Crítica de la razón posmoderna: la irrupción de la transmodernidad

octubre 10, 2020
transmodernidad

Foto por Hannes Richter

«(…) tecnología y capitalismo son una estrella doble, las interfaces cerebro-máquina van a suponer nuevas brechas, puesto que la lógica del objeto tecnológico es la creación simultanea de las condiciones de la libertad y la esclavitud»

Francesc Llorens

 

Paradójicamente, aun cuando se ha dado por concluido el debate histórico acerca de la razón y la modernidad, su saga se cierne en una nueva contienda que ha reconfigurado la producción de sentido en el mundo actual. Lo que pudiera entenderse como una mutación de la modernidad inconclusa que cita Habermas, o de la posmodernidad capitalista y extravagante a la que refiere Lyotard; se fragua como narrativa que supone un punto de superación y cierre de ambos ciclos asociado a las sociedades contemporáneas del siglo XXI: la condición transmoderna. ¡He aquí el gran tropiezo de la razón, la estigmatización de su conciencia moderna!

Con Descartes a la cabeza del proyecto moderno, nace el esbozo de la razón como agente de transformación social. El relato que la acompaña desde su imagen paradigmática de lo cognoscible, fungió como dominante hasta el punto de no retroceso en el cual la Ilustración lo encumbró, pactando de manera exclusiva los condicionamientos de las principales aristas de la realidad (ciencia, arte, filosofía y cultura) e imponiendo una confianza ciega y acrítica en lo racional y sus posibilidades. Condición esta que valió, según algunas miradas, para fecundar un período de estancamiento en cuanto al cometido de la razón y los discursos que legitimaba.

De este límite de la razón moderna como indica Lyotard, brota el problema del sentido y la apertura de la posmodernidad que, incluso en su novedad, arrastró consigo muchos de las problemáticas modernas. El lenguaje que en períodos anteriores fungía como un campo de relevancia primaria, pasó a convertirse en un dominio superior de acción y normatividad. De ahí que signo y símbolo empiezan a vulnerar bajo el sello del capitalismo, todo y cuanto fenómeno social se encuentran a su paso. Si la confianza en la razón resultó en el rasgo distintivo de lo modernidad, en la posmodernidad lo será la desconfianza en esta fiabilidad, traducido esto como Kant que desconfía de Kant y de las propias condiciones de posibilidad de la razón pura para explicarse ella misma, el conocimiento y el mundo. Al respecto, una observación de Habermas: ¿Es la posmodernidad una consigna en la que se concentran silenciosamente aquellas circunstancias intelectuales que ha venido suscitando la modernidad contra sí misma desde mediados del siglo XIX?

A medida que se ha hecho más latente el avance en el calendario del siglo XXI, el corolario de este último ha sido poner de moda la adopción del vocablo posmoderno para denominar cada uno de los objetos, procesos e instancias de una contemporaneidad aun sin delimitar como proyecto. En esta temporalidad inestable, lo arquitectónico, artístico, filosófico, científico, cultural, vuelven una vez más a ser catalogados desde el tamiz de prácticas a contracorriente primero y capitalistas después, bajo la nueva denominación que no encierra sino una lucha de contrarios, un intento de superación de la modernidad, sus destinos fallidos y la apertura a nuevas nebulosas. Es así como lo posmoderno desde una extrema petulancia, es abordado en las literaturas contemporáneas, como un intento por afianzar la contracultura desde varios movimientos vanguardistas.

Sin embargo, otra interrogante se deriva del encumbramiento posmoderno ¿acaso la propia configuración de identidades, relatos y tradiciones no otorga validez al axioma de reconocer a la contemporaneidad in situ bajo el manto de la modernidad? Este bien pudiera ser el toque de gracia de la comunidad intelectual, con la endeble justificación que conduce a una discusión infantil y sin fundamentos. Mas esta reflexión expresa un fenómeno interesante:

«(…) el tratamiento profesionalizado de la tradición cultural llevó a que el saber cognitivo‐instrumental, el moral‐práctico y el estético‐expresivo elaboraran sus propios cánones de comportamiento. Y al estar, cada una de estas tres dimensiones de la cultura, bajo el control de expertos ‐los cuales parecen estar más dotados de lógica en estos aspectos concretos que el resto de la gente‐ aumentó la distancia entre la cultura de los expertos y la del gran público».

