Casi por decantación, ciertas pasiones han robado el protagonismo de los tiempos que habitamos. Bien se pudiera hablar del amor, la búsqueda de la felicidad, el miedo, la muerte, ocupando el gran volumen del pensamiento humanista. Sin embargo, un sentimiento transversal, casi imperceptible, oculto tras las velocidades de nuestro tiempo, se expande como el óxido: el tedio como padecimiento ontológico, como condición que nos persigue y ante la cual el ser humano moderno se resiste.
Tedio, del latín taedium, palabra que recoge las sensaciones de disgusto, cansancio, enfado, repugnancia. Un estado de ánimo vinculado al vacío y que propone una relación de transferencia entre nosotros y las cosas, nublando el posible origen en el objeto que aburre o en el sujeto que se abruma.
Martin Heidegger (1889-1976) define esta sensación con una frase totalmente impersonal que se traduce como “uno se aburre”[1]. Uno no se aburre ni de esto ni de aquello, ni siquiera de uno mismo, sino que el tedio sobreviene, se traga al yo. Uno se abandona a la existencia, al mundo que se ha vuelto indiferente.
Uno no se aburre ni de esto ni de aquello, ni siquiera de uno mismo, sino que el tedio sobreviene, se traga al yo. Uno se abandona a la existencia, al mundo que se ha vuelto indiferente
El tiempo se dilata, se pierde la agudeza del instante, se diluye pasado y futuro para dar paso a una masa temporal amorfa y desarticulada. Heidegger se refería a esto como una posibilidad de anularnos como sujetos a cargo del horizonte temporal, “anulamiento que hace posible forzar la existencia al instante, como la posibilidad auténtica de su existir”.
Escondido tras las velocidades de una vida moderna que exige ser adulto productivo, funcional, medianamente feliz, buen gestor del tiempo, el espacio, las pasiones y padecimientos, el tedio se emborrona con secuencias de horarios y objetivos puntuales, aguardando la inactividad para rodearnos de una halo difuso que permea la existencia y nos provoca sensación de extrañeza, de agotamiento que no remite con el descanso ni con el cambio de rutina. Nos embalsama la sensación de no pertenecer, la inercia del cansancio. La inactividad consume toda nuestra energía.
“Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no lo sé”. El personaje central de El Extranjero de Camus es, quizás, uno de los mejores reflejos literarios de tal sentimiento. Se nos muestra no como un hombre de alma dura e insensible, sino como alguien que experimenta justo eso: la nada, no como reacción al medio sino, más bien, una incorporación de este al propio ser, creando una sucesión monótona de la misma existencia.
Una percepción muy doméstica y simple de tal sensación: amanecer igual todos los días, incorporarnos en la exacta secuencia del ayer y del mañana, repitiendo incluso pensamientos, visiones, sensaciones corporales. Pero hoy no es ayer, al menos en el tiempo externo, nos extrañamos entonces ante el vacío de la inactividad; reaccionamos a la nada, somatizándola.
Muchos términos en Psiquiatría orbitan alrededor de dichas sensaciones: el embotamiento afectivo es un concepto bastante certero para tal definición, constituye en sí mismo un signo patognomónico de la Esquizofrenia según los cánones de la Medicina Occidental, cuyos límites son cada vez más difusos y discutidos. Lo mismo pasa con la depresión clínica (que no es sinónimo de tristeza), padecimiento que pudiera tener ciertas sinergias con el tedio en sus distintas formas, conviviendo en simbiosis sin llegar necesariamente a instaurarse como patología.
Søren Kierkegaard (1813-1855) describe el tedio en O lo uno o lo otro con un agudo aforismo: “Qué tremendo es el tedio, profundamente tedioso (…) solo lo igual se reconoce en su igual. Permanezco tendido, inactivo; lo único que veo es el vacío; lo único de lo que me alimento es el vacío; lo único en lo que me muevo es el vacío. Ya ni siquiera sufro dolor.”
Para ello, el autor quita el origen de esta sensación en las cosas, puesto que las cosas no están, o al menos sobre ellas no recae interés alguno. El mundo entero desaparece bajo la tenue luz de la indiferencia. “La vida se me ha hecho totalmente imposible (…) El mundo me produce náuseas, me parece insípido, sin sal y sin sentido”. El hecho de quedarse referido a un objeto sin lograr una vinculación exitosa con él, “su vértigo es como aquel que se desprende de mirar hacia abajo en un infinito abismo, infinitamente.”
Pudiéramos sentir la naturaleza del tiempo como una desconexión del tiempo individual con el externo que no cesa de transcurrir, nos sentimos detenidos e incapaces. El tiempo se presenta continuamente como el enemigo, siempre va hacia adelante mientras que el sujeto sin futuro ni presente, solo siente que tiene un pasado. En la lucha beligerante entre el tedio y la sucesión invariable del tiempo, el sujeto se aferra a su pasado y aspira así a detener el tiempo en su conjunto, reduciéndolo al instante inmediato.
Kierkegaard resume su idea en una frase cortante: “Dios mismo si creó el mundo fue por aburrimiento, por combatir la nada.”
En la lucha beligerante entre el tedio y la sucesión invariable del tiempo, el sujeto se aferra a su pasado y aspira así a detener el tiempo en su conjunto, reduciéndolo al instante inmediato
Entonces, pensando en el tedio como la máxima expresión del aburrimiento (Abhorrere, siendo ab– el prefijo para “sin” y horrere “horror”, sin horror ante lo que se nos presenta y confundimos en la monotonía, o referente a la carencia -de estímulos, de novedades) estamos ante un estado que desvirtúa incluso nuestras formas de resistencia: es la consternación ante la idea de no-existencia, ante la sensación de que nada tiene objeto.
Y no es cierto que la cura del tedio son las buenas lecturas, la actividad física, incluso la disposición mental o la búsqueda de compañía. Es, tal vez, un punto que ha de ser sobrevivido, para que el estímulo, el placer, la creatividad, puedan revivir y resistir.
Y, como un lugar inactivo de sensaciones, nos sentimos inmersos entre la niebla de todas las filosofías, presos del absurdo que es la vida, viendo a través de finísimas estrías de luz para finalmente percatarnos de que todo es oscuro. Permaneciendo en la sensación de vivir un sueño dentro del sueño, que no es el tedio de quien nada sabe o nada hace, sino de quien pensó con claridad y supo, como un viejo emperador en su despedida: “Lo fui todo, nada vale la pena”.
Notas
[1] Es ist einem langeweiling.