Foto realista de diversas personas frente a pantallas de aparatos eléctricos, una atmósfera de miedo, ansiedad y tristeza, iluminación cálida y oscura.

El gesto de Flora Davis

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Aquel subordinado recién llegado de provincias le mira fijamente con el hieratismo de una divinidad esculpida que se ha erigido para quedarse. Si bien sus palabras se esfuerzan por dar un discurso amable y entusiasta, sus gestos, su mirada, no le acompañan del todo. Dos minutos de conversación bastan para que una tensión ya familiar le vaya trepando por las cervicales. Él le aguanta la mirada, y usted, a la desesperada, se hurga la piel de un modo visceral en busca de ademanes salvadores, de signos y palabras que equilibren la partida estableciendo la posición y el encuadre hacia una perspectiva favorable; porque hay un resquicio en aquella mirada estanca que viaja disociado de aquellos sonidos que componen la retórica parlante. Esto (y está en todo su derecho) le resulta a usted amenazador. Ha de erguirse usted, ha de tomar el control de la situación: y bajo este mandato instintivo y el automatismo que le pidiera el cuerpo, se le estira el cuello altivamente, con seriedad, y se ve a sí mismo un tanto crispado, con un toque un tanto primitivo, como si le faltara darse golpes en el pecho para medirse contra el adversario y, entonces, frunce el ceño, y las pupilas se le contraen involuntariamente como cuando se tumba y mira al cielo azul cobalto en una playa soleada. Se le escapan los aspavientos, y le llega cierto olorcito a folclore. En algún momento de la conversación tan banal como burocrática, el ambiente se ha tornado denso y áspero, porque aquella periferia gestual, aquella danza de la cinesis cargada de expresión y de subliminalidades le ha dejado, cuanto menos, incómodo.  Porque la comodidad, dirá usted, le llega a uno con la seguridad de ver de lejos, del confort armónico que transmite un ideal de transparencia con la cuadratura del gesto amable y el habla, con la galantería y la apertura del cuerpo; y lo otro, si nos ponemos algo fatalistas, es fingir, es dar el pésame acompañado de una mueca de tranquilidad, es la censura al cuerpo y el sostén del protocolo, un intento de forzar la sincronización del gesto con el habla, de provocar en el cuerpo una arritmia artificial que acaba por tensar el mensaje.

La comunicación cara a cara, la interacción con el otro que está ahí, no es solo el encuentro, es ese claro del bosque donde se nos aparece el contexto, donde el lenguaje porta aromas y suda, donde la pretensión de validez del hablante se hace más inteligible y donde las palabras se entrecortan con la saliva de un paladar atascando la dialéctica.  Esta representación de la danza de los pueblos que entusiasmaba tanto a Flora Davis, nos agita y nos armoniza haciendo vibrar esa sinfonía de carne trémula que es la sociedad, porque el teléfono, al igual que texto, es un medio limitante que se completa con la apertura de la mente. Una separación trágica que da pie al espectáculo del pensamiento, donde sólo se dejan pasar, como por el ojo de la cerradura, unos pocos bytes de información, y el resto, queda inutilizado en el extrarradio del salón mientras fijo la mirada distraídamente en los pájaros que se acercan al ventanal. Enajenado, desbloqueo el móvil mientras conversamos y busco al plumífero sospechoso de ser carbonero entre las especies locales. Al volver la vista no queda nada, se ha fugado de la mano del momento, es una anestesia que se me ha vuelto familiar, pronto llegará el otoño; disculpe, ¿qué me iba diciendo? No se apure – entono el mea culpa – porque en la era del 5G y el envío Prime he preferido no visitarle, y le escribo entonces, aunque ignorará el detalle de mis pies cruzados, mis brazos en jarra y las cejas arqueadas; y el perfume, claro, ¡que pérdida de dinero! Ha pasado desapercibido el bostezo, dice usted que me escribirá, pero no está siendo honesto conmigo. El estilo tan insípido como correcto, la gramática sin errata, seca y lisa, viene como una explanada a mediodía en verano, sin humanidad. Dejo que su bot me explique lo que usted quiere que él me explique, como un teléfono escacharrado de la diplomacia. Y se me han ido las ganas de contestar al monólogo aunque los calificativos hacia su persona han brotado como una mala hierba. Le hablan a uno mientras conduce, pero es que otros también le escriben mientras cagan. Mi texto lo recibirá despersonalizado, es tarea suya cumplimentar la sección de atributos del que escribe, y seré breve, no quisiera yo robarle la mañana. Y me sacrifico, cedo mi sustancialidad como las bandas míticas venden su merchandising en los grandes almacenes, sin necesidad del concierto ni de la tienda de discos en un mundo global que vive aséptico de ritualidad. Lo hago por la inmediatez, por el alcance, porque de otro modo el tiempo no da, porque el tiempo… se desplaza ya con otro tempo.

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