He llegado unos años tarde a Ahorita de Martín Caparrós. Fue solo gracias a Marc que me pude hacer del libro en esta ciudad de 45 grados en verano y menos 10 en invierno. Indudablemente, una pausa deseada en medio del ajetreo causado por la guerra, la inflación y la renta.
El libro de Caparrós es un textillo, por suerte no de autoayuda, pero que dispara las preguntas adecuadas, un arte ya casi en peligro de extinción en esta época repleta de falsas certezas. No es de grandes proporciones, ni tampoco de inmensas pretensiones. El texto trata de eso y solo de eso, del ahora.
Un ahora que define en sus primeras páginas desde la noción de presente. ¿Qué es el presente?, se pregunta Caparrós:
«Siempre es difícil contar el presente. Para empezar, porque el presente no existe. Para seguir porque simula que sí. Los mexicanos saben expresarlo como nadie: no creen en el ahora y por eso te dicen ahorita, un ahora que siempre está un poco más allá, que la distancia empequeñece.»
De ahí parte su autor en un viaje que no se circunscribe a ejecutar malabares con el futuro de la especia sobre la tierra. Ni apocalíptico ni integrado, ni cínico, ni altruista, justo en el medio y con una sobriedad que Aristóteles hubiera envidiado. Y lo que soy yo, también, para así poder lidiar con el jefe de la redacción, o con mi casero.
Eso sí, olvídese de la respuesta final y cómoda. Este librillo no la tiene. Los mejores casi nunca vienen con ella. Es que ni siquiera un ladrillo como La Crítica de la razón pura le da a usted una respuesta precisa sobre qué hacer con la filosofía en un mundo que se ha entregado por entero al ideal científico. Pero eso es otra historia.
Acá Caparrós parte de la descripción del presente para decirnos no solo que ha finalizado una era, la del fuego, sino para ejecutar un diagnóstico siempre bienvenido de las cosas maravillosas e increíbles a las que nos hemos confiado ciegamente. No siempre en virtud de un engrandecimiento moral, o por responsabilidad social. La mayor de las veces, por el simple hecho de pertenecer, de estar en medio de una cosa vaga e inercial, llámele náusea, o como prefiera.
«Quería ejecutar una mirada fragmentaria: buscar, en los trozos, ciertas constantes para tratar de descubrir adónde vamos.» No obstante, según él, la empresa fracasó y los textos lo llevaron a algo más: a sentenciar el final de la era del fuego. Sí, como escucha, la era del fuego. La más larga de la historia humana, testigo de nuestra grandeza, evolución y desarrollo industrial. En la que la luz ha iluminado el discurso material pero también el simbólico y mítico.
Unos dirían, precisamente, que somos los hijos de Prometeo por haber tenido las agallas de desprendernos de la naturaleza, imponernos a ella, recrearla. Otros dirían dioses, alucinaciones, magia, milagro. No importa el camino que se tome. La vanidad del humanismo siempre está ahí como una condición de la libertad que se erige sobre la determinación del mundo natural.
Así pues, los fragmentos en cuestión son breves ensayos que describen ese movimiento de alejamiento del fuego.
Confieso que por momentos me sentí agobiado. Por ejemplo, según Caparrós, este mundo está lleno de cosas. ¡Vaya que descubrimiento! Nada nuevo hasta ahí. Pero es más fácil decirlo que de hecho saber cuántas cosas nos rodean, o hacemos que nos rodeen a lo largo de la vida. Compulsión potenciada por un mercado que nos arrastra a consumir cada vez más y por necesidades artificiosamente construidas. «El chiste -y en esta le sigo- es que el sistema económico mundial necesita que necesitemos cada vez más cosas -porque vive de fabricarlas.» Solo en Estados Unidos, agrega, un hogar promedio tiene 300,000 cosas que son el resultado de la invención de la necesidad.
Las cosas no son cuerpos inertes, son también inteligentes. ¡Qué gancho! Teléfonos, neveras, autos, pijamas, teclado, semáforos, espejos, museos, absolutamente todo pasará a ser inteligente en ese mundo posmundo que se ha dado en llamar metaverso.
La trampa, y esto no lo trae Caparrós, es que esa inteligencia produce consumidores esclavos de sus propios clics y no individuos con agencia auténtica. Todos esos ardides, «a cambio…nos prometen un poco más de vida y -Fausto ya lo sabía- a cambio de ese poco somos capaces de entregarlo todo.»
Ese es solo el comienzo del diagnóstico de cosas y formas de subjetivación que el autor narra y encuentra: el hábito de fumar, las vacaciones y el fin de semana, nuestra relación con las redes, los teléfonos, los espejos y las cámaras. Pero todo ello sin descuidar nunca el cuerpo o nuestra relación con el mundo:
«Es signo de los tiempos: estamos preocupados. No conseguimos imaginar un futuro que nos atraiga: esos que supusimos durante un siglo y medio de modernidad se revelaron desastrosos, y estamos sin futuro como un adicto sin su droga. Entonces todo nos resulta amenaza: el futuro, sobre todo, es amenaza, y nos refugiamos en esa forma cool del conservadurismo que solemos llamar ecología.»
No, no se escandalice, no es negacionista, solo añade francamente que a veces podemos hacer más con menos, y que los grandes cambios comienzan con transformaciones en la escala individual. Yo además creo que hay mucho barullo cómplice desde posiciones cómodas y rentables, pero pretendidamente revolucionarias.
La relación con los animales, con nuestra dieta, gallinas, cerdos, comida en general. Todo esto también forma parte de esa mirada fragmentaria que él narra. Porque, en definitiva, estamos también en «el siglo de la comida». También hay que combatir la grasa, ya que esta es una de las grandes peleas de estos tiempos. Irónicamente, en lo que en algunos contextos se combate la comida chatarra, en otros se combate la desnutrición.
Acá también se da cuenta de la transición de las máquinas. De un mundo en el que ellas fueron un soporte para hacer aquello que dominábamos, a una época en la que ejecutan lo que no somos capaces de hacer.
La comunicación es un ejemplo que el autor toma, muy ilustrativo de cómo la dependencia ha llegado a niveles demenciales. Hay una frase que me encantó, que traduce nuestro patetismo, también el lio en el que estamos y su propio ritmo: «Es una época suavemente agónica.»
Esta colección de ensayos es casi un concierto complejo de voces apocalípticas. Sin embargo, advertimos junto al autor que:
«Los apocalipsis son, sobre todo un modo de manejar las conductas de los amenazados: de decirles qué deberían cuidar, qué deberían cambiar, de fijar la jerarquía de problemas. ¿La temperatura del mañana o el hambre de ahora mismo?»
Todos los fragmentos y relaciones que se describen en este libro dan cuenta de ello: de cómo nos movemos hacia el final de una pretendida era del fuego -si es o no, dejemos al lector de esta gran caverna planetaria que decida.
Desde series, películas, noticias, nuestras vidas penden de una decisión que será tomada con descaro, y con el menor de los rituales posibles: hay que defender la democracia y la libertad. Mientras tanto, nadie sabe qué rayos es eso, pero suena cool. Vivimos bajo amenaza, más que bajo la idea de hacer cumplir un proyecto. Acá, el existencialismo se esquivó de punta a cabo.
A pesar de todo lo anterior, dice Caparrós que lo mejor de los apocalipsis es que nunca se cumplen.
No sé. Tengo mis dudas. Yo me inclino a pensar que se cumplen, pero nunca de la manera en que los apóstoles lo predicen.