De esta manera, el discurso de un conjunto reducido se convierte bajo el impulso legitimador de la racionalización cultural en el mundo de vida universal. Por tanto, teniendo en cuenta esta particularidad y abordando otras concepciones, el siglo XXI pudiera verse como un modo radical de la modernidad, una especie de ultra época donde priman la informatización y la tecnología.

La Transmodernidad: el proyecto y sus efectos

TransmodernidadEl término transmodernidad es insertado en el contexto filosófico por la investigadora Rosa María Rodríguez Magda en el año 1989, en su texto La sonrisa de Saturno: hacía una teoría transmoderna. Este vocablo surge ligado a los estudios y reflexiones del mundo tecnológico explicados desde los efectos sociales de la ciberontología, o sea, aparece: «como intento de nueva reconceptualización, primero, ante el enfrentamiento que evidenciaban las posturas modernas y posmodernas; segundo, por el olvido de los retos de la modernidad de que esas últimas hacían gala desde una posición provocadora, pero elitista»[1]. Dado el caso que se trata de un discurso de nuevo tipo con matiz crítico, su propuesta, sin llegar a configurarse como estrictamente politizada, advierte una referencia directa a procesos emancipatorios, por aquel llamado y consigna de sacar la filosofía a la calle.

La visión de la Dra. Rodríguez Magda respecto a la transmodernidad, parte de una proyección lingüística que posibilita la delimitación de los elementos que manifiestan un cambio de circunstancias y paradigmas, parafraseando a Foucault, el conjunto de prácticas discursivas que revelan la normatividad en una época. Esto es un elemento de peso si se tiene en cuenta que, en los nuevos contextos contemporáneos, existe una regresión al pacto colosal con el lenguaje y sus dimensiones, argumento estrechado también por la posmodernidad. Razón por la cual, la salida que ofrezca la transmodernidad como proyecto pro-emancipación, debe transitar ineludiblemente por el análisis de aquellos niveles primarios de acción comunicativa en la experiencia humana, dígase una fenomenología de cimiento ontológico que acate todos los procesos lingüísticos generadores de verdad.

Siguiendo la línea del concepto ofrecido por la autora, es promisorio hacer un stop   sobre la base del término ciberontología. Atendiendo a su análisis hermenéutico, se refiere a un tipo específico de teoría del ser, que atiende a un sujeto contemporáneo formado por la interacción en el mundo virtual que supone la Internet, el mundo técnico-tecnológico y los medios de comunicación. El verdadero problema estriba cuando la apropiación del sujeto en este entorno alcanza ciertos niveles, en que las condiciones reales no son relevantes, y el propio hombre concibe su descripción antropológica desde una virtualidad enajenante. En este contexto se inscribe la gran pregunta que preocupara a Ricoeur y Gadamer en su análisis de la comprensión ontológica, a saber, cómo se lleva a cabo la producción de sentido de un sujeto cuyas herramientas interpretativas se encuentran a un nivel básico extremo.

De este debate surge una interrogante: ¿Qué soluciones propone la transmodernidad a este problema fundamental, dígase, la producción de sentido y espíritu crítico en un sujeto contemporáneo fuertemente condicionado por las demandas, flujos y desarrollos crecientes de la ciencia y la tecnología desde espacios de poder enmascarados por un supuesto desarrollo social?

La línea investigativa de Michel Foucault resulta en una herramienta precisa a la hora de dar respuesta a esta interrogante. Esto es comprensible si se tiene en cuenta que en la ontología de nosotros mismos y los tres campos que inspecciona (saber, poder y ética) se podría encontrar inserto el proceso de producción de sentido del sujeto contemporáneo. Dicho así, la transmodernidad se enfrenta a un conjunto de epistemes paradigmáticas en pugna constante para su legitimación como mecanismos de poder o instancias de normatividad que terminan por desarrollar un tipo específico de moralidad o ausencia de esta. Esta cuestión ha llevado a que los criterios para la cimentación de ideologías sean muy bajos, y que cualquier tipo de información ofrecida sea manipulada de forma tal que se le considere una verdad universal sin necesidad de ser consultada a profundidad: los gobiernos tecnocráticos son el lenguaje de la crisis del sentido y su aceptación popular. Por tanto, la transmodernidad desde el análisis que ofrece el método arqueológico-genealógico del saber, poder y ética foucaultiano, tendría una oportunidad frente a los desafíos de la sociedad contemporánea.

