Reflexiones sobre la concepción kantiana del espacio y el tiempo en la física de Einstein

No hay un espacio y un tiempo igual para todos, como tampoco todos miramos a través del mismo prisma emocional, pero sí una misma y única realidad con la que interactuamos desde diferentes circunstancias
noviembre 13, 2021

En su Nueva Refutación del Tiempo Jorge Luís Borges lleva a su conclusión natural el impulso destructor del pensamiento inglés contemporáneo a Newton. Berkeley ha negado la existencia del mundo externo. Hume va incluso más lejos, al negar la existencia de nosotros mismos, más allá de la serie de sensaciones que se suceden sobre ese escenario que, en un último golpe de cola, como para no dejar nada tras de sí, ni tan siquiera admite que seamos. Ante tanta fragmentación y nihilismo, ¿por qué no negar también el tiempo­?, se pregunta Borges (Borges, 1998).

Quien habría de poner un término a ese ánimo destructor inglés fue un prusiano residente en los confines de Europa: Immanuel Kant. Un señor que conocía perfectamente la geografía del río Támesis sin haber puesto nunca un pie en Inglaterra, o en general a más de un centenar de kilómetros de su Königsberg natal. Es Kant quien establece la unión inseparable entre sujeto y objeto, entre quien piensa y el imprescindible algo que es pensado. Es él quien también nos aclara que espacio y tiempo no son formas de la realidad, del noumeno, sino herramientas de nuestro pensamiento para pensarlo (Kant, 2015).

Pensar es ordenar. Según Kant ordenamos ese enorme mundo de estímulos atrayentes, o por el contrario desagradables, a que estamos sometidos, y para ello necesitamos una especie de regleta o gavetero: el espacio, y una especie de diario: el tiempo.

Todo ese caótico y amorfo “afuera”, ese más allá de nosotros mismos -aunque nunca los límites fronterizos lleguen a sernos todo lo nítidos que quisiéramos-, es ordenado por nuestro pensamiento, y para ello entre otras herramientas se requiere de una noción de espacio. En él, los estímulos que más difíciles nos resulta alcanzar, que mayor esfuerzo debemos emplear para experimentar, son colocados “más lejos”, y los más accesibles, “más cerca”. Idénticamente mediante el tiempo ordenamos nuestras sensaciones y pensamientos, en una continuidad que garantiza la unidad de nuestro ser, esa sustancia pensante, al decir de Descartes (Descartes, 2007).

No obstante, la concepción kantiana de espacio y tiempo como formas de la sensibilidad humana, es supuestamente puesta en duda por la Teoría especial de la relatividad: tiempo y espacio no son absolutos.

En verdad, según la Teoría especial de la relatividad, para cada “ordenador” específico el tiempo y el espacio propios no son relativos, y no cambian en ninguna circunstancia. La dificultad solo aparece cuando el que piensa debe comunicarse intersubjetivamente con otro pensamiento ordenador, si es que se mueven entre sí con velocidades próximas a la de la luz en el vacío. Para hacer posible esa comunicación es que Einstein ingenia su Teoría;

sin embargo, las dificultades de traducción entre distintos observadores siguen estando presentes en ella.

Por ejemplo, si A, un observador no sometido a ninguna fuerza inercial, percibe a B moviéndose a una velocidad rectilínea y constante próxima a la de la luz, dirá que lo ve acortarse en la dirección de su movimiento, y que en él los procesos naturales transcurren más lentamente (envejece a menor ritmo). No obstante, lo mismo es evidente que dirá B con respecto a A, ya que para él quien se mueve es aquel (Martin Simesen de Bielke, 2019).

El problema puede plantearse de este modo también: imagínese dos gemelos, uno de los cuales se embarca en un viaje a una estrella cercana, a una velocidad muy próxima a la de la luz, mientras el otro queda en la Tierra. Para el que observa al otro moverse es evidente que para cuando cese el movimiento verá al que se movía más joven. Sin embargo, es evidente que para ambos son ellos quienes han permanecido en reposo, y el otro quien se ha movido. Por tanto, para ambos, el otro debe ser más joven, lo que es imposible.

