Allá, por el ya lejano 2016, se etiquetaba al gobierno de Trump y al trumpismo, su heterogéneo séquito, como precursores, o incluso instauradores de un régimen fascista en Estados Unidos. Durante el accidentado mandato presidencial, los más acérrimos críticos resaltaban su coqueteo con el racismo, el sexismo, la defensa a ultranza de los símbolos del imperialismo estadounidense y un largo etcétera. La popularidad que muchas de sus ideas gozaron en buena parte del mundo representaron la señal clara de que era un fenómeno que no se agotaba en los límites de las fronteras del país norteamericano. El mismo irrespeto por las normas de lo “políticamente correcto” que lo habían ayudado a ganar popularidad para ganar las elecciones, y que fueron durante su presidencia la marca constante de su diplomacia.
La administración de Trump generó una división sin precedentes en la política y la sociedad norteamericana contemporánea. Los bloques contendientes, identificados como de “izquierda” y “derecha”, realmente protagonizaron encarnizados enfrentamientos, que por momentos parecieron presagiar una secuela de la Guerra Civil. Y el trumpismo, en particular, contaba en sus filas con una multitud crédula de las conspiraciones que escaló las tensiones cuando el Covid comenzó a hacer estragos. El conspiracionismo prosperó en el medio más adecuado del que podía depender, las redes sociales, en el momento en el que la estancia en casa se imponía y millones de personas usaban el celular o la computadora como única interfaz con el mundo exterior. Y aunque muchos de los factores que determinaron el súbito despunte de este fenómeno se pueden atribuir a diferentes causas sociológicas, sería difícil desligarlo del bombardeo continuo de información controversial que apuntaba a la famosa conspiración.
Y de alguna manera, al menos para los optimistas, el 2021 debía ser diferente al 2020. Estados Unidos había conjurado la terrible imagen de su controversial presidente, la mayoría de los países tomaban medidas serias contra las terribles consecuencias del COVID (incluido Estados Unidos) y todos los signos de guerra parecían esfumarse aparentemente. Sin embargo, el año que comenzaba reservaba los peores augurios. Aunque las elecciones fueron una victoria del partido demócrata, enero reservaba la última manifestación aparente del trumpismo: la manifestación ante el capitolio y el escándalo que le siguió, a días de ser investido Biden. Y mientras que el problema de la conspiración parecía esfumarse con el fiasco del 20 de enero (Brewster, 2021), el panorama político norteamericano parecía, al menos desde afuera, tranquilizarse finalmente.
Las obscenidades públicas del trumpismo habían funcionado realmente como un show mediático espectacular que mantuvo al presidente en la portada de diarios constantemente. Pero todas las groserías no tenían una consecuencia política directa, al menos en la forma de cambios de política irreversibles en los Estados Unidos. Salvo uno, por supuesto, la identificación del enemigo externo de este patriotismo de nuevo signo: China. Mientras que el ojo crítico estaba posado sobre los campos de refugiados en la frontera, en la gestión del Covid o en la violencia de la policía contra los afroamericanos, se estaba gestando una problemática escalada de violencia racial.
Con la llegada del mes de febrero comenzó una oleada de crímenes contra los asiáticos americanos, a la vez que las tensiones entre China y Estados Unidos han ido escalando. Estos crímenes, en una escala inusitada, superaron en el primer trimestre todos los crímenes contra los asiáticos en el 2020. Su causa estaba asociada al aumento de la guerra mediática contra China (Tharoor, 2021) y la retórica que el trumpismo normalizó durante el 2020.
Ora el faro del progreso, ora el autoritarismo a evitar, China ha sido el extremo realmente desconocido, en el que la modernidad proyectaba sus propias contradicciones internas. Ha sido el auténtico modelo del Orientalismo que Said evocaba con el Medio Oriente.
China ha sido constantemente culpada de confeccionar el Covid, y la traducción de este fenómeno se manifestó en el rechazo y la violencia hacia los chinos. Claro que, en Estados Unidos, no se podía manifestar de otra manera, que en los marcos del racismo autóctono. Por eso la violencia afecta a todos los asiáticos, a los que se identificaba como “chinos”, sino que evidenciaba la nueva tendencia en el escenario político norteamericano. Pero todo este terrible desenlace representa una escalada a nivel doméstico, de un conflicto mayor que se está gestando hace años y se agudiza por momentos. Y la relación con China, que tantos altibajos ha sufrido a lo largo de su historia, es determinante en este problema.
A diferencia del secular conflicto entre la cristiandad y el islam, que comenzó siendo hostil, y apenas ha cambiado durante siglos, China ha sido circunstancialmente un ejemplo a seguir para el mundo occidental. Ora el faro del progreso, ora el autoritarismo a evitar, China ha sido el extremo realmente desconocido, en el que la modernidad proyectaba sus propias contradicciones internas. Ha sido el auténtico modelo del Orientalismo que Said evocaba con el Medio Oriente.
Esta relación entre China y occidente ha estado marcada por actitud oscilante desde sus inicios formales en la temprana modernidad. Ya China había sido durante el siglo XVII un paradigma de civilización, muy enigmático y distante, pero avanzado en comparación a Europa. Los jesuitas, ansiosos por convertir China al cristianismo, o Leibniz, que llegó a sugerir un serio intercambio intelectual que beneficiaría a Europa (Rensoli, 2000, p. 42), son una prueba fehaciente de la alta estima que gozaba el Reino del Medio entre las élites de Occidente.
