actúe de una manera socialmente útil, dentro de la cual el individuo trabaja para sí mismo sólo en tanto que trabaja para el aparato, y está comprometido en actividades que por lo general no coinciden con sus propias facultades y deseos”(Marcuse, 1983, p. 56).
En otras palabras, en el siglo XX emergen nuevas formas de dominio, pero la relación se queda intacta. Sobre la base freudiana del principio del placer, el burgués se suele quedar con una cuota mayor de goce que el obrero, el cual, si bien ya ha logrado su jornada de ocho horas, pasa a ser controlado por los medios de difusión masiva y no por la violencia directa de los aparatos estatales.
El cuerpo siempre será el perdedor en la producción capitalista (si logra emanciparse o no en el socialismo real, no cabe discutirlo aquí). Es por ello que Marcuse defiende el “polimorfismo perverso” (Marcuse, 1983, p. 59), un goce libremente corporal que trascienda convenciones y prejuicios, de ahí que las revoluciones culturales de 1968 lo acojan como su referente teórico. Pero este placer corporal mantiene sus excesos cuando el individualismo y la posverdad determinan su goce, de ahí que la relación del hombre con su cuerpo se mantenga problemática, y que la posmodernidad sea el nuevo campo de batalla para dirimir una conjetura de que cuerpo, estética y marxismo constituyen una conjunción con derecho a existir.
Referencias
Eagleton, T. (2006). La estética como ideología.
Fromm, E. (1970). Marx y su concepto de hombre. Fondo de Cultura Económica.
Fromm, E. (2005). Miedo a la libertad. Paidós.
Marcuse, H. (1983). Eros y civilización.
Marx, K. (1980). Manuscritos: Economía y Filosofía. Alianza Editorial.
Shusterman, R. (2008). Body Consciousness: A Philosophy of Mindfulness and Somaesthetics. Cambridge University Press.