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Vigilar y cancelar: La sociedad de la transparencia y el panóptico digital

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Cada respiro que tomas

Y cada movimiento que haces

Cada vínculo que rompas

Cada paso que das/ Te estaré vigilando

The Police. Every Breath you take, 1983

Cerca de 5.4 mil millones de personas están en línea cada día. Esto representa el 67% de la población mundial, y aproximadamente 4.6 mil millones de personas tienen redes sociales, lo que representaría un 58%[1]. Estos datos muestran que el uso de redes sociales está indudablemente extendido e integrado en la sociedad. El uso de estas redes aumentó desde marzo del 2020 a raíz de la pandemia del COVID-19, el aislamiento y la cuarentena, convirtiéndose así en el modo de socializar por excelencia, fundamentalmente entre los más jóvenes. Los rostros cubiertos de las personas al salir a la calle y la falta de contacto humano directo convirtieron la pantalla del teléfono móvil en la forma casi exclusiva de socializar.

Estas plataformas virtuales se han convertido en un espacio de intercambio donde los usuarios comparten fragmentos de su vida. Ya sean fotos, mensajes o incluso un meme, al compartirlos representan lo que somos, o, en su defecto, lo que queremos aparentar ser. Los grupos y comunidades nacen gracias a la organización de usuarios con intereses comunes, al tiempo que contribuyen a la homogeneización, muchas veces a través de estereotipos, de los que interactúan dentro de esos ámbitos, mediando así su comportamiento en la red. Para interactuar en redes sociales el usuario crea un perfil, un yo que queremos que el otro asuma como identidad real del interlocutor, y que en ocasiones también acaba por ser interiorizado por este y convertido en parte de la personalidad. Esta actitud ad hoc es comparable a lo que el psicoanalista Carl Gustav Jung llamaría persona; en este caso, una persona digital.

Muchos sitios web le piden al usuario que acepte las cookies, que no son más que pequeños fragmentos de información que las webs envían al navegador y que contienen los datos de uso y preferencias del visitante. Dichos datos generalmente se utilizan para que el usuario tenga una experiencia más personalizada, expresada en publicidad dirigida, noticias que podrían interesarle, entre otros.

En la actualidad solo es necesaria la interacción con un elemento en la web, sea un «me gusta» o el dato sobre la publicación en la que el usuario se detuvo más tiempo, para que el algoritmo de la red determine lo que se mostrará más adelante. Este algoritmo se ha convertido en la mecánica fundamental de las redes sociales. Nuestros datos dicen lo que consumimos. Ejemplos conocidos han trascendido en las propias redes, por ejemplo, que cuando se habla en un chat privado del interés en comprar comida para perros, luego, en otros sitios de la red o el internet en general, aparecerá publicidad de productos relacionados que podrían satisfacer esa necesidad. No hay espacio para casualidades: el algoritmo sabe lo que queremos, y lo que es más, nos condiciona a ello.

Un yo transparente para la red

En su texto a La sociedad transparente, el filósofo Byung-Chul Han expone una sociedad donde la información está disponible y es accesible, en gran medida gracias a las redes sociales, donde reina la «cultura de la transparencia». Las personas en esta sociedad están expuestas, presionadas y vigiladas para desvelar información sobre sí mismos al resto. Esta exposición de información, tanto pública como privada, influye en la percepción y autopercepción del individuo. Esta «post-privacidad» es el abandono de la esfera privada, con el objetivo de ser transparente y de esta forma acelerar y facilitar el proceso de comunicación. Para que la sociedad sea transparente el individuo debe abandonar toda singularidad, eliminar la alteridad del otro, así como toda negatividad. En otras palabras, la sociedad debe convertirse en una «sociedad positiva».

La positividad es para Han la insistencia constante en una actitud optimista, la sobrevaloración del rendimiento y la negación de la negatividad, sufrimiento y melancolía, como experiencias legítimas de la vida humana. Esta se manifiesta a través de la autoexigencia, la búsqueda de la eficiencia y el alto rendimiento, la sobreexposición a las redes sociales y la necesidad de mantener siempre una imagen positiva. Este exceso de positividad, optimismo y oportunidades puede llevar al individuo al estrés, el agotamiento y la ansiedad. La negatividad, por su parte, estaría compuesta por los sentimientos negativos, la frustración, la tristeza, como también el manejo que se hace de estos al confrontarlos y procesarlos, de modo que esto permita un crecimiento y desarrollo personal sano y genuino. La negatividad es un elemento de gran importancia para la vida social, pues es la que con su tratamiento permite un desarrollo y un avance de la interioridad de la persona. Al eliminar la negatividad y la alteridad del otro se aceleran las interacciones, pues de este modo solo se entra en contacto con lo igual. En palabras del propio Han: «La sociedad de la transparencia es el infierno de lo igual.»[2]

Cuando la identidad se diluye

La sociedad contemporánea se encuentra en un constante cambio. Se transforma, fluye, como un líquido que se va amoldando al recipiente que lo contiene: una sociedad liquida. Es precisamente de esta «sociedad líquida» de la quehabla el sociólogo Zygmunt Bauman en su libro Modernidad líquida.En el mundo actual, las estructuras sociales, instituciones, relaciones e identidades personales tienden a ser menos «sólidas» que en épocas pasadas; es decir, son menos propensas a la permanencia.

