El mundo, a la vista está, se ha superpoblado de bellas ninfas y carismáticos efebos de mirada cautivadora, de viejas ninfas renovadas y señores joviales con gorra a los que les han extirpado la alopecia en algún suburbio de Asia Menor; y todos, todas, exhiben su sensual contorsionismo praxiteliano expulsando lo feo y lo insatisfactorio a golpe de cadera o flexión. Hoy, se acorrala lo feo como se acorrala al comprador en un bazar: extranjero, aturdido, retado a desplegar su agudeza mental para una negociación perdida que es, ya de por sí, unilateral. Después, ya se sabe, la ganga no era tal, ni la inteligencia tampoco. Y si nos dejamos dominar es porque hay, en lo que nos ocupa, un morbo propio de la fantasía de la forma: un erotismo de lo escultórico y una materialización del imaginario en la carne. Un à la carte que a todos nos excita y nos empalma. Esta fuente de sexualidad y juventud que nos ha llegado vestida de microcirugía y neurotoxina ha terminado por consumar el último asalto contra aquella aristocracia, que se veía bien tanto con el poder de negar y modificar la fealdad congénita e incestuosa, como con el privilegio de envejecer más tarde que el populacho. Pues bien, al vulgo, se nos ha rescatado el santo grial como se recuperó la música sacra en los noventa, de la mano del remix y del disco-bar, donde los coros infantiles se mezclaban con los ritmos electrónicos, y del que no estábamos seguros (ahora sí lo estamos) de si aborrecer después de un lustro. Con todo, la transición del privilegio se desdibuja con manchas de low-cost entre clínicas de segunda e intrusismo laboral. Porque a la hija de la Antonia, la del supermercado, ya le han recomendado un sujeto de oídas, y, dicen los periódicos, que últimamente hay mucho cardiólogo draculino al que le ha dado por la liposucción, y al final, lo único que le acaban por succionar a uno, es la propia vida. De momento, este fetiche, este moldeamiento con su plasticidad, ofrece lo prometido: frescura inmóvil, hordas de adoradores, tiernos grosores y miradas felinas. Y como pasa con todos los fetiches que incluyen una transacción, la duda es si se convertirán en una carrera famélica hacia la desfiguración o se desvanecerán en un arrebato consumista que acabará por coger polvo en el estante del arrepentimiento. Porque si anacrónica es la cocina y el tocadiscos retro de nuestro amigo el nostálgico, también lo es la frente lisa y sin ceño de nuestro cuñado, el pómulo adulto y marcado de la sobrina adolescente antes pepona, y el extrañamiento del proceso democratizador de estos labios jugosos, tan prominentes y tan frutales, que uno pareciera que jamás terminara de inyectarles el fertilizante. Y bajo esta catarsis de la posesión, no es menos irónico que la belleza, aquello que nos ha desbordado los océanos de la lírica, se adquiera despojándola de todo misterio, y como con cualquier otro objeto ordinario, se compre. Esto le da una alegre ventaja al feo tradicional, al de toda la vida, mientras que el ciudadano medio, abandona innecesariamente el calor de los rasgos terráqueos por tensarlo en las superficies frías de lo igual. Este frío, este entumecimiento tan abundante y tan floral, es el frío de la rojez, que burla la polaridad de los sentidos con una tersa quemazón, y claro, les parece a ustedes (nos parece) que son lo uno y lo mismo. Se globaliza la belleza como se globaliza la cultura, aplastando la diferencia por una estandarización eficiente de lo deseable, por la universalización de la oferta y una necesidad que no debe agotarse en lo homogéneo. Por ello, cuando nos paseemos todos con la misma media sonrisa y la carcajada tirante, justo antes, se habrá terminado la temporada, y vendrá la renovación tras un otoño que peca ya de monocromía. Porque, si algo está claro, es que, de momento, lo feo, para las clases medias, parece tener ya solución, y esto lo convierte irremediablemente en una materia de elección; y aunque la estructura lógica y aséptica de la elección implique un incremento en el rango de la libertad y la posibilidad, la fórmula a priori ya se ofrece previo pago como remedio. No se dejen engañar, pues, pareciera entonces, que tuviéramos la culpa de quedarnos siempre a un paso de ser feos. Y al igual que la palidez barroca del carbonato de plomo,los pies de loto, Las tres Gracias o el moreno de Benidorm, estos cánones impuestos, muy bien pudieran ser pasajeros.
Nota: Correcciones a cargo de Irene Luisa González Calvo