A esto se le llamó la paradoja de los gemelos, descubierta en 1911 por Paul Langevin, y a la cual Einstein solo pudo darle una explicación en un marco teórico más amplio: La teoría general de la relatividad[i](Yúnior Andrés Castillo, 2015),

Esta última teoría, según Einstein, aclara que el problema en la paradoja de los dos gemelos está en cuál de los dos, A o B, está teniendo, o ha tenido que acelerar para alcanzar su estado presente de movimiento, y por tanto se ve, o se ha visto afectado por fuerzas inerciales: Si es A quien acelera, observará que en B, librado de las fuerzas inerciales, los procesos naturales ocurren de manera más rápida que en su caso, y a su vez, correspondientemente, B verá que en A dichos procesos son más lentos, con lo que se elimina la contradicción que la Teoría de la relatividad en su versión restringida no puede resolver.

De lo dicho parecería colegirse que el fluir del tiempo, y las dimensiones o la estructura del espacio dependen para cada observador-ordenador de la existencia de fuerzas inerciales actuando sobre él. No obstante, esto no es así: El tiempo y el espacio solo dependen de las fuerzas inerciales en la comunicación intersubjetiva. Para cada uno de nosotros, ordenador-pensante, encerrado en sí mismo y sin comunicarse con nadie más, el tiempo y el espacio siguen inalterables, independientemente de si sobre nosotros sentimos la acción de fuerzas inerciales o no. Espacio y tiempo solo se curvan cuando intentamos encontrar un lenguaje común a dos pensamientos-ordenadores, uno de los cuales se encuentra sometido a las mencionadas fuerzas, y no en el caso particular de cada uno de ellos, en que la rejilla sigue recta y las anotaciones en el diario siguen estando exactamente a la misma distancia una de la otra.

¿Y no ocurre de hecho algo semejante en cualquier comunicación intersubjetiva?

Es decir, si hemos definido que el espacio no es más que una regleta donde ubicamos estímulos, o sus pretendidos causantes, en dependencia del esfuerzo que debemos hacer para llegar a ellos, o del que potencialmente deberíamos hacer: ¿No es evidente que hay radicales diferencias en esos espacios entre un pensamiento-ordenador y otro, incluso en el sector del afuera en que normalmente vivimos, sin fuerzas inerciales importantes o velocidades de traslación cercanas a la de la luz?; ¿y que si allí no llegamos a notar la magnitud de las diferencias y las adecuaciones consiguientes al traducir de uno a otro, se debe a que ya en ese sector del afuera, normal, ha sido establecido por la costumbre un idioma de traducción automático?; ¿y que solo comenzamos a notar las diferencias, y la necesidad de un idioma de traducción cuando entramos en ambientes novedosos, como los de las velocidades excesivamente altas, las aceleraciones en extremo elevadas, o en escalas de los constituyentes ya muy alejadas de la nuestra, como en el caso de la Mecánica Cuántica?

No hay un espacio y un tiempo igual para todos, como tampoco todos miramos a través del mismo prisma emocional, pero sí una misma y única realidad con la que interactuamos desde diferentes circunstancias.

En todo caso no creo que nadie piense en realidad que el espacio del que echa mano un señor que se pasea por un prado danés, en un fresco día de junio, se corresponda con el que utilizaría ese mismo señor puesto a caminar en el medio del Sahara, a mediodía, y por esas mismas fechas. O que el tiempo corra de igual manera para Edmundo Dantés en su celda de la fortaleza de If, que para quien por primera vez ve Intriga internacional de Hitchcock (North by northwest).