Pero no basta la puesta en escena de los preceptos foucaultianos para el efectivo desempeño de la transmodernidad. En este sentido, lo transmoderno debe moverse como una especie de globalización que no solo se limite al conjunto de nociones e imágenes. Como fenómeno con fuertes ambiciones y horizonte indeterminado, la transmodernidad debe combatir además los modelos de simulación hacia los que ha ido mutando silenciosamente la sociedad, puesto que «(…)no se trata ya de imitación ni de reiteración, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva, que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias»[2]. La manifestación de tal fenómeno no significa el reclamo de un retorno imprudente al mundo de la representación, sino que evoca la crítica al simulacro en pos de recuperar el ámbito de verdades que lo aparencial difumina.

El gran desvelo de la transmodernidad se encuentra en la posibilidad de materializar la omisión de los errores del pasado. A este respecto, el debate en cuestión es el siguiente: el término trans como prefijo atiende a una superación que, hegelianamente hablando, es una conservación en gran medida de los aspectos modernos y posmodernos. Entonces la transmodernidad precisa de una auto-revisión histórica que la despoje de las ataduras pretéritas: ¿qué queda del espíritu ilustrado, sino la esperanzadora ilusión de una libertad que solo llega bajo el distintivo de una ideología? No basta con que las prácticas discursivas estimulen un nuevo tipo de teoría de vanguardia proclamada emancipatoria, es menester restringir la permeabilidad de la que habla Bauman cuando se refiere al estado líquido de la sociedad.

En el contexto particular latinoamericano, lo transmoderno precisa adquirir determinaciones peculiares: por un lado, gracias a la situación histórica actual que reviste una apertura y ascenso de las derechas como forma de gestión gubernamental; y por el otro, producto a la vieja confrontación entre el discurso autóctono libertario y las teorías modernas y postmodernas que llegan del viejo continente y que fungen como paradigmáticas. A estas problemáticas se le suman los fenómenos de las diversas teorías conspirativas imperantes y el grado de asentamiento de la postverdad a nivel global, cuestiones que van acomodándose en la psiquis humana en la figura subjetiva de la normalidad.

Un repaso al contexto mundial contemporáneo deja claramente expresado este planteamiento y los desafíos que contiene. Si se toma como ejemplo clave el avance del panorama científico, se tiene que el mundo va por un lado y las neurociencias van por el otro, la Luna y Marte se encuentran en una carrera por su repartición sin haber sido exploradas en su totalidad, ya existe una fuerza espacial constituida por el Pentágono y USA, se inventó un chip de implante para la conexión humana con una PC, se ha creado una nueva modalidad de turismo (esta vez en el espacio) y se están clonando órganos con impresoras de tres dimensiones; y todo esto como parte de la gran industria que supone el capital privado.

Ni la más afable de las creaciones poéticas disipa el sabor agrio de lo hiperreal que Baudrillard describe: Modernidad: 1, Posmodernidad: 0 y Transmodernidad: work in progress. La recurrencia a una teoría encumbrada que no descienda al sentido común cercenará la esencia propia de una filosofía práctica. Si el sujeto contemporáneo insiste en la búsqueda del sentido de su existencia, es porque la misma es víctima del fuego cruzado de académicos y teóricos. Así, bajo la trampa de un cliché, la tarea de orden de la transmodernidad es pertrecharse de un lenguaje que no solo sea transgresor y espejo de los tiempos actuales, sino que nutriéndose de los hitos teóricos pueda explicar de forma simple, la realidad en la forma ontológica del ser digital.

Notas

[1] Garcia Aguilar, María del Carmen: Filosofía práctica: reflexiones desde la transmodernidad, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, pág10.

[2] Baudrillard, Jean: Cultura y simulacro, Editorial Kairós, Barcelona, 1978, pág.7.