Barbie, la película
Margot Robbie en Barbie. Foto: Jaap Buitendijk/Warner Bros

Barbie y la posmodernidad

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Anteayer vi Barbie, medio año después que el resto de la población mundial. Es una película inteligentísima, que merece el crédito que ha recabado, pero que contiene un elemento que, no por ya viejo y resobado en nuestra cultura, deja de llamar la atención en cada nueva aparición. Se trata de que Barbie absorbe del ambiente la tendencia político-social más apremiante y reivindicativa de la actualidad, el feminismo, y la patrimonializa en beneficio propio.

Mentes como la mía, anticuadas, nos habíamos acostumbrado a pensar que ese tipo de causas o se abanderan contra el Estado, como hicieron las sufragistas, o con el apoyo del estado, como el Ministerio de Igualdad de Irene Montero.

Sin embargo, en Barbie el feminismo sale reforzado de la mano de Mattel, una fábrica de muñecas para niñas que hasta 2023 representaba la más rancia expresión mercantil de la cosificación de las mujeres. Por eso digo que la película es tan inteligente, porque logra la pirueta increíble no sólo de blanquear la imagen de Mattel, sino de convertirla en progresista, concienciada y cool. A cambio, lo que hemos ganado es que, una vez más, y como un rasgo típico de la posmodernidad que muchos niegan confundiéndola con el relativismo romántico del s. XIX, una entidad privada configure el plano de la universalidad al margen y por encima de los estados-nación e incluso de las organizaciones supranacionales.

La modernidad consistió, más bien, en esto último, es decir, en sostener y llevar a la objetividad social que las instituciones sirven para universalizar los intereses concretos de individuos o corporaciones, no de golpe y por decreto, por supuesto, sino gradual y equitativamente. En este sentido, el Estado moderno es algo muy real, y cuando por ejemplo Miguel Anxo Bastos dice que el Estado no existe porque no se puede hacer una foto de él no solamente debería volver a empezar a revisárselo muy seriamente todo desde cero, es que alguien tendría que perpetrar la travesura de robarle el pasaporte o prohibirle el acceso al transporte público, a ver si encuentra entonces más real la iniciativa del individuo particular -eso que tampoco, por cierto, se puede fotografiar-, o las tarjetas de identidad de mero plástico que no obstante hacen posible el ejercicio de su libertad.

La posmodernidad, por tanto, nunca ha consistido ni en individualismo, ni en multiculturalismo, ni en relativismo, ni en esteticismo, todo eso tiene ya más de doscientos años (J. G.Herder, coetáneo de Kant, por ejemplo, o Charles Baudelaire, más tarde[1]). Mucha más posmodernidad es Barbie, porque en Barbie una multinacional de juguetes sexistas perfectamente frívola y prescindible privatiza la fuerza del feminismo en beneficio propio, jibarizando una dinámica universalista en lucro privado, exactamente al revés de lo que hubiera esperado de su concepción del Estado moderno un Hegel, sin ir más lejos. Esa usurpación de la sagrada misión reconciliadora de la política por la venta de una porquería de muñeca rubia, blanca y ñoña es también la posmodernidad, en una de sus peores caras, pero no en la única de ellas.

En el presente, la FIFA, las grandes tecnológicas y Nike tienen más influencia en la vida cotidiana de las masas que la administración estatal. Hasta la idea de nación, que muchos creíamos muerta con la globalización, resulta más seductora que el Estado, siempre que se considere como bien separada de él, como hacen los populismos de derechas en todo el mundo (véanse las primeras medidas de Javier Milei: todo para la nación argentina pero desguazando el estado argentino)[2]. Y luego está otra cosa que es tristemente cierta, pero que no se debe olvidar. Federico de Prusia dijo aquello de que si algún día le entraran las ganas de arruinar su Estado pondría un filósofo al mando. Pensaba en Voltaire, a quien trataba (y eso que Voltaire no era ningún santurrón…), pero creo que es una verdad general. Los filósofos son ineptos para la política, que sin embargo es su vocación primera junto con la teología. O sea, que tienen una visión muy romántica de la política, y así lo que hacen es una teología política exaltada e impracticable. No hay que fiarse de ellos para estos problemas, las ensoñaciones utópicas están en retirada porque han demostrado ser más peligrosas que los regímenes políticos espontáneos, como no hay que fiarse de los curas para hablar de sexo y de nada en general más que de prebendas, tormentos y culpas[3].

