“La pérdida de la libertad, la tiranía, el maltrato y el hambre habrían sido más fáciles de soportar sin la obligación de llamarlos libertad, justicia, el bien del pueblo”. Aleksander Wat, Mi siglo
Cuando los críticos del régimen cubano -término este entendido tanto en su dimensión conceptual, alusiva a cualquier orden político institucional, y en su uso coloquial como sinónimo de poder represor – exponen públicamente sus juicios sobre los saldos negativos de aquel -en materia de supresión de libertades y atraso socioeconómico- confrontan dos tipos de respuesta. La primera, claramente política y evocadora del legado estalinista, suele echarles en cara su ligazón ideológica y ética con las causas más oscuras: mercenarios ambiciosos, agentes del Imperialismo, fascistas, etc. Se trata de epítetos fácilmente rebatibles, cuando se demuestra tanto la diversidad de identidades, trayectorias e ideologías de los opositores del castrismo como la naturaleza reaccionaria de aquel en su composición económicamente explotadora, culturalmente conservadora, socialmente excluyente y políticamente autoritaria.
Otra postura -aparentemente neutral y sofisticada- descalifica a los críticos desde la superioridad intelectual; señalando como exageración (“no hay tanta represión”) o dogmatismo (“repiten el léxico de la Guerra Fría”) los cuestionamientos que del régimen y sus políticas se hacen. Estas réplicas, amparadas en una configuración ideológica/identitaria sobrerrepresentada dentro de las izquierdas hegemónicas en la academia e intelectualidad latinoamericanas[1] -y, en sentido amplio, occidentales- son refractarias a la verdad. No se inmutan ante la crisis multidimensional -fracaso económico, protestas sociales, represión estatal y estampida migratoria- que sacude a la Cuba de los últimos dos años. Es en respuesta a las afinidades despóticas de la intelectualidad filotiránica -velada en sus intenciones, pero, con independencia de su intencionalidad, dañina en sus efectos- que se escribe el presente texto.
Comienzo reconociendo que no escribo desde la imparcialidad. Cuba -su crisis, su régimen, su destino- ha sido circunstancia vital de mi propia existencia, igual que de otros colegas. Sin embargo, la toma de partido no puede confundirse con parroquialismo
Comienzo reconociendo que no escribo desde la imparcialidad. Cuba -su crisis, su régimen, su destino- ha sido circunstancia vital de mi propia existencia, igual que de otros colegas. Sin embargo, la toma de partido no puede confundirse con parroquialismo. Entiendo al castrismo como una forma particular de la deriva totalitaria -en tanto expresión del Mal radical y el control total- de grandes revoluciones populares del siglo XX. Es el único experimento triunfante en este hemisferio, pero no la única forma que adopta la tiranía contemporánea en Occidente.
De ahí que asumo la simultaneidad de historias y memorias de otros pueblos latinoamericanos, enfrentados a formas opresivas y criminales que niegan la condición humana. Desde la represión sistemática implementada por las Dictaduras de Seguridad Nacional hasta los crímenes necropolíticos del narco que asolan amplias zonas de la región latinoamericana[2]. Ante esa realidad, el intelectual puede reconocer las distinciones analíticas de las diversas expresiones del autoritarismo político. Pero ello no se debería traducir, éticamente, en algo que no sea el repudio contra las más diversas formas de opresión políticamente motivadas. Sea cual sea la causa (normativa o pragmática) que las motive y la naturaleza (social o ideológica) de sus víctimas.
Para el caso que nos ocupa, hablamos de un régimen posrevolucionario de matriz leninista. Que muestra, por seis décadas, una habilidad para administrar la mitología revolucionaria, sostener una eficaz represión interna y ampliar su influencia internacional. Lo que le convierte en un caso histórico que se idealiza, un modelo estatal que se replica y un agente geopolítico que influye a nivel regional y global[3]. Una trinidad autocrática que se despliega mediante una presencia extendida por la duración temporal, así como con el alcance geográfico y la penetración en sociedades y grupos específicos, como los políticos, activistas e intelectuales progresistas latinoamericanos[4]. Vale la pena ilustrar con puntuales ejemplos cómo ese legado político intelectual autoritario aun permea la discusión sobre la realidad cubana en el ámbito regional.