Aun cuando al paseante del primer ejemplo alguien le demuestre con una lienza que la vaca danesa que ve a la distancia se encuentra al mismo kilometro que el pozo de agua sahariano, a él, aun con todo el bagaje de milenios en los cuales hemos llegado a esa convención intersubjetiva que es el sistema métrico, le costara un gran esfuerzo convencerse de que realmente esos dos estímulos, la mugiente y cálida mancha blanquinegra, y el medio de calmar su sed, se encuentran a la misma distancia.

Debemos tener absoluta claridad, como alguna vez señaló el propio Einstein, que una cosa son el espacio y el tiempo subjetivos, de la filosofía, y otra el espacio y el tiempo de la física (ese del que solo podemos decir que medimos con nuestros relojes). En este segundo caso es entre otras cosas un recurso “idiomático” en la comunicación intersubjetiva, en la primera una forma de ordenar las vivencias del en-sí-mismado, para llamar a la manera de Ortega y Gasset al individuo que percibe, siente y piensa sin otra constatación evidente que la de él mismo en esos actos de percibir, sentir y pensar.

Tiempo y espacio filosóficos son intuiciones a priori, recursos sin los cuales no podríamos pensar en el aislamiento ensimismado de nosotros mismos, intuiciones que indiscutiblemente nos son alterados por el cúmulo de estímulos que intentamos colocar en ellos. No son ciertamente absolutos, en el sentido de unos y los mismos para todo aquel que piensa. Están claramente determinados por el propio pensante, y por el particular cúmulo de estímulos a que está sometido. Pero de ello no se desprende que el espacio y el tiempo estén en el amorfo e infinito afuera, solo que el afuera es uno y el mismo para todos, y que por esta razón y por la similitud de nuestra naturaleza racional hemos ideado unos mismos recursos mentales para ordenar todos los infinitos estímulos que nos llegan del afuera: el espacio, y el tiempo.

En este sentido quizás seamos el único animal que ha alcanzado a pensar racionalmente, “ordenadamente”, por la favorable casualidad de que ciertas estructuras mentales en potencia que poseían nuestros ancestros, hace millones de años, coincidieran en una medida bastante adecuada con algunas del amorfo e infinito afuera en que por entonces vivíamos.

Ocurre aquí como en el caso del cerebro, donde nada nuevo que se investigue sobre él cambiará nuestra real percepción de nosotros mismos, y principalmente de lo que somos. En definitiva, ya que el cerebro no es lo que somos, sino solo una idea con que intentamos ordenar determinadas sensaciones y estímulos relacionados directamente a nosotros mismos.

Y es que hace falta mucho más que la Teoría espacial de la relatividad para negar que el espacio y el tiempo sean formas de nuestra sensibilidad: El milagro de alguna vez conseguir trascender nuestra propia condición en-sí-mismada. Lo cual en un final no será más que nuestro final…

En verdad la relatividad del espacio y el tiempo en las teorías de Einstein, más que negar el carácter de estos como formas de la sensibilidad humana, lo refuerzan. No hay un espacio y un tiempo igual para todos, como tampoco todos miramos a través del mismo prisma emocional, pero sí una misma y única realidad con la que interactuamos desde diferentes circunstancias.

 

Notas

[i] En realidad, la paradoja hoy día permanece como un problema teórico no resuelto convenientemente, ya que la explicación de Einstein, basada en la existencia de fuerzas no inerciales, no es generalmente aceptada, y todas las demás soluciones propuestas tampoco.

 

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. (1988). Nueva Refutación del Tiempo. Paginas Escogidas. Casa de las Américas.

Castillo, Yúnior Andrés. (2015) La paradoja de los gemelos en las Teorías de la Relatividad. m.monografias.com.

Descartes, Rene. (2007). Meditaciones Metafísicas. Obras. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.

Kant, Immanuel. (2015). Crítica de la Razón Pura. Editorial Ciencias Sociales.

Martin Simesen de Bielke. (2019). La paradoja de los gemelos en los textos de Einstein. Revista Colombiana de Filosofía, julio-diciembre.