La Ilustración, con su arrollador discurso anti autoritario (Harvey, 2012, p. 63), cambió radicalmente su actitud. El siglo XIX encontró el triste colofón de este cambio de actitud en la derrota y capitulación total de este país ante las emergentes potencias europeas, que ya percibían en la dinastía Qing todos los rasgos de una sociedad estancada. Estancada, en relación, claro está, a las pujantes sociedades industriales euroamericanas contemporáneas. Esta relación conflictiva, mediada por un siglo XX de intervención, guerras, y turbias alianzas circunstanciales, ha tomado nuevamente la mayor relevancia en el siglo XXI.
Si el siglo XX estuvo signado por el dominio e implosión de los imperios europeos, culminando en la unipolaridad clara a favor de Estados Unidos, el XXI amenazaba desde sus inicios con el surgimiento de una multipolaridad global, tan peligrosa como las anteriores rivalidades, pero con nuevos actores en el Gran Juego. El predominio norteamericano, que funcionó efectivamente hasta el 2008, ha dado paso, lenta, pero dolorosamente a la emergencia de nuevos bloques imperiales y nuevas alianzas en una reconstitución del orden mundial realmente definitorias para este siglo. La crisis desatada por el Covid aceleró todos los pronósticos, y la consiguiente respuesta, tanto de Estados Unidos, como de China, confirmaron pronósticos respecto a la relativa robustez de China como actor de primer orden, aunque dentro de un sistema mundo dominado institucionalmente y militarmente por la OTAN y occidente.
Este conflicto, que apenas comienza, se perfila como algo más que un simple reto a la hegemonía comercial norteamericana. El crecimiento de China ha estado determinado por las gigantescas inversiones del capital extranjero a partir de los ochenta y una política desarrollista bien planificada. Por primera vez en doscientos años, China amenaza seriamente con volver a disputar una posición central del sistema mundo, lugar que perdió en una fase más temprana del mismo tras la derrota en las guerras del opio y la larga agonía de la dinastía Qing ante la presión occidental. Ni el interregno republicano, ni la invasión japonesa, ni siquiera la revolución en el 49 situaban a China, a pesar de su obvia importancia regional y demográfica, como un contendiente claro e indiscutible a la hegemonía mundial. El denguismo, sin embargo, supo aprovechar una coyuntura internacional favorable, y jugando con la dinámica imperial dominante, ha dado los réditos necesarios para considerar a China tendencialmente la lógica sustituta de la Unión Soviética en la geopolítica internacional.
Cabría preguntarse si realmente la política hacia China y la creciente hostilidad racial no son un reflejo de la tendencia objetiva de China a ocupar una posición preeminente en la economía y política internacional. A la luz de la continuación de muchas políticas por parte de la administración Biden hacia China, y al margen de los juegos de palabras, quizás sea momento de aceptar a Trump como un agente de la misma clase (incluso política) que el actual presidente. Algo que los liberales se han resistido a aceptar. Lejos de ser el guerrero cristiano que salvará a América de pedófilos, el legado de Trump será la organización de una multitud totalmente heterogénea como la vanguardia ideológica de los Estados Unidos en una nueva etapa de la lucha por la hegemonía internacional. Y esta vanguardia no es solo una guardia personal, aunque lo parezca, realmente puede ser y será un as bajo la manga de cualquier administración norteamericana en un futuro, sea republicana o demócrata. Y esta podrá ser activa tanto en los espacios virtuales como reales de las luchas políticas contemporáneas, y contribuirá, por supuesto, a la complicada trama de relaciones raciales en ese país.
Esta legión, supuestamente invisible, como los votantes de Trump en el 2016, ganará adeptos, o cuando más, cínicos espectadores, a medida que el conflicto con China arrecie. Porque sin dudas la hostilidad va a aumentar, en el marco de la reconfiguración de alianzas que se impone (Korotayev, 2015, p. 163), ya sea para vender armas (Grazier, 2021), o para simplemente limitar el crecimiento de un rival potencial. Y ya sea el espectro rojo, o la imponente presencia de un rival industrial, el discurso público norteamericano va a usar y abusar de la imagen del rival para conciliar sus conflictos internos. Los guerreros fríos vuelven a aparecer, pero esta vez será más al Oriente donde se dirima el conflicto.
Bibliografía
Brewster, J. (2021). «We all got played»: QAnon followers implode after big moment never comes. Forbes. hhtps://www.forbes.com/sites/jackbrewster/2021/01/20/we-all-got-played-qanon-followers-implode-after-big-moment-never-comes/
Grazier, D. (2021). The China threat is being inflated to justify more spending. Defense News. https://www.defensenews.com/opinion/commentary/2021/02/12/the-china-threat-is-being-inflated-to-justify-more-spending/
Harvey, D. A. (2012). The French Enlightenment and its Others. The Mandarin, the Savage and the invention of theHuman Sciences. New York Palgrave Macmillan.
Korotayev, A. (2015). Great divergence and great convergence. In.
Rensoli, L. (2000). El discours en la obra de Leibniz y su entorno epocal. In Discurso sobre la teologia natural de los chinos. Buenos Aires: Biblioteca Internacional Martin Heidegger.
Tharoor, I. (2021). The link between anti-China sentiment in Washington and anti-Asian violence. The Washington Post. Retrieved from https://www.washintongpost.com/world/2021/03/24/anti-asian-violence-linked-anti-china-sentiment-washington/