Representación del espacio-tiempo

La trampa antropomórfica del espacio-tiempo: ¿En cuántas dimensiones percibe un alienígena?

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¿Dónde estás ahora mismo?

Probablemente todos tenemos una respuesta para esto, ya que en todo momento cada ser humano se concibe en un lugar y momento concreto, con unas coordenadas geográficas y espaciales específicas para un determinado punto de referencia. Constantemente vivimos enfrentados a las nociones de espacio y tiempo. «Esto está aquí, aquello pasó ayer». Nuestras vivencias siempre están ancladas a una ubicación e instante donde tuvieron lugar, y cuando observamos a nuestro alrededor podemos ubicar las cosas, y predecir distancias, duraciones y el tiempo que falta para pagar las facturas. Sin embargo, y a pesar de la omnipresencia de las denominaciones espaciotemporales en nuestra estructuración lingüística, ni el espacio ni el tiempo, tal y como los concebimos, son completamente abarcables por nuestra capacidad de comprensión.

Ya Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura, abordó la cuestión del espacio y el tiempo, argumentando que ambas nociones parten de conocimientos a priori, es decir, que son previas a la experiencia. Para Kant, el conocimiento espacial, que nos permite comprender nuestro espacio tridimensional, está en nosotros de forma previa a nuestra exposición respecto al mundo, y por lo tanto no es algo adquirido empíricamente. De forma similar, el tiempo como noción existe de forma previa a nuestro choque con las horas, minutos y segundos, ya que precede a toda denominación y sistematización posterior. Las representaciones del espacio y del tiempo no son, para Kant, productos de la experiencia, sino las bases en las cuales se sustenta la posibilidad misma de la experiencia. Sin embargo, la correspondencia efectiva de esas representaciones con la cosa en sí, el noúmeno del espaciotemporal, dista mucho de ser posible.

Si nos adentramos en la física, por ejemplo, encontramos que la teoría de la relatividad aborda la cuestión del espacio-tiempo mediante representaciones simbólicas, que nos permiten comprender aproximadamente la forma en la que se curva el tejido espaciotemporal ante la presencia de un objeto masivo, pero que no son, en última instancia, más que traducciones a nuestro esquema representacional de la realidad en sí misma, dado que esta desborda nuestras capacidades perceptivas. Nuevamente, la realidad propiamente dicha sigue sin ser todavía verdaderamente accesible.

La trampa de la percepción humana

Si analizamos la forma en la que nuestros sentidos y cerebros han evolucionado, comprendemos que lo que percibimos está íntimamente relacionado con las cosas que la evolución nos ha llevado a percibir. No quiso la selección natural que pudiéramos ser conscientes de los campos magnéticos, como ciertas aves, o que tuviéramos visión infrarroja como los mosquitos y algunas serpientes. Estamos, en última instancia, atrapados en nosotros mismos, con nuestro espacio tridimensional y nuestros espectros sonoros y cromáticos. Nuestra noción de espacio se corresponde con la forma de percepción espacial que le es propia al Homo sapiens, y con base en esto hemos calibrado nuestros instrumentos, y planteado nuestras fórmulas o ecuaciones. En ese sentido, parte importante de nuestras teorías físicas dice más del mundo tal y como podemos representarlo que de las leyes universales que rigen la realidad, si tales leyes existen.

No obstante, y volviendo a lo anterior, el espacio no tiene necesariamente la propiedad de ser como lo entendemos. Percibimos el universo tridimensionalmente, sin embargo, el universo mismo no tiene la propiedad de ser tridimensional. Es nuestra percepción, en cambio, la que percibe el espacio en tres dimensiones.

Un ser hipotético que perciba en cuatro dimensiones podría tener una noción distinta del mismo espacio que observamos. No es la realidad, por tanto, la que se hace corresponder con nuestros conceptos respecto a cómo se nos muestra el espacio que observamos. La realidad existe por sí misma y en todas sus dimensiones; sin embargo, el espacio tal y como lo concebimos, la única manera en la que somos capaces de hacerlo, es bastante antropomórfico.

