«Los políticos deberían usar chaquetas de patrocinadores como los conductores de NASCAR, así sabremos a quienes pertenecen»
Robin Williams
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre una forma particular de percibir el poder, un concepto central en la historia de la humanidad y, en particular, en la filosofía política desde la antigüedad. Recurriremos a pensadores como Aristóteles, Hobbes, Maquiavelo y algunos contemporáneos, con el fin de intentar comprender y explicar la naturaleza del poder político en un contexto actual que, a la vista de todos, destila una decadencia inusitada. Nos centraremos en las elecciones de los Estados Unidos, donde los principales candidatos, Joe Biden y Donald Trump, nos ofrecen un panorama bastante oscuro, digno de estudio e interés para quienes queremos saber quién maneja realmente los hilos en este mundo.
En su Política, Aristóteles sostenía que el objetivo del Estado debería ser alcanzar el bien común y que la virtud es fundamental para el liderazgo de todo aquel que pretenda detentar tan honorable poder. Según el estagirita, los gobernantes deberían ser personas de «alta moral» y virtud, capaces de anteponer sus intereses a los del pueblo. Suena precioso, ¿verdad? Pues hay más: cuando sostiene que «el hombre es, por naturaleza, un animal político», nos quiso enseñar que la forma de vida más noble para una comunidad que aspire al bien común para la polis (ciudad-Estado) es la única vida que vale la pena tener, puesto que lo que enaltece a ese animalito es aquello que hace con el poder que tiene. Ahora bien, vemos en la actualidad un Biden con severos e inocultables problemas de senilidad gobernando la nación más poderosa del planeta, y también apreciamos a un contrincante con muchas chances de ganar las próximas elecciones, Donald Trump, con su típico comportamiento errático y una falta total de coherencia discursiva que mete miedo. Dadas así las cosas, les pregunto, amigos míos: ¿No les preocupa la capacidad de liderazgo de ambos candidatos? Independientemente de la respuesta que cada uno pueda dar, es imposible negar que en estos referentes hay una severa deficiencia de aspiración al ideal aristotélico de gobernante virtuoso que aspire con todas sus fuerzas a un «bien común».
Nicolás Maquiavelo, gran pensador de la filosofía política (al punto de ser, para mí, el prototipo de «Mano del Rey» y «Maestro de los Susurros» de Game of Thrones), en su obra El Príncipe, propuso una visión estrictamente pragmática del poder político. Para Nicolás, el éxito de un gobernante no se mide por su virtud, sino por su capacidad de mantener y consolidar el poder. Evidentemente, se trata de un paradigma realista y a menudo cínico del poder que puede verse claramente reflejado en la política real de todos los tiempos. Maquiavelo nos dirá que «un príncipe que quiere conservar su estado está obligado a aprender a no ser bueno, y a servirse o no de esta ciencia según las necesidades» (El Príncipe, Capítulo XV). Tras leer esto, podemos analizar al candidato de dudosa cabellera y piel naranja, con su estilo de liderazgo sustentado principalmente en la confrontación y la manipulación mediática, y vemos claramente muchos de los principios maquiavélicos, puesto que el pensador italiano nos advierte que los gobernantes deben ser astutos como zorros y fuertes como leones. Esta dualidad de fuerza y astucia está presente en toda la historia política de la humanidad y es innegable que Trump tiene una capacidad para influir en la opinión pública y manejar las narrativas mediáticas a su antojo y conveniencia, mientras que el Tío Joe, con todo el aparato mediático biempensante y políticamente correcto de Occidente a su favor, sin importar lo que sus asesores hagan, pocos milagros de reversión de su imagen negativa podemos esperar.
Y como estamos hablando de poder, es ineludible la referencia a Thomas Hobbes y su gran obra El Leviatán, en la cual argumenta que los seres humanos, en su estado natural, viven en una condición de guerra de todos contra todos. Para escapar de esta vida anárquica, las personas acuerdan un contrato social y ceden una parte considerable de su libertad a un soberano absoluto que debería garantizar la paz y la seguridad. Hobbes nos advirtió que «el único modo de erigir tal poder común, capaz de defenderlos de la invasión de extranjeros y de las injurias de unos contra otros, es conferir todo nuestro poder y fuerza a un hombre, o a una asamblea de hombres, que pueda reducir todas nuestras voluntades, por pluralidad de voces, a una sola voluntad» (Leviatán, Capítulo XVII). Así, amigos míos, se funda el Estado. Ahora bien, como hemos podido apreciar, la teoría de Hobbes subraya la importancia de un poder central fuerte y la legitimidad derivada del consentimiento de todos nosotros, los perejiles denominados «ciudadanos» que, en un contexto de elecciones, debemos elegir entre opciones como las precedentemente enunciadas, que a las claras no nos brindan ninguna paz interior al conceder semejante responsabilidad (sobre todo si tenemos en cuenta el amor profundo que tiene, sobre todo, uno de ellos por seguir fagocitando conflictos bélicos al norte de Europa y en Medio Oriente).