La constitución tradicional de la vida social, la estabilidad laboral, la lealtad tanto a instituciones políticas como religiosa, se ven movidas, desplazadas por los cambios constantes de la «modernidad líquida». Los individuos se enfrentan a cambios rápidos a los que deben adaptarse constantemente; esta fluidez y flexibilidad tienden a producir en el sujeto inseguridad y ansiedad, pues se encuentran en la necesidad de adaptarse constantemente a nuevos escenarios y desafíos.

A causa de esto, en medio de un entorno inestable y cambiante, el individuo se encuentra sin un sentido de pertenencia al medio, lo que exacerba su individualismo, que debido a la falta de un ambiente sólido, e influido a su vez por la cultura del consumismo y la autoexplotación, encuentra más dificultades para desarrollarse. La conformación y el mantenimiento de la identidad se vuelven una responsabilidad más propia, ya que no se siguen las formas tradicionales de pertenencia social y cultural. El individuo lucha así por mantener una continuidad y coherencia de su propia identidad, a la vez que tiene que cambiar y fluir en el mundo moderno.

La dominación de la red

Ya vimos como el sujeto lucha por sostener su identidad en el entorno digital, sin embargo, esto a su vez conduce a la aparición de patrones y nuevas formas de jerarquía, partiendo de lo estético y llegando a lo moral. El sociólogo francés Pierre Bourdieu introdujo en su ensayo Sobre el poder simbólico, incluido en el libro Intelectuales, política y poder, el concepto de «dominación simbólica», que hace referencia a la imposición de significados, valores y formas de pensamiento que moldean la conducta del individuo de manera sutil y casi imperceptible. Esta influencia se ejerce mediante sistemas simbólicos, la educación, el arte, la religión, así como también los medios de comunicación. En la actualidad, gran parte de estas fuentes de influencia simbólica convergen en un mismo lugar: la red. 

La dominación simbólica se manifiesta en las redes sociales a través del estatus y la adopción de lenguajes propios e identidades, de forma que en cada grupo imperan patrones internalizados de comportamiento, que de manera inconsciente cada integrante de esta comunidad adquiere, interiorizando, legitimando y perpetuando así estos códigos culturales.

En tiempos actuales, youtubers, influencers, estrellas de cine, políticos y movimientos culturales tienen un mayor alcance que nunca. Estas figuras tienen una reputación, un prestigio y una autoridad sobre sus seguidores. El uso de este «capital simbólico» ¾concepto introducido por el propio Bourdieu¾ queda entonces a total disposición de estas figuras prolíficas, que pueden influir con sus criterios y declaraciones en el arte, la política, la sociedad y, en ocasiones, la autopercepción e identidad de sectores completos. Mientras mayor sea el capital simbólico, mayor será el alcance de estas figuras, en ocasiones reuniendo tanta influencia que un solo tuit de estos sujetos puede sacudir la sociedad y causar reacciones en el mercado.

La persona digital se ve afectada con todo esto, o mejor dicho, conformada, y así comienza el proceso de distinción, que es el uso de preferencias y prácticas culturales como forma de diferenciarse y demostrar pertenencia a una clase social específica; puede abarcar para el sujeto desde cómo es, qué come, a dónde va, qué música oye y hasta a quién vota. Esta sed de distinción Bourdieu la relaciona con la búsqueda de legitimidad y prestigio social, puesto que las preferencias culturales y estéticas se usan para demostrar la pertenencia del sujeto a cierta clase o grupo que, a su vez, estaría más favorecido en el orden simbólico.

La sociedad convertida en juzgado

En la red existen, entonces, sujetos y grupos con elevado capital simbólico que deciden qué es bueno o malo, y cuándo es así; marcan pautas culturales que acaban por convertirse en pautas morales. Está, además, el sujeto que aparenta transparencia y debe decir lo que piensa, pero que a su vez se encuentra sumergido en una sociedad líquida que fluye y se transforma con facilidad. Este sujeto, insertado en el orden simbólico digital, debe mismo tiempo adaptarse y conformar su identidad.

Las redes sociales brindan muchas oportunidades, y la positividad de la sociedad insta al sujeto a rendir más y ser mejor. Nace así el deseo de ser influencer en lugar de influenciado, y de esta forma reunir un capital simbólico que le permita cambiar su condición.  No obstante, en el orden digital, incluso los sujetos o grupos con elevada influencia son proclives a perderla, y ser forzados al olvido por entrar en contradicción con las pautas morales y estéticas que se dictan desde la dominación simbólica. A esta manera que tienen las comunidades en línea de eliminar lo disonante, lo negativo, se le ha llamado «cancelación».