De ahí que tanta gente haya llegado ya a la conclusión, aunque sea inconsciente, de que los políticos ya no nos sirven para nada verdaderamente práctico y tangible. Pero es que tampoco como culebrón o identificación partidista tienen más intríngulis que Belén Esteban o el fútbol. De manera que, ni en la realidad ni en la imaginación, dejan de ser una clase parásita que puede ser perfectamente sustituida por un funcionario frente a un ordenador. Igual que los semáforos -de los que depende mucho más nuestra vida- funcionan coordinados y bien todas las mañanas, casi todas las decisiones correctas que actualmente toman los politicastros podrían ser automatizadas. Las demás decisiones, en lo que tienen de humanas y cambiantes, deberían en teoría ser determinadas por los ciudadanos por la red, pero sólo hay que repasar cualquier día X a.k.a Twitter o Instagram para constatar qué tipo de actitud podemos esperar de la ciudadanía en la red… El mayor mito de la teoría política moderna lo fijo Thomas Hobbes, no cuando describió al Leviatán, como se oye tanto, sino cuando le dedicó tantas páginas al llamado “caos”, conforme a la divisa «o el Leviatán o el caos». Desde entonces, le tenemos terror a ese caos que supuestamente nos aguarda extramuros, y a causa del cual aceptamos el Leviatán intramuros y sus histriónicos representantes. Exactamente el mismo chantaje que con el Infierno de la clerigalla.

¿Y si no hay Infierno? ¿Y si no hay «caos»? ¿Cuándo demonios ha habido fehacientemente “caos”? Entonces habría que pensar modos de organización social y política que no estuviesen enteramente tutelados por el Leviatán moderno, pero tampoco dinamitados por el caos deliberado del minarquismo de teóricos ciegos a la más elemental realidad como Anxo de Bastos. Qué pueda ser eso todavía no lo sabemos del todo, pero viene anunciado por fenómenos como el éxito internacional de Barbie, y lo que a mí me parece claro es que no se tratará de expansión y reforzamiento alguno del ideal político moderno[4].


[1] Pasando por lo que en la filosofía del s. XX dio en llamarse «vitalismo», que es algo que proceda más de Schopenhauer que propiamente de Nietzsche. Yo creo que lo peor del vitalismo fue su proyección intelectual extra-científica; me explico. Esas décadas de antes de la Gran Guerra y de Entreguerras en que era costumbre valorar y enjuiciar a individuos, pueblos, épocas o etnias por su presunta «fuerza» o «debilidad»… En España Don José Ortega y Gasset se pasaba el día hablando de eso, la «vida ascendente» de esto o aquello o su «vitalidad descendente» y tal. Thomas Mann hacía lo propio en Alemania, por ejemplo, y saludó la llegada de la guerra como un completo cretino -pronto se arrepintió… Claro, luego cuando pudo tocarles a ellos mismos huyeron como conejos (que es lo que había profetizado que ocurriría con los predicadores de la fuerza G. K. Chesterton en La espada y la cruz). Ridículo y también vergonzoso. Pues bien: esa moda existió, y creo que en último término el responsable fue el romanticismo, especialmente el de Schopenhauer, como digo, en su empeño desatinado de vencer el romanticismo más matizado y burgués de Hegel, y siendo Schopenhauer personalmente mucho más burgués que Hegel. En cualquier caso, el final de la Segunda Guerra Mundial terminó con estas cosas, mostrando que con ciertos asuntos era peligrosísimo jugar. En general, como señala sabiamente Rudiger Safransky al final de su monográfico sobre el romanticismo alemán (Tusquets), no hay nada peor que llevar la retórica espengleriana, estética, a la gestión de los asuntos públicos. La política deber ser funcional, aburrida, burocrática, algo que no entienden los nacionalismos, tan románticos todavía ellos, tan cansinos y tan rematadamente fáciles de manipular. No obstante, hay que salvar a Henri Bergson de esta porquería general. Él sí fue serio y responsable, incluso políticamente. Lo demás y los demás, como diría Letizia Ortiz, merdé

