El reconocimiento metafísico de la filosofía en Grecia

marzo 22, 2023

A la hora de aproximarnos al sentido del reconocimiento metafísico de la filosofía o, más concretamente, al papel esencial que ocupa la obra platónica en ella, es necesario llevar a cabo una serie de consideraciones previas. Estas consideraciones son necesarias, fundamentalmente, para poder entender el sentido de la obra platónica, incluyendo el porqué de su origen y su finalidad. De este modo, se entiende que con los aspectos que se van a exponer a continuación no se pretende llevar a cabo una especie de redacción de carácter historiográfico, sino simplemente recuperar aquellos elementos que, siguiendo una linealidad historiográfica, puedan ayudarnos a comprender el acontecer del diálogo platónico.

Un aspecto esencial a tener presente consiste en que, a diferencia de nosotros, para los griegos arcaicos y clásicos “decir” (λέγειν) no es algo que hace el humano, como una especie de capacidad, sino que es todo lo que hace. No hay ninguna diferencia entre decir, parecer o ser realidad; decir es el reconocimiento de las cosas en su lugar frente a las demás. Por ello, al contrario de lo que sucede en la Modernidad a partir de la obra de Descartes, las cosas para el griego son lo que parecen. Para el griego (arcaico y clásico) no se manifiesta el pensamiento en el decir, sino la cosa misma. Es en el decir y no en el pensamiento donde las cosas acontecen, aparecer, se manifiestan, surgen, brotan, llegan a ser, etcétera. Utilizando el término acuñado por Zubiri, es en el decir donde la cosa “verdadea” (aletheuin). A este respecto, resulta significativo que βάρβαρος fuera una palabra empleada para referirse a aquellos que no eran griegos, precisamente porque no hablaban griego.

En primer lugar, así pues, es necesario poner de manifiesto el nacimiento de la filosofía en su sentido pleno, no como una especie de progreso evolutivo tal y como se puede desprender del cliché en el que se ha convertido la historia de la filosofía. Esto es, en torno a los siglos VII y VI a. C. surge en la Grecia arcaica lo que a lo largo del curso denominamos el “trazo esencial de Grecia”, que es ni más ni menos que la “insolente pretensión de hacer relevante el juego al que ya siempre se está jugando”, citando la afortunada descripción de Felipe Martínez Marzoa (cfr. Martínez Marzoa, F., Historia de la filosofía antigua. Madrid, Akal, 1995). Este denomina “insolente” al intento de preguntarse y poner de manifiesto la φύσις, el absoluto ámbito del aparecer, intento de situarse fuera de ella para ponerla de manifiesto. Empero, en tanto que absoluto ámbito del aparecer, es una simple pretensión, ya que fuera de ella no hay nada (para el griego ser es aquello que está dentro de unos límites). Cuando se tematiza algo, este deja de ser. Empleando el paradigmático ejemplo del propio Marzoa: un zapato es zapato precisamente cuando funciona como tal y, consecuentemente, cuando no reparo en él. En el instante en que lo tematizo, cuando lo pongo de manifiesto, deja de ser zapato. Por este motivo se dice “insolente pretensión”, porque en el momento en que se pretende tematizar la φύσις, ya se ha quedado atrás.

Esta pretensión de la Grecia arcaica fue huidiza. Es decir, los autores de la Grecia arcaica, a pesar de que ya se puede hablar de filosofía en su sentido más pleno, no contaban con una manera de poner de manifiesto o decir (λέγειν) el “juego al que ya siempre se está jugando” más que con palabras sueltas, sin un decir específicamente filosófico. Este decir se plasmó en un conjunto de fragmentos sueltos “recolectados” en el Helenismo, sin ningún carácter definido, pero fundamentalmente poético. Fue en virtud de esto que los autores del Helenismo comenzaron a configurar el cliché del nacimiento de la filosofía como el “paso del mito al logos”, algo que desde la perspectiva del presente no es aceptable. La filosofía nace en su sentido más pleno con la pretensión ya mencionada.

