La paz perpetua de Immanuel Kant

Fragmentos
septiembre 6, 2021
Kant and Friends at Table, Painting by Emil Doerstling, c. 1900
Kant and Friends at Table, Painting by Emil Doerstling, c. 1900

A la paz perpetua

1

Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz? Quédese sin respuesta la pregunta. Pero el autor de estas líneas hace constar que, puesto que el político práctico acostumbra desdeñar, orgulloso, al teórico, considerándole como un pedante inofensivo, cuyas ideas, desprovistas de toda realidad, no pueden ser peligrosas para el Estado, que debe regirse por principios fundados en la experiencia; puesto que el gobernante, «hombre experimentado», deja al teórico jugar su juego, sin preocuparse de él, cuando ocurra entre ambos un disentimiento deberá el gobernante ser consecuente y no temer que sean peligrosas para el Estado unas opiniones que el teórico se ha atrevido a concebir, valgan lo que valieren. Sirva, pues, esta «cláusula salvatoria» de precaución que el autor de estas líneas toma expresamente, en la mejor forma, contra toda interpretación malévola.

Sección Primera

Artículos preliminares de una paz perpetua entre los estados

No debe considerarse como válido un tratado de paz que se haya ajustado con la reserva mental de ciertos motivos capaces de provocar en el porvenir otra guerra.

2

En efecto: semejante tratado sería un simple armisticio, una interrupción de las hostilidades, nunca una verdadera «paz», la cual significa el término de toda hostilidad; añadirle el epíteto de «perpetua» sería ya un sospechoso pleonasmo. El tratado de paz aniquila y borra por completo las causas existentes de futura guerra posible, aun cuando los que negocian la paz no las vislumbren ni sospechen en el momento de las negociaciones; aniquila incluso aquéllas que puedan luego descubrirse por medio de hábiles y penetrantes inquisiciones en los documentos archivados. […]

Ningún Estado independiente -pequeño o grande, lo mismo da- podrá ser adquirido por otro Estado mediante herencia, cambio, compra o donación…

3

Un Estado no es -como lo es, por ejemplo, el «suelo» que ocupa- un haber, un patrimonio. Es una sociedad de hombres sobre la cual nadie, sino ella misma, puede mandar y disponer. Es un tronco con raíces propias; por consiguiente, incorporarlo a otro Estado, injertándolo, por decirlo así, en él, vale tanto como anular su existencia de persona moral y hacer de esta persona una cosa. […]

Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno de otro Estado.

4

¿Con qué derecho lo haría? ¿Acaso fundándose en el escándalo y mal ejemplo que un Estado da a los súbditos de otro Estado? Pero, para éstos, el espectáculo de los grandes males que un pueblo se ocasiona a sí mismo por vivir en el desprecio de la ley es más bien útil como advertencia ejemplar; además, en general, el mal ejemplo que una persona libre da a otra –scandalum acceptum– no implica lesión alguna de esta última. Sin embargo, no es ésto aplicable al caso de que un Estado, a consecuencia de interiores disensiones, se divida en dos partes, cada una de las cuales represente un Estado particular, con la pretensión de ser el todo; porque entonces, si un Estado exterior presta su ayuda a una de las dos partes, no puede ésto considerarse como una intromisión en la constitución de la otra -pues ésta entonces está en pura anarquía-. Sin embargo, mientras esa interior división no sea francamente manifiesta, la intromisión de las potencias extranjeras será siempre una violación de los derechos de un pueblo libre, independiente, que lucha sólo en su enfermedad interior. Inmiscuirse en sus pleitos domésticos sería un escándalo que pondría en peligro la autonomía de todos los demás Estados.

Ningún Estado que esté en guerra con otro debe permitirse el uso de hostilidades que imposibiliten la recíproca confianza en la paz futura; tales son, por ejemplo, el empleo en el Estado enemigo de asesinos (percussores), envenenadores (venefici), el quebrantamiento de capitulaciones, la excitación a la traición, etc.

5

Estas estratagemas son deshonrosas. Pues aun en plena guerra ha de haber cierta confianza en la conciencia del enemigo. De lo contrario, no podría nunca ajustarse la paz, y las hostilidades degenerarían en guerra de exterminio –bellum intemecinum-. […] una guerra de exterminio, que llevaría consigo el aniquilamiento de las dos partes y la anulación de todo derecho, haría imposible una paz perpetua, como no fuese la paz del cementerio de todo el género humano.