Por su parte, ya en la contemporaneidad, Hannah Arendt exploró cómo los regímenes totalitarios logran un control total sobre la sociedad mediante la combinación del terror y la ideología. En su obra Los orígenes del totalitarismo, Arendt distingue entre el poder y la violencia, argumentando que «el poder corresponde a la capacidad humana no sólo de actuar, sino de actuar concertadamente», mientras que la preocupación debe estar puesta en la concentración de poder y en la erosión de la participación democrática. De más está decir que en el contexto actual se ve con claridad justamente lo que Arendt anunciaba, puesto que estamos ante dinámicas de poder que muestran una polarización extrema y una creciente desconfianza en las deterioradas instituciones democráticas. Para comprender cabalmente este planteo, es necesario tener en cuenta que el verdadero poder no reside necesariamente en la coerción física o en el control visible, sino más bien en la capacidad de actuar en conjunto y en la legitimidad que el pueblo otorga. En una era globalizada de híper-comunicación y digitalización, esta legitimidad es cada vez más frágil ya que los ciudadanos (con dos dedos de frente) perciben la total desconexión entre sus intereses y las decisiones tomadas por sus líderes. ¿Qué hacemos entonces, querida Hannah? Ella nos dirá que el verdadero poder emana de la capacidad de las personas de actuar juntas y de hacer valer su voz en el espacio público, lugar privilegiado para la acción concertada y la deliberación común. Esta perspectiva nos invita a revalorar la participación cívica, no sólo como un derecho per se, sino como un deber y una responsabilidad ética fundamental en la construcción (porque se construye la cosa, no «viene dada» por nadie) de una sociedad que apunte a ser más justa y equitativa.
«El poder se ejerce, más que se posee» nos dijo Michel Foucault en su Historia de la Sexualidad (Vol. 1). Con esto queremos expresar que la avanzada edad y los evidentes problemas de salud físicos y mentales de los candidatos presidenciales estadounidenses pueden verse como un reflejo de las tensiones entre el poder biológico y el poder político: la gestión de la salud y la vida de los líderes políticos se convierte hoy en un tema central para analizar la preocupación por el «quién» ejerce realmente los hilos de poder de los cuales depende el destino de todas las naciones.
Dicho todo esto, procedemos a preguntarnos si quienes realmente nos gobiernan son las personas que estaban en la boleta electoral. La incesante y probada influencia de empresas puntuales y capitales concentrados bien identificados, sugiere que el verdadero poder puede estar en manos de actores económicos más que políticos. Un ejemplo de ello lo brinda Sheldon Wolin en su obra Democracy Incorporated (Democracia S.A.), al señalar que «el Estado democrático está en un proceso de ser transformado en una forma de despotismo gestionado que concilia la democracia con el capitalismo más avanzado». Esta «transformación» implica que el poder real reside en corporaciones e intereses económicos que financian y sostienen no sólo las campañas políticas, sino también, después, agendas específicas que terminan influyendo (por no decir «determinando») las políticas y decisiones que toman los líderes electos por el pueblo que la ve desde la vidriera, convirtiéndonos en meros espectadores en lugar de actores en el escenario político.
Ejemplos coetáneos a nuestros días incluyen la influencia de gigantes de la tecnología como Google, Facebook y Amazon, cuya capacidad para incidir en la información y la economía es vastamente superior a la de muchos Estados nacionales. La relación entre estos actores económicos (y políticos) nos debería interpelar para que nos preguntemos sobre la verdadera naturaleza del poder en nuestra era: si los señores o señoras que ganan en los comicios no tienen el poder real, y en su lugar lo tienen CEOs de un puñadito de empresas a quienes nadie votó, ¿de quién es el poder, entonces? Peor aún, si se corrobora que quienes deciden no son a quienes hemos votado, ¿s
igue siendo esto una democracia republicana?
Para evitar, o al menos intentarlo, este destino, deberíamos pensar seriamente cómo estamos formando a nuestros futuros «líderes» en cuanto al sentido de participación y responsabilidad cívica. Esto sobrepasa el mero slogan trivial y trillado «la patria somos todos»; implica educarnos y educar a otros sobre los procesos democráticos, promoviendo la transparencia, la rendición permanente de cuentas y trabajar incansablemente para asegurar que las instituciones tengan sentido, es decir, reflejen verdaderamente nuestra voluntad y dejen de actuar en contra de nuestro bienestar.
En un mundo como el que hemos descrito anteriormente, en el que el poder real del Estado parece estar cada vez más limitado e influenciado por agentes externos, la responsabilidad de los ciudadanos de involucrarse con «la cosa pública» se vuelve más crucial que nunca. Eso sí, este compromiso tiene que superar la perspectiva mezquina orientada únicamente a la ambición personal de ocupar cargos políticos bien remunerados, sino que debe surgir de una auténtica preocupación por el bienestar común y la sostenibilidad de nuestras democracias. Somos más los que queremos esto, pero somos, paradójicamente, los que más callamos y acatamos.
En fin, como habrán podido apreciar, caros lectores, no podemos discernir fácilmente esto desde un artículo de reflexión filosófica en un periódico que milagrosamente ha optado por hacernos un espacio. Lo que sí podemos hacer es pensar (o al menos intentarlo), la naturaleza del poder ya no como la propuso Hobbes, puesto que no está claro quién es realmente «El Soberano» ante quien renunciamos a nuestra voluntad y tantas otras cosas más, sino como lo que realmente es: el ejercicio del dominio de la opinión, la información y la voluntad de la masa por parte de la coalición de títeres decrépitos y cabilderos con intereses económicos y geopolíticos muy puntuales. La historia nos ha mostrado que el cambio significativo rara vez proviene de arriba hacia abajo; es la acción colectiva de los individuos comprometidos la que transforma verdaderamente la vida en nuestras comunidades y naciones. Visto así, amigos míos, solo queda la esperanza de contar con futuras generaciones de gobernantes que apelen a la virtud en pos del bien común y no se dejen tentar (ni amedrentar) por este monstruo que pisa fuerte, pero que es significativamente menor en número que todos nosotros, los giles.