Podemos tomar como ejemplo una silla. Para nosotros, observadores humanos, la silla posee tres dimensiones: ocupa un espacio definible en los ejes X, Y y Z, y se encuentra ubicada en un lugar concreto, por ejemplo, arriba, a la izquierda y al fondo. Sin embargo, para un ser tetradimensional hipotético llamado «Zxaftz», la silla podría estar ubicada arriba, a la izquierda, al fondo y «zxcccz», siendo esta última una descripción incomprensible e irrepresentable para nosotros, ya que no percibimos el espacio de la misma manera.

Por otro lado, no toda dimensión «alienígena» se nos hace completamente desconocida o ajena. Se ha planteado, por ejemplo, que precisamente el tiempo podría ser considerado como una cuarta dimensión. No percibimos el tiempo en sí mismo, sino correlativamente a nuestras nociones de momento y contexto. No obstante, si otro ser hipotético pudiese percibir el tiempo propiamente dicho, podría describir la silla también en su dimensión temporal, o tendría formas de entender los tiempos que serían incompatibles con nuestra gramática.

Respecto a esto último, el escritor británico Douglas Adams, en el segundo libro de su saga de la Guía del Autoestopista Galáctico, nos presenta una forma curiosa de entender el tiempo cuando ciertas limitaciones humanas han sido dejadas en el baúl de los recuerdos. En este libro se describe un restaurante que se encuentra ubicado permanentemente en el fin de los tiempos y la materia, y al que se puede llegar a cenar desde cualquier espacio y tiempo una vez se han cumplido ciertas condiciones aparentemente disparatadas. El espectáculo de la cena es nada menos que el fin del universo, perpetuamente.

El escándalo gramatical es inevitable, pues los clientes del restaurante no verán, sino que, como ya vieron lo que pasó en el futuro, «vierorán» el estallido de la creación, y todo sin reservar con anterioridad ¾o «posterioridad previa», para usar los tiempos de Adams¾, ya que es posible hacer la reservación de las mesas retrospectivamente en el tiempo actual, porque se puede, y cito, «pedir mesa cuando antes de ir se haya uno vuelto a casa». Con todo, el «restaurante del fin del mundo» sigue siendo una forma antropomórfica de representar lo irrepresentable, pero es ilustrativo de nuestras limitaciones conceptuales sobre lo que no podemos percibir de ninguna manera; y bueno, las risas no faltaron.

Saliendo de la caja antropomórfica

Sería interesante imaginar y teorizar cómo podrían otros seres, cuya percepción sea diferente, concebir el espacio y el tiempo, o la realidad en general. El filósofo estadounidense Thomas Nagel ya planteaba una cuestión similar en 1974, con su conocido y polémico artículo titulado ¿Qué se siente ser un murciélago? Según Nagel, si bien para los seres humanos es posible imaginar cómo sería la sensación de ser uno de esos animales, toda conclusión derivada solo podría aspirar a describir cómo es para un humano ser un murciélago, y no cómo es para dicho murciélago ser uno. La limitación subjetiva del análisis fenomenológico constituye la barrera infranqueable para acceder, de momento, a la experiencia no humana.

Por otro lado, hay autores que han intentado superar los límites del círculo correlacional de las representaciones humanas, desde posturas cercanas al realismo especulativo —un ejemplo podría ser la Ontología Orientada a Objetos (OOO) de Graham Harman— y corrientes fenomenológicas novedosas, como la denominada «fenomenología alien» de Ian Bogost, que va más allá de los seres vivos y se pregunta cómo es ser, ya no un murciélago, sino una cosa; por ejemplo, un aire acondicionado o una baldosa del suelo. En ambos casos, se pretende liberar de la trampa antropocéntrica la posibilidad de sensación, y darle terreno al noúmeno, que sería de algún modo consciente de sí mismo. Ahí precisamente reside el carácter post-humanista de muchas de estas corrientes, que pretenden concebir los conceptos, valga la redundancia, más allá del sujeto inicial que permitió en principio toda conceptualización, es decir, el sapiens.