Otro aspecto fundamental que debemos tener presente recae en el fenómeno de la πόλις. Grecia es πόλις, ésta es el lugar, el espacio o τόπος, en donde se desarrollan los griegos (arcaicos y clásicos) para su perfección. Es algo que es por naturaleza, ya que la propia esencia del humano es que es ζῷον πoλίτικoν, un ser político. En virtud de esto, el sentido de la πόλις está ligado a la autonomía. Han de ser lo propios ciudadanos, los πόλιτες, quienes deben mantener la propia unidad (de hecho, el ἰδιώτες es aquel que se niega a participar en los asuntos públicos de la πόλις). No hay un orden que pueda venir desde afuera de esa unidad, el mantenimiento de la πόλις se debe sustentar en la diferencia, en la individualidad del πόλιτες. Es a este respecto por lo que el pilar que mantiene unida a la πόλις es el resultado de una abertura interna. La πόλις se mantiene unida en el constante intercambio de “decires” del πόλιτες, fundamentalmente en el ἀγορά. Así, a diferencia de cualquier otra agrupación humana, que se mantiene a partir de referencias míticas externas, esto es, que se mantiene por fenómenos que no surgen en ella misma, la πόλις es autónoma por la individualidad y confrontación de los πόλιτες.

La sofística fue la expresión de un estado al que inevitablemente llegó la πόλις. El sofista es la figura que invierte la posición técnica del decir: el decir mismo es radicalmente tematizado. Es decir, contra lo que se venía sosteniendo, en el decir ya no subyace nada verdadero para el sofista, provoca una desconexión entre el λέγειν y la ἀλήθεια. Como pertenecientes todavía a la Grecia no helenística, para el sofista no hay nada fuera del decir, el λóγος sigue siendo donde tiene lugar el aparecer de las cosas, pero bajo el cual no subyace verdad alguna (ἀλήθεια), entendiendo esta verdad en el sentido de no ocultarse, como un revelarse. Así, «el saber del sofista es saber “de la polis” en el sentido de la efectiva capacidad de éxito en los asuntos de la polis» (Martínez Marzoa, F., Historia de la filosofía antigua. Madrid, Akal, 1995, p. 81). Dado que no hay ninguna verdad detrás del λóγος, que tan sólo tiene una función comunicativa, no significativa, éste es empleado como instrumento para, a través de la capacidad retórica, alcanzar los intereses propios. Puesto que para el sofista en el decir no subyace nada verdadero, su actuar no se debe entender como un engaño, tal y como efectivamente nos presente el cliché sofista. En la sofística, la cuestión del juego al que ya siempre se está jugando se torna, por ende, en una cuestión óntica, simple y llanamente, sin ningún trasfondo y, por ello, incluso podríamos afirmar que no son “filósofos” (en la sofística no se podría hablar de una “pretensión de poner de manifiesto el juego al que ya siempre se está jugando”). Con todo, dado lo que hemos dicho acerca del funcionamiento de la πόλις, se entiende que la posición sofista conlleva la pérdida interna de la πόλις: si el diálogo se desmorona, como consecuencia de la erística abanderada por la sofística, la πόλις cae.

En este contexto aparece la obra platónica con el objetivo de evitar la ruptura interna de la πόλις. Por esto, como indica Marzoa, en Platón se produce la «recuperación de la diferencia de la cuestión del juego que siempre ya se está jugando frente a toda cuestión de lo ente o de cosas» (Martínez Marzoa, F., Historia de la filosofía antigua. Madrid, Akal, 1995, p. 134). Para ello, en primer lugar, Platón, siguiendo a Sócrates, no mantuvo ninguna tesis, no compitió contra los sofistas, ya que precisamente lo que se pretende evitar es la erística, la mera contraposición de tesis resuelta por la habilidad retórica.

Platón reflejó el trazo constitutivo de Grecia con un modo peculiar de decir genuinamente filosófico, propiamente “literatura” escrita (sin pretensiones de, por ejemplo, ser recitada): el diálogo. En el diálogo, Platón se sirve, frente a las pretensiones huidizas arcaicas, de la articulación apofántica (del griego apophaínen, que significa declarar o manifestar en el sentido griego ya mencionado). Con este útil, Platón consigue interpretar la presencia que con la tematización se interrumpe. Por este motivo se dice que la articulación es apofántica, en cuanto útil interpretativo cuyo interpretando se está perdiendo (recordemos el ejemplo de zapato). Como veremos, no se debe confundir la articulación con el enunciado, entre otras cosas porque en Platón la cuestión de poner de manifiesto lo que siempre ya está es un saber habérselas con esa articulación, sin tematizarla a ella misma. Esta tensión entre la articulación y el interpretando que se está perdiendo constituye lo que damos en denominar, siguiendo a Martínez Marzoa, una situación de “filo de navaja” que se resuelve con la pérdida del carácter apofántico en el Helenismo.

