Parthenope o la caída al vacío de Sorrentino

enero 19, 2025

La última película de Paolo Sorrentino nos ha dejado grandes titulares, y los críticos, en su mayoría, parecen estar de acuerdo en calificarla como una gran epopeya femenina. Nada más lejos de realidad; y, aunque más adelante nos adentraremos en la inocuidad del personaje, comenzaremos por enfatizar cómo, en este filme, la pureza estética arrasa todo cuanto acontece, y en cómo, bajo la mirada estilizada de Sorrentino, se entremezclan tanto el imaginario costumbrista de la tierra natal del director napolitano, como la cristalina imagen del deseo. Y una sucesión de fotogramas, donde se teje la maraña en la que conviven tanto la estética religiosa como la seducción del milagro escatológico y pecaminoso, y donde se inserta con calzador un descolorido currículum académico que no termina de conectar con el resto de la cinta. Por otro lado, un Gary Oldman sin trascendencia, hará de clickbait para aquellos espectadores que no se hayan familiarizado aún con el universo de Sorrentino. Parthenope es un filme que navega desde los años 50 hasta la época actual, y que goza de un excepcional y sincronizado trabajo de vestuario diseñado y producido a medida por Saint Laurent Productions. Como positivo: unos exquisitos cuadros que danzan a cámara lenta nos sumergirán una postal napolitana a medio camino entre el gusto por el realismo esperpéntico típico de Martin Parr y destellos de Katy Perry anunciando, quizás de un modo más artificial y tosco, el perfume Devotion de D&G. Aun con todo, Saint Laurent se hace notar por su excelente trabajo, y la muestra de algunas piezas icónicas como el esmoquin de mujer (marca de la casa desde 1966), el vestido dorado de una Greta Cool al más puro estilo Sofía Loren, o la estupenda pedrería de El tesoro de San Genaro diseñado por Carlo Poggioli (y manufacturado por la compañía italiana Pikkio) cierran un estilismo redondo que roza la perfección.

Para todos aquellos que, como el que escribe, se hayan adentrado en la sala con el hiriente y placentero sabor que nos dejaron La gran belleza (2013) o La juventud (2015), reconocerán en Parthenope los acentos recurrentes que versan sobre los títulos anteriores con una sensualidad que agita cualquier construcción social. Estos impulsos naturales, veremos, disrumpen la realidad adulta y sucumben bajo la convención y la monotonía de nuestras vidas, cuyos problemas se muestran como un “lo mismo como otro” en decadencia, propio de una edad adulta alejada de la grandes pasiones. Lo bello, si me lo permiten, se muestra aquí como un destello de inmortalidad, de verdad ciega, o, mejor dicho, como aquella imagen superior por la que se muere o se deja uno morir, y que, como los lirios de San Juan, aun pareciendo eternos, se nos marchitan al atardecer, desvaneciéndose con el pestañeo del tiempo; y aquellos que la han presenciado, incapaces de superarla, quedan abocados a la soledad.

Si en La Juventud (2015) nos encontrábamos estos atributos (belleza, juventud y sensualidad) de un modo auxiliar o en contraposición a la trama, aquí, Sorrentino nos confronta con el rostro y la mirada de una Parthenope (Celeste Dalla Porta), que gracias a el exquisito estilismo de Anthony Vaccarelo y Carlo Poggioli, y sumado a la cadencia fotográfica de Daria D’Antonio, hipnotiza y embelesa al espectador durante el primer acto, y, tristemente, lo empalaga en el segundo bajo una excesiva y vacía reiteración casi obsesiva del director, de una figura, la de Celeste, que se exhibe vivamente en una trama inconexa aunque estéticamente extraordinaria. La belleza de Parthenope es una gracia indomable, una fuente que brota de la violencia contra lo terrenal, y es mortífera porque es mitológica, ocultando un sentimiento oceánico casi místico, que seduce a través de la perfección de la forma y la penetración de la mirada (un recurso del que abusa Sorrentino, y que tras el minuto 90, nos degrada al personaje y nos lo convierte, por esa misma reiteración, en una mera escultura de pose sin fondo).

