Foto por Edward Howell
El mundo lleva varias semanas sumido en la movilización en contra del abuso policial y del racismo. Las protestas pacíficas están mezcladas con los hechos vandálicos; la promoción de un mundo mejor a través de violencia en todas sus formas contra un enemigo difuso e inmaterial. A veces son los policías, otras son los edificios y ayuntamientos. Hoy el nuevo representante del enemigo de los libertadores son las estatuas y monumentos públicos.
Cientos están siendo manchados, derribados o dañadas. Y hay de todo tipo, desde Cristóbal Colón a Winston Churchill. Cualquier cosa que alguien en un rictus de euforia decida que es un símbolo del racismo. Basta que un dedo apunte y allá van todos. Unos armados con martillos, otros con celulares para inmortalizar el triunfo.
Algunos encuentran magníficas justificaciones para estos actos, pero lo cierto es que dudo de lo meditado de las intenciones o de la consciencia detrás de la agresión a los monumentos. Estos actos vestidos de rebeldía y “conciencia ciudadana” son alimentados por una de iconoclastia de callejón que busca evocar el ritual de los triunfadores, que derriban las estatuas del bando perdedor.
La ausencia de Futbol ha dado pie al nuevo deporte de aniquilar estatuas. Ellas no hablan, ni se defienden y ciertamente tampoco lo hacen sus difuntos creadores. Son un blanco más que deseable y en donde puede participar la masa, cual si fuera picnic al parque.
Hay un morbo en la destrucción. El ser humano (eso que la contemporaneidad ha abolido) es muy seducible por el poder, y el humano con poder se corrompe en su ejercicio. No es carente de cierta sabiduría que los demonios sean representados con tridentes y con atributos de fieras, mientras los ángeles como seres inofensivos. Detrás de cada acto vandálico o violento se desencadena un placer arcano que emula la idea de dominar la vida de los otros a través de la muerte. Se reivindica de esta forma el antediluviano impulso de Caín. Con cada monumento linchado se sienten David derribando a Goliat.
Pero no hay nada más allá. La sensación de poder se deshace en el momento de consumación del acto. Cuando la estatua cae queda el recuerdo del placer. Y entonces se necesita otra estatua tal como el drogadicto necesita más droga.
Tiene esta destrucción una trascendencia relevante: desmemoria la ciudad; deja los paisajes urbanos mudos. Estas estatuas son la huella física de la historia, de lo que hombres y pueblos han hecho, admirado, impuesto. Positivos o negativos son un recordatorio de lo que puede llegar a hacer la humanidad. Y sin ese recordatorio estamos más prestos al abandono, al olvido. La destrucción de las estatuas son el equivalente de quemar libros sólo porque las convicciones bajo las cuales se escribieron no nos gustan.
No es una actitud ilustrada la que está detrás, sino una semejante a la dependencia de las comunidades de fanes de un producto. Es la misma furia de los fanáticos de Juego de Tronos al no gustarle la última temporada; la venenosa inconformidad de los seguidores de una saga cuando ven un CGI que no les satisface o la frustración de un jugador al encontrar un glitch en el videojuego.
El enmudecimiento de la ciudad forma parte de la nueva cultura encubada en redes sociales. Nadie pretende enderezar la historia, ni reivindicar los derechos de ninguna comunidad con ello. Acá lo que se busca es el olvido. Es borrar todo lo que no gusta, un mundo donde no haya nada que sirva para recordar o evocar algo diferente de lo que en el instante se piense.
Siempre habrá alguno que sienta que no es así, y que crea estar allanando el camino al mañana; incluso alguno habrá que pueda cuestionarse el acto. Pero inmersos en la masa son como perros persiguiendo autos: continuarán hasta que en las ciudades no quede piedra sobre piedra y los cadáveres se amontonen junto a los escombros.