Normalizar el despotismo
Dentro del grupo de los tres regímenes plenamente autocráticos de América Latina (Cuba, Venezuela y Nicaragua) la jerarquía simbólica y política se hace notar, al recibir un tratamiento diferenciado en cuanto a criticidad. A Ortega las izquierdas democráticas latinoamericanas y españolas le denuncian por su represión contra antiguos camaradas del sandinismo disidente. A Maduro, con menos coincidencia y contundencia, aun se le cuestiona usando los informes del Alto Comisionado de DDHH de la ONU. A Díaz Canel, si acaso, se le hacen llamamientos esporádicos y genéricos, que invisibilizan la naturaleza y responsabilidad represiva de su régimen. Metaforicamente hablando, Nicaragua aparece como una parroquia lejana y pequeña, donde un cura loco comete excesos que todos reprueban. Venezuela se asemeja a un arzobispado de media importancia, sobre cuyo funcionamiento podemos extender ciertas críticas. Cuba…es el Vaticano, cuya santidad y dogma son incuestionables.
En los diversos espacios políticos y académicos de la izquierda regional, la influencia del régimen cubano ha estado presente de modo palpable pero desigual, siendo posible identificar dos aspectos. Primero, la relación entre autocratización nacional y profundidad y alcance de la influencia del régimen cubano es directa; en el caso venezolano ha sido determinante. Segundo, la apuesta geopolítica de La Habana parece ir más allá de construir alianzas coyunturales, desembocando en alianzas autoritarias de carácter mucho más estructural, con vocación de permanencia, para asegurar la supervivencia de su propio régimen.
Esa actitud se repite en foros como la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPAL) en su XXXIX Reunión Plenaria, donde se reúne a una mayoría de partidos de izquierda democrática con sus pares autoritarios cubano (PCC), nicaragüense (FSLN) y venezolano (PSUV). Al abordar el caso cubano se limita a pedir, en una declaración reciente enfocada en el discurso de la soberanía estatal y la no ingerencia, el cese del embargo de Estados Unidos. Ello no tendría nada de reprochable si fuese acompañado –como correspondería a formaciones de izquierda democrática– por un reclamo simétrico respeto a la soberanía popular conculcada por la autocracia cubana.
Por su parte el llamado Grupo de Puebla, ha denunciado el autoritarismo de la derecha, pero mantiene su apoyo a los gobiernos de Daniel Ortega y Nicolás Maduro, parapetado en el discurso de la soberanía nacional. Asimismo, la expresión genérica de solidaridad con el pueblo cubano –reconociendo la existencia del malestar y de las movilizaciones históricas del pasado 11 de julio– se hizo, pero invisibilizando la represión desatada por el régimen de la Habana. Dicha represión ha llegado en 2023 a niveles récords a escala regional, con más de un millar de presos y procesados por razones políticas. En similar dirección, el anuncio fundacional del Observatorio de la Internacional Progresista -que cobija a novísimas izquierdas, fundamentalmente occidentales- no mostró preocupación alguna por la desaparición de la democracia en Nicaragua o Venezuela. Mucho menos por su inexistencia en Cuba.
Por su parte, desde la academia, vemos convocatorias como la del Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales (CALAS) para estudiar el Autoritarismo en Democracia. Perspectivas transregionales e históricas sobre espacios en disputa, y tampoco hace mención a los expedientes más estructurales de autocratización en la región, pertenecientes a la izquierda iliberal. Consultados por el autor, participantes en el Foro alegaron que se trataba de “procesos autoritarios en gestación dentro de democracias existentes”, lo cual justificaría la exclusión de los regímenes de Caracas, Managua y La Habana. No obstante, en el programa final se incluyeron referencias (ponencias) a Nicaragua y Venezuela, pero no a Cuba. Demostrando una decisión discrecional, no justificada en criterios analíticos, sobre la supuesta excepcionalidad del caso cubano.
Las actitudes vigilantes del dogma, manipuladoras de la realidad y excluyentes de la solidaridad para con los oprimidos del autoritarismo cubano, siguen vigente en un sector de la academia latinoamericana.
Si vemos los eventos, documentos y pronunciamientos públicos del Consejo latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), la crisis cubana -incluidas las protestas populares del 11 y 12 de julio de 2021, así como su represión- brilla por su ausencia; generando rechazo dentro de la comunidad académica regional. Y cuando se le alude, en sintonía con la narrativa oficial de la Habana, es para denunciar al “bloqueo imperialista” y celebrar los vínculos con autoridades políticas y académicas de la isla. Los sujetos, discursos, conflictos y procesos que confrontan esa visión son invisibilizados por la entidad que nuclea la mayor cantidad de centros de investigación y docencia de ciencias sociales y humanidades de la región.
Como ha recordado recientemente Timothy Snyder, en su crítica a la postura de Habermas a propósito de la invasión de Ucrania, “una vez que comprendemos el poder del discurso, comprendemos el poder de quienes, por ejemplo, las autoridades morales respetadas, vigilan sus límites, manipulan la memoria histórica y excluyen las voces de los vulnerables”[5]. Las actitudes vigilantes del dogma, manipuladoras de la realidad y excluyentes de la solidaridad para con los oprimidos del autoritarismo cubano, siguen vigente en un sector de la academia latinoamericana. Generando un impacto negativo en múltiples niveles.