En la articulación apofántica se dice “algo1 de algo2”, “algo2 como algo1” o “algo2 es algo1” (cfr. Martínez Marzoa, F., Ser y diálogo: Leer a Platón. Madrid, Ediciones ISTMO, 1996). Pero, reiteramos, no se da en la tematización, sino en el saber entendido como “andar con…”, la articulación se “usa”, no como saber tematizante que entenderíamos hoy en día quizás por la asociación del saber con la ciencia. El algo2 de la articulación es la cosa, lo ente, aquello que se quiere poner de relieve. A diferencia del moderno y el principio de identidad, en el predominio de la lógica, el “es” en el sentido griego no es reductivo. Para el griego carece de sentido decir que «aquel sonido “es” este o aquel número de vibraciones por segundo o que este o aquel color “es” esta o aquella frecuencia y longitud de onda de un proceso ondulatorio electromagnético» (Martínez Marzoa, F., Ser y diálogo: Leer a Platón. Madrid, Ediciones ISTMO, 1996, p. 23). Puesto que el “es”  no es reductivo, no se establece una identidad en sentido estricto, el algo1 no puede ser un ente o cosa. El algo1 es el εἶδος, palabra que, tal y como la utiliza el filósofo ateniense, en su significado cotidiano o común, significa brillo, presencia o figura. El εἶδος es lo que permite tematizar la cosa, se dice algo de ella, la pone de manifiesto, es lo que permite que la cosa sea. Para que haya un “de qué”, un ente, tiene que haber un “qué”, el ser de dicho ente.

Al ser el ser de la cosa, y en consecuencia no ser la cosa misma, el εἶδος no es tematizable. La cosa se muestra como irreductible en la medida en que el εἶδος la muestra como tal en su rehusar la tematización, son como dos caras de una misma moneda: la cosa lo es en cuanto que es irreductible por lo mismo que el εἶδος rehúsa la tematización. En otras palabras, es el ser de la cosa en cuanto que no es la cosa lo que la manifiesta. He aquí la estructura que Platón nos presenta para poner de manifiesto el “juego”. La cosa es en cuanto tiene un ser, un εἶδος, por lo que el εἶδος como tal se tiene que manifestar, y por ello, ¿cómo se produce en el decir, en el diálogo, la diferencia del εἶδος con respecto a la cosa, su condición de no tematizabilidad que conlleva la irreductibilidad de la cosa?

De manera constante debe de haber un intento de tematización del εἶδος (en principio, trivial como “olivo” o “zapato”), un intento de determinar su “género”, es decir, una determinación del εἶδος superior a él. Este intento de fijación de un εἶδος es lo que se llama διαίρεσις (división). El proceso dihairético es un proceso de división con el que se pretende determinar un εἶδος superior que determine al εἶδος inicial. Ahora bien, tal y como deja claro Marzoa en Ser y diálogo, esta distinción no se puede llevar a cabo mediante un dividir puramente lógico que nos proporcione un predicado, es decir, una delimitación arbitraria de un conjunto de objetos (como ya menciona Heidegger en la Introducción de Ser y tiempo), sino a través de un análisis fenomenológico, netamente descriptivo. En cada proceso dihairético llegamos al corolario de que siempre hay ειδη ya supuestos y que, por lo tanto, no se pueden obtener por medio del proceso, precisamente porque están supuestos. Esto es, los ειδη sometidos al proceso dihairético terminan remitiendo a otros ya implícitos en ellos mismos. Estos ειδη implícitos son los conocidos como ἀρετή, que «léxicamente (…) es el carácter o condición de agathós, y esta palabra (que es la que convencionalmente se suele traducir por “bueno”) significa sencillamente el apto, el que sabe habérselas, estar y andar» (Martínez Marzoa, F., Ser y diálogo: Leer a Platón. Madrid, Ediciones ISTMO, 1996, p. 30).