La belleza de Parthenope es una gracia indomable, una fuente que brota de la violencia contra lo terrenal, y es mortífera porque es mitológica

La belleza de Parthenope, como su propio origen sirénico indica, es una belleza maldita e hiriente, y, para terminar de regocijarnos en los fondos homéricos y en la tragedia más ancestral, al igual que el grande de Zeus consumaba relaciones incestuosas con sus hermanas Deméter y Hera, asimismo asistimos en la cinta al incesto a medio gas entre Parthenope y su hermano Raimondo (interpretado por Daniele Rienzo) que acabará (para sorpresa del espectador) como la Parthenope original, esto es, dejándose morir (como lo haría la sirena) ahogado en la imposibilidad de conseguir el amor de un Ulises (Celeste Dalla Porta) atado al mástil, que se traduce en la película como una Parthenope incapaz de amar a nadie más que a la ciudad de Nápoles (una ciudad inseparable de Parthenope, pues se fundó originariamente sobre su sepultura). Raimondo, tras su muerte, se nos desdobla confusamente en el mito del centauro, que, atrapado en el Vesubio, hace rugir y hace temblar el mar con su deseo. “¿Cómo se puede ser feliz en el lugar más bello del mundo?” -se pregunta Raimondo-. Pues no se puede, porque cuando la belleza alcanza la perfección, uno, o se queda ciego, o la perfección le aniquila. El groso del argumento, si es que hay alguno, viene de la mano de los personajes secundarios, como, por ejemplo, el de la diva Greta Cool (intrepretada por Luisa Ranieri), capaz de arrojar algo de luz sobre la decadencia de la sociedad napolitana y sus entresijos. Son estos personajes secundarios por los que Parthenope se siente atraída, arrastrada por una especie de fetiche sapiosexual que aflora la inseguridad de un personaje que necesita saberse inteligente para traspasar así la perfección de una belleza que la sitúa ya sin esfuerzo en un plano superior. El personaje va perdiendo fuerza, y oscilando entre mujer florero, proyecto fracasado de diva del show-business, y un puesto de catedrática en la facultad de antropología. La pobreza de los diálogos de la protagonista no muestra la agudeza deseada, que se intenta resolver con unos logros académicos que nada tienen que ver con el modo en que se ha construido el personaje. Sorrentino trata de dar muestras de inteligencia a Parthenope por boca de otros personajes y lo intenta reforzar enrolando a la protagonista en un ámbito universitario que se nos presenta sin brillo, como una especie de apósito que intenta trazar a la desesperada, un hilo conductor que justifique ulteriormente que el amor es aquello que realmente da sentido a lo bello. Tal es la maniobra para salvar los muebles, que, para enmendar la insípida superficialidad de la trama, Sorrentino se sirve de la figura del profesor Marotta como modelo a seguir por Parthenope, y cuya integridad y elevación, vienen dadas por la devota entrega a los cuidados de su gigantesco hijo informe, y, con ello, el director apura los últimos minutos de la cinta y nos muestra una vez más la belleza. Pero esta vez, con la singularidad de ser aquello a lo que llegamos a través de la bondad y el amor, y que se sitúa en el extremo opuesto a Parthenope, esto es, como el resultado de una mediación. Y lo hace, bajo la forma inesperada de la inocencia infantil encarnada en lo monstruoso (sirviéndose de unos efectos CGI aún más monstruosos si cabe), contraponiendo así lo terrenal y duradero a la revelación divina y efímera que se oculta en la potencia de la juventud y que viene vaciada de antemano. Y en este cuadro final, en el que el profesor abre las puertas de su casa, es donde ocurren las presentaciones y donde ambos tipos de belleza se sobreviven: la belleza cautivadora de Parthenope y la belleza de una bendita inocencia que supera la forma de lo monstruoso, conmoviendo por primera vez a la protagonista desde la muerte de su hermano. Porque la belleza maldita de Parthenope, es la belleza en su más inconmovible perfección: lo es todo y todo lo ocupa, y no deja espacio alguno para el contenido más allá de sí misma. De ahí, que ni siquiera la propia Parthenope consiga responder al enigma cuya interpelación va repitiéndose sin descanso durante las más de dos horas de visionado: ¿en qué piensa Parthenope? Pues bien: probablemente en nada.


Correcciones a cargo de Irene Luisa González Calvo

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