Los silencios, verdades a media, escamoteos y soledades que prodigan las izquierdas de la región a sus pares críticos de la isla y, en general, a toda la población, son costosos. Impactan miles de existencias concretas, orilladas a la prisión o el exilio.
Primero, debilita las convicciones democráticas de la ciudadanía, al introducir un relativismo partidario que puede reproducirse, gracias a la polarización, en varios niveles y polos ideológicos, lo que fortalece los atavismos autoritarios de cada sociedad. Segundo, fortifica los procesos regionales de autocratización: muchos que, desde las izquierdas de Venezuela o Nicaragua, aplaudían o callaban ante los abusos del régimen cubano, resultaron posteriormente perseguidos una vez que el autoritarismo se impuso en sus países. En tercer lugar, al contribuir a la tribalización del debate político, bloqueando las vías de comunicación con otras fuerzas políticas y sociales, destruye el campo común que requiere la democracia realmente existente para consolidarse.
Un cambio en construcción
La incapacidad para asumir el carácter autoritario del régimen que impera en Cuba desde 1959 ha hecho posible que su influencia sobre distintos movimientos progresistas no sea bloqueada por la izquierda democrática. La pereza mental, las complicidades partidarias o la nostalgia de viejas militancias no alcanzan para justificar la negación de buena parte de la izquierda regional ante la violación sistemática de los Derechos Humanos en la isla. Miradas críticas desde la intelectualidad y activismo de izquierdas -como las de Claudia Hilb, Carlos Liscano y Rafael Uzcátegui- aún son recibidas con reservas y rechazo dentro del campo progresista[6].
Los dobles raseros parecen sostenerse para no incomodar a la propia tribu, evitando los señalamientos críticos o, in extremis, la acusación de traición. Ello no se limita a las fuerzas políticas, pues se extiende buena parte de la academia afín. Llega al punto en que el giro decolonial y la crítica al conocimiento eurocéntrico han sido empleados para justificar o negar la existencia de procesos de autocratización, cuando estos los desarrolla un gobierno que dice representar las “causas progresistas”.
Se impone construir la crítica a esa razón filotiránica (Mark Lilla dixit) a través de una resistencia dual: a las taras ideológicas y afectivas propias y recurrentes del pasado, a la influencia política presente del (tardo)castrismo. Los silencios, verdades a media, escamoteos y soledades que prodigan las izquierdas de la región a sus pares críticos de la isla y, en general, a toda la población, son costosos. Impactan miles de existencias concretas, orilladas a la prisión o el exilio. Comprometen el futuro mismo de la nación cubana, dejando únicamente en manos de las derechas las banderas de la solidaridad. Complican, además, la renovación futura de las causas y métodos que esas mismas izquierdas dicen defender.
Notas
[1] He abordado antes este tema -y algunas de las ideas desarrolladas en este texto- en Armando Chaguaceda e Ysrrael Camero, La promesa Boric y el desafío de las izquierdas latinoamericanas, Astrolabio. Revista Internacional de Filosofía, Junio, Número 25, Barcelona, 2022.
[2] Para una ponderación de las diferencias entre las formas opresivas con las que los poderes políticos y criminales depredan a las poblaciones bajo su dominio ver Andreas Schedler, En la niebla de la guerra. Los ciudadanos ante la violencia criminal organizada, Centro de Investigación y Docencia Económicas, CDMX, 2015.
[3] Para un abordaje en el caso mexicano ver Armando Chaguaceda y Johanna Cilano, El elefante en la habitacion: Cuba en el Mexico de la 4T, Letras Libres, No 284, Agosto, 2022.
[4] Armando Chaguaceda, El Estado cubano y la academia latinoamericanista, Revista Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, Vol LXXXVI, Núm 270, Enero-marzo 2020, Pág. 343-358
[5] FAZ.NET. (2022, June 27). Jürgen Habermas and Ukraine: Germans have been involved in the war, chiefly on the wrong side. FAZ.NET; Frankfurter Allgemeine Zeitung. http://bit.ly/3Xo5mpn
[6] Ver al respecto los libros de Hilb (Silencio Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la revolución cubana (Edhasa, Buenos Aires, 2010).), Liscano (Cuba, de eso mejor ni hablar, Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 2022) y Uzcategui (La rebeldía más allá de la izquierda. Un enfoque post-ideológico para la transición democrática en Venezuela, Náufrago de Itaca Ediciones, Caracas, 2021).