La «cancelación» no es más que el retiro del apoyo público de todo tipo a una persona u organización, por comentarios o acciones realizados por estos ¾no siempre verificables¾ que son consideradas por el público en general como moralmente aceptables. El fenómeno cultural que propicia esto ha recibido el nombre de «cultura de la cancelación», o cancel culture.  La extensión de este fenómeno es tan amplia y radical que raya la atemporalidad, pues incluso si el hecho considerado reprochable ocurrió mucho tiempo antes de ser expuesto, puede aún así ser rescatado y traído al presente. De esta manera, los usuarios pueden ser llamados a responder por todo lo que hayan hecho, hacer o harán, con independencia del momento.

Así los usuarios pueden, en función de lo que creen, o incluso de sus preferencias estéticas, hacer rendir cuentas a otros por no ajustarse a ello. Sin embargo, en lugar de una corrección o rehabilitación, el resultado es, más bien, un destierro de la esfera pública, pues la persona «cancelada» pierde gran parte de su credibilidad de golpe, y sus explicaciones o disculpas podrían no ser escuchadas. El problema es que, como esta cancelación se basa fundamentalmente en los gustos y opiniones de los usuarios, mediadas por la dominación simbólica, no es aplicada siempre y de igual forma para todos.

Consecuencia de la constante vigilancia

El comportamiento de las personas se ve regulado por leyes, acuerdos, y normas, por lo que es necesario tener un conocimiento de su conducta, y de si esta se ajusta a estas regulaciones. Generalmente el que tiene el poder ejerce el control y la vigilancia. El pensador Michel Foucault, en su obra Vigilar y castigar, explica esto a través de una metáfora que describe una torre de vigilancia rodeada por celdas en una prisión, modelando así un modo de vigilancia y disciplina.

Esa estructura recibe el nombre de panóptico, y desde ella es posible vigilar todas las celdas sin que los presos puedan ver a su vigilante, lo que provoca que, al no ser conscientes del momento en el cual están siendo observados, se comporten de forma adecuada el mayor tiempo posible. Solo por la posibilidad de estar siendo vigilado en un momento dado, el preso cambiará su actitud a una más autorregulada y ajustada a las reglas: en otras palabras, el preso entra en un estado de auto-vigilancia.

En la contemporaneidad este panóptico se ha vuelto digital. Con la cultura de la cancelación, una sociedad que exige transparencia constante en todo momento, y una modernidad líquida donde los valores, reglas y tendencias fluyen a una velocidad progresivamente mayor, el sujeto se encuentra constantemente vigilado por alguien, sea el algoritmo, otros usuarios o él mismo. Ya no es sólo observado cuando está en contacto directo con el ojo público: el panóptico está en la red, y cada momento en que el sujeto se desenvuelve en sociedad podría estar siendo observado por los vigilantes, que en este caso, son el resto de integrantes de la comunidad digital.

Esta constante vigilancia genera en el sujeto ansiedad social, inseguridad y un temor irracional a ser juzgado. En la sociedad positiva, la negatividad que ha sido, de cierto modo, «cancelada», reaparece cuando el sujeto debe enfrentarse a la realidad, al miedo de que se descubra que su persona digital no corresponde necesariamente con su verdadera forma de ser. Cuando estas sensaciones negativas se mantienen en el tiempo se traducen en frustración, tristeza y ansiedad, y de esta forma, el escape constante de la negatividad termina volviéndose negativo.

Conclusiones

La sociedad se ha convertido, gradualmente, en su propia «policía del pensamiento» orwelliana, donde coexisten la ansiedad y el miedo a que el verdadero ser sea descubierto, a la vez que se exige y se instala la necesidad de ser transparentes. Una gran parte de la humanidad se encuentra hiper-conectada en la red, dependiente y pendiente más que nunca a la opinión del otro y su reconocimiento, en una sociedad líquida que, para avanzar con rapidez y sin frenos, ha buscado erradicar la negatividad en las relaciones sociales. Lo negativo es suprimido, desterrado, cancelado; y los sujetos desaparecen disueltos en el juicio público a su persona digital. Las consecuencias de este fenómeno para la sociedad aún están siendo estudiadas.

Este mundo convulso que solo acelera hacia adelante no deja tiempo para pensar, pues quien lo haga se queda en riesgo de ser dejado atrás. Así, en una sociedad ansiosa y frágil, rara vez hay espacio para el diálogo con la otredad; probablemente, porque ha sido cancelada.

Bibliografía

Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida . México: Fondo de Cultura Económica, 2003.

Bourdieu, Pierre. Intelectuales, política y poder. Buenos Aires: Eudeba, 2000.

Foucault, Michel. Vigilar y Castigar: Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI, 2010.

Han, Byung-Chul. La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder, 2012.


Notas

[1] Datos extraídos de la plataforma Statista (www.statista.com).

[2] Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder,2012

1 Comment

  1. Es interesante el tema de cómo se «cambia» tan fácilmente la personalidad digital, eligiendo intereses, gustos, creencias y demás para adaptarse y buscar destacar y pertenecer de algún modo. Hasta donde sé es algo que sucede hasta inconscientemente, fuera de nuestra voluntad.
    Espero más artículos de usted.

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