[2] En su avaricioso afán de adueñarse una vez más de cada parcela de este país para sus familias, la derecha política y social española no sólo echa mano de los movimientos de siempre, también crea la pedorrera Fa(b)es, los Legionarios de Cristo, Manos blancasComunión y Liberación -por supuesto, cuánto más sagrada la palabra, tanto más profanable-, muchas de ellas inspiradas en la mejicana Yunque. Tantas sociedades, si no secretas, sí exclusivas, hacen pensar que esos think tank del Mal llevan toda la vida siendo suyos, mientras que al otro lado no hemos tenido más que pequeños y ridículos partiduchos sin porvenir alguno. Franco disimuló con gran habilidad esta escalofriante realidad: la genérica masonería que acecha en las sombras, conspirando y conspirando como locos y eternamente a punto de triunfar, eran, son y serán ellos mismos, quién lo iba a decir. Una torva y negra religión les da además ese halo de «minoría perseguida» tan apetecible para sus adeptos, pues es como si los lobos, al ser menos, fingiesen la virtud de su excepcionalidad antes de devorar con la conciencia tranquila a las ovejas, amén del inestimable complemento de sentirse providencialmente elegidos (para la escoria, naturalmente…) España, en fin, es el nombre de esa nación tristemente histórica por tenazmente antiilustrada que si careciese de pagano y radiante sol al modo de una oscura Finlandia a sus súbditos ya no nos merecería la pena «practicarla» en absoluto…

[3] No obstante, es fastidiosa la resonancia que la prensa hace del nazismo de un Heidegger porque los verdaderos ideólogos del movimiento no fueron Nietzsche y Heidegger, sino Alfred Rosenberg y Carl Schimtt, respectivamente. Nadie se ceba con ellos, misteriosamente, pese a que se mancharon las manos mucho más y sus doctrinas son mucho más claras a este respecto. Por no hablar de Carl Gustav Jung en Psicología, Le Corbusier y Alvar Aalto en Arquitectura, Planck y Heisenberg en Física, Konrad Lorenz en Etología, Eduardo VIII en la realeza británica -ese antepasado de la reina Sofía en la española…- Walt Disney en la industria del entretenimiento y un largo etcétera. Sin embargo, siempre le cuelgan el sambenito a Heidegger, que abandonó el partido en 1934. Hay mucha cultura americana-anglosajona fácil en todo esto, pero no es de lo que se viene a hablar aquí.

[4] La lucha política no puede convertirse en un fin en sí misma, no en nuestros tiempos. Quizá los griegos clásicos supieron disfrutarla, pobres, ociosos y esclavistas ellos, como necesitaban constantemente de la guerra, pero no sus descendientes. Hoy ha de hacerse la política que permita olvidarse al máximo de la política, igual que ha de instrumentarse la economía que haga posible invisibilizar la economía. Llevará tiempo, llevará sacrificios, llevarádisgustos, lo mismo fracasamos definitivamente y la ilustración intercultural se muestra inviable en el escenario global, pero todo será inútil si no se mantiene presente que la política, como hermanastra pobre de la economía, debe buscar su propia abolición, tal y como sostenía Marx. Porque ya tenemos acumulados un buen montón de bienes que son vida posible sin recurso a su absurdo enfrentamiento. La historia, además de un enlagunamiento de sangre, quiero creer que ha servido al menos para eso. De manera que hay que comenzar por no confundir los medios con los fines. Aristóteles decía que la democracia tiene como objetivo la paz social sin la cual no hay felicidad, y ésta se abona mediante el cultivo, o la práctica, de «las cosas bellas». ¿Cómo persuadir de esto, antes que nada, a quién encuentra en la lucha política misma una «cosa bella», perdida toda otra riqueza? ¿habrá que recordarle que gente como él, siendo como es tan meritoria, constituye como quien dice el estrato de los guardianes de Platón, esos fieles canes que totalizan la ira y la resolución, para luego recogerse en sus cuarteles y dejar a los demás vivir? ¿serían realmente capaces?…

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