Ahora, con el progreso de la inteligencia artificial y la discusión vigente sobre aceptar o no otras formas de consciencia más allá de la humana, podría surgir la pregunta de si, desarrollando una IA algo que pudiera ser considerado una forma primitiva de percepción, percibiría su propio mundo de una forma similar a la nuestra, o si, en cambio, su percepción sería nuevamente «alienígena».

Los robots «inteligentes» se mueven en el mundo de los datos informáticos. Las inteligencias artificiales, entrenadas en sus respectivas tareas, se mantienen dentro de lo que, curiosamente, se ha llegado a denominar ciberespacio.

Los humanos no podemos percibir el ciberespacio en primera persona, pero podemos, una vez más, intentar representarlo simbólicamente. Las IAs de generación de imágenes, por ejemplo, se mueven en el espacio metafórico de todas las imágenes posibles, cuyas dimensiones se pueden concebir en función de grados de variación de colores, formas, estilos y contenido. Los programas conversacionales «habitan» el espacio de probabilidades del lenguaje. Sin embargo, es todo simbólico: son ceros y unos llevados a un plano de representación de lo que sería el entorno virtual. Esto, curiosamente, abre nuevas preguntas sobre las limitaciones de nuestras concepciones de espacio y tiempo, así como su abarcabilidad por la experiencia. El problema está, precisamente, en la imposibilidad de superar lo simbólico cuando se trata de formas de vida distintas a la humana.

Una IA, como un murciélago o una ameba, no percibe de la misma forma que nosotros. Incluso en los proyectos de visión artificial, donde se busca que estos programas se vuelvan de algún modo «conscientes» de su entorno, resulta imposible afirmar que se percibe de la misma forma, de manera similar  a otros seres que, aun siendo menos «complejos» que el ser humano, perciben el mundo de modos que sólo podemos conocer de forma aproximada y mediada por lo que es posible para nuestras capacidades de percepción y conceptualización. Así, la posibilidad de escapar de la caja antropomórfica sigue pareciendo lejana.

Conclusiones

En fin, el mundo observable, en sus dimensiones espacial y temporal, se nos presenta antropomorfizado, y no porque nosotros determinemos el mundo externo al representarlo desde nuestra perspectiva, sino, más bien, porque es el único mundo —o aquella parte del mismo— que un ser humano puede percibir. Sin embargo, en nuestro esfuerzo por sistematizar, caemos una y otra vez en el error de olvidar nuestra posición como una más entre tantas formas de vida y consciencia, en un universo cuya naturaleza apenas hemos empezado a tantear, casi a ciegas. Pretender que toda forma de consciencia espaciotemporal o percepción debe ser necesariamente compatible con la nuestra, la cual ni siquiera hemos sido capaces aún de comprender por completo, es una actitud cuando menos egocéntrica. La imposibilidad actual de salir de la caja antropomórfica no debe convertirse en un pretexto para presentar nuestros propios juicios como absolutos, a falta de «segundas opiniones».

Las consecuencias de este antropocentrismo conceptual se manifiestan en diversas disciplinas del saber, y obstaculizan a menudo el desarrollo de nuevas bases teóricas que podrían permitirle a la humanidad una aproximación más humilde hacia todo lo no-humano, e incluso aquello que todavía no es humanamente capaz de concebir. Comprender que la nuestra podría no ser la única forma de conocer y abordar la naturaleza puede ayudarnos a encontrar un lugar renovado para nosotros entre todo lo que existe, y dar paso a nuevas, creativas y fascinantes formas de pensar, descubrir y hacer, más allá de nuestra pretendida universalidad. La llegada de la realidad virtual, la posibilidad futura del polémico «metaverso», el avance de la IA y el progreso de las ciencias cognitivas nos pueden abrir oportunidades para reevaluar nuestras concepciones sobre la consciencia y la percepción. Si las tomaremos o no, ya lo dirá el tiempo.

Mientras tanto, podemos jugar a ser un murciélago, o traer a los robots. El sapiens, de momento, sigue siendo el mismo, la cuarta dimensión sigue en el terreno de algún alienígena hipotético, y el noúmeno sigue más allá de toda representación.