6

Semejante guerra debe quedar, pues, absolutamente prohibida, y prohibido también, por tanto, el uso de los medios que a ella conducen. Y es bien claro que las citadas estratagemas conducen inevitablemente a aquellos resultados, porque el empleo de esas artes infernales, por sí mismas viles, no se contiene dentro de los límites de la guerra, como sucede con el uso de los espías –uti exploratoribus-, que consiste en aprovechar la indignidad de «otros» -ya que no sea posible extirpar este vicio-, sino que se prosigue aun después de terminada la guerra, destruyendo así los fines mismos de la paz. […]

Sección Segunda

Artículos definitivos de la paz perpetua entre los estados

7

La paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza –status naturalis-; el estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante amenaza de romperlas. Por tanto, la paz es algo que debe ser «instaurado»; pues abstenerse de romper las hostilidades no basta para asegurar la paz, y si los que viven juntos no se han dado mutuas seguridades -cosa que sólo en el estado «civil» puede acontecer-, cabrá que cada uno de ellos, habiendo previamente requerido al otro, lo considere y trate, si se niega, como a un enemigo.

Primer artículo definitivo de la paz perpetúa

La constitución política debe ser en todo Estado republicana

8

La constitución cuyos fundamentos sean los tres siguientes. 1º, principio de la «libertad» de los miembros de una sociedad -como hombres-; 2°, principio de la «dependencia» en que todos se hallan de una única legislación común -como súbditos-; 3º, principio de la «igualdad» de todos -como ciudadanos-, es la única constitución que nace de la idea del contrato originario, sobre el cual ha de fundarse toda la legislación de un pueblo[…].

9

La constitución republicana, además de la pureza de su origen, que brota de la clara fuente del concepto de derecho, tiene la ventaja de ser la más propicia para llegar al anhelado fin: la paz perpetua.

10

He aquí los motivos de ello. En la constitución republicana no puede por menos de ser necesario el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra. Nada más natural, por tanto, que, ya que ellos han de sufrir los males de la guerra -como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz-, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego […].

Segundo artículo definitivo de la paz perpetua

El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres

11

Los pueblos, como estados que son, pueden considerarse como individuos en estado de naturaleza -es decir, independientes de toda ley externa-, cuya convivencia en ese estado natural es ya un perjuicio para todos y cada uno. Todo Estado puede y debe afirmar su propia seguridad, requiriendo a los demás para que entren a formar con él una especie de constitución, semejante a la constitución política, que garantice el derecho de cada uno […].

12

Ahora bien; cuando vemos el apego que tienen los salvajes a su libertad sin ley, prefiriendo la continua lucha mejor que someterse a una fuerza legal constituida por ellos mismos, prefiriendo una libertad insensata a la libertad racional, los miramos con desprecio profundo y consideramos su conducta como bárbara incultura, como un bestial embrutecimiento de la Humanidad; del mismo modo -debiera pensarse- están obligados los pueblos civilizados. Cada uno de los cuales constituye un Estado a salir cuanto antes de esa situación infame […].

13

Considerado el concepto del derecho de gentes como el de un derecho a la guerra, resulta inconcebible; porque habría de concebirse entonces como un derecho a determinar lo justo y lo injusto, no según leyes exteriores de valor universal limitativas de la libertad de cada individuo, sino según máximas parciales, asentadas sobre la fuerza bruta. Sólo hay un modo de entender ese derecho a la guerra, y es el siguiente: que es muy justo y legítimo que quienes piensan de ese modo se destrocen unos a otros y vayan a buscar la paz perpetua en el seno de la tierra, en la tumba, que con su manto fúnebre tapa y cubre los horrores y los causantes de la violencia […].

Suplemento Segundo

Un artículo secreto de la paz perpetúa

14

[…] «Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de la posibilidad de la paz pública deberán ser tenidas en cuenta y estudiadas por los Estados apercibidos para la guerra» […].

15

No quiero decir que el Estado deba dar la preferencia a los principios del filósofo sobre las sentencias del jurista -representante de la potestad pública-, sino sólo que debe oírlos […].

16

No hay que esperar ni que los reyes se hagan filósofos ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo; la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón. Pero sí los reyes o los pueblos príncipes -pueblos que se rigen por leyes de igualdad- no permiten que la clase de los filósofos desaparezca o enmudezca; si les dejan hablar públicamente, obtendrán en el estudio de sus asuntos unas aclaraciones y precisiones de las que no se puede prescindir […].

17

Si es un deber, y al mismo tiempo una esperanza, el que contribuyamos todos a realizar un estado de derecho público universal, aunque sólo sea en aproximación progresiva, la idea de la «paz perpetua», que se deduce de los hasta hoy falsamente llamados tratados de paz -en realidad, armisticios-, no es una fantasía vana, sino un problema que hay que ir resolviendo poco a poco, acercándonos con la mayor rapidez al fin apetecido, ya que el movimiento del progreso ha de ser, en lo futuro, más rápido y eficaz que en el pasado.


Versión de Emanuel Kant, La paz perpetua, México, Espasa Calpe colección Austral, 1972, traducción de Manuel García Morente.

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