Como hemos visto, el proceso dihairético desemboca, pues, en el intento de tematización de una ἀρετή(por ejemplo, justicia o valentía), siendo aquí donde da comienzo propiamente el diálogo platónico. Así, en el diálogo platónico se irán presentando diversos intentos de tematización de este εἶδος que irán fracasando. En este continuado fracasar es donde se pone de manifiesto el sentido del diálogo, el compadecer de lo propio del εἶδος, su rehusar la tematización, su diferencia con respecto a la cosa. Por supuesto, este fracaso de la tematización no se puede establecer como fórmula general, sino que sólo se muestra o manifiesta en el constante intento y fracaso, en la manifestación o decir del fracaso. Llegar a la conclusión de que se fracasa, no se trata de un fracaso, sino en todo caso de un éxito. Mediante esta estructura llamada articulación apofántica presente en su diálogo, Platón puso de manifiesto la irreductibilidad de la cosa, su diferencia con respecto al εἶδος, o lo que es lo mismo, la diferencia entre ente y ser. Es a este respecto por lo que incluso podríamos entender el ser en este aspecto (aunque lejos de intentar llevar a cabo una delimitación del mismo), siguiendo a Marzoa, como el carácter que define al ente en cuanto ente (cfr. Martínez Marzoa, F., Historia de la filosofía, V.II: Filosofía moderna y contemporánea.Madrid, Ediciones ISTMO, 1973).

Con el fin de no alejarnos de la cuestión a la que nos atenemos, tan sólo mencionaremos que, tras Platón, Aristóteles continuó con la problemática iniciada por el ateniense. En la obra del estagirita todavía se continúa haciendo frente a la problemática sofista, todavía se sigue manifestando la diferencia del “qué”, en este caso la οuσία, con el “de qué”. Sin necesidad de manifestar el continuado fracasar del intento de tematización del εἶδος, Aristóteles sigue mostrando la diferencia del ser con respecto a lo ente, siendo, de este modo, el último autor que trate explícitamente la cuestión del ser.

Como venimos insistiendo, los autores de la Grecia arcaica y clásica no se preocuparon de componer un texto, sino una «secuencia de palabras, frases y oraciones» (Martínez Marzoa, F., El decir griego. Madrid, Antonio Machado Libros, 2006, p. 19). Si sucede así en el Helenismo, tras la muerte de Aristóteles, momento en el que se comenzó a retroproyectar toda la filosofía arcaica y clásica desde su propia posición, surgiendo de esta forma el mismo concepto de “metafísica”, como veremos posteriormente.

Antes de continuar, cabe realizar ciertas consideraciones acerca del elemento que funciona como nexo de los dos “algos” que componían la ya tratada articulación apofántica, el verbo copulativo “ser”, el cual, como se viene diciendo, se encuentra en una “continuidad semántica” con respecto a otros verbos como brotar, surgir, producir o nacer. En el sentido del decir (λέγειν) tratado, no hay una distinción semántica entre tales conceptos. Originariamente, es un verbo con significado concreto como cualquier otro, un significado que se irá perdiendo hasta que adopte finalmente, con la pérdida del carácter apofántico de la articulación tras la obra de Aristóteles, la posición de mera cópula, momento en el que su significado se obvia, se vacía de contenido. Este es el momento en que se tematiza la propia articulación, constituyéndose el enunciado en el Helenismo. De esta forma, como anuncia Heidegger, se pierde la pregunta explícita que interroga por el ser, simplemente se produce una conservación de resultados, se trivializa la cuestión.

Con la llegada del Helenismo, la articulación en cuanto útil interpretativo pierde definitivamente el interpretando, que en la articulación se estaba perdiendo (recuérdese, una vez más, en lo que respecta a la “ruptura” o “detención” que implicaba la tematización de algo, el ejemplo del zapato), tornando en enunciado. El enunciado continúa siendo una estructura dual compuesta de dos sintagmas, pero en una esfera distinta del que las cosas tengan lugar. En el enunciado, sujeto al predominio de la gramática y la lógica, los cuales surgen en el mismo Helenismo como criterios, sobre el λóγος, para saber lo que es correcto y lo que no (lo cual se podría explicar por motivos socio-políticos como la pérdida de la πόλις, lo que provocó que el πόλιτες tornara en un individuo perdido, necesitado de orientación, de criterios externos a él). Los dos sintagmas que componen el enunciado tornan en sujeto (el “qué”) y el predicado (el “de qué”). En el enunciado ya tiene sentido hablar de verdadero o falso. En esta época, además, se conformó el cliché platónico y, por ende, el aristotélico, que marca todo el resto de la tradición ontológica. Un cliché platónico en virtud del cual, dicho someramente, se manifiesta la inconsistencia de las cosas, mientras que lo que Platón pretendía era, como vimos, mostrar la irreductibilidad de las mismas. Con el cliché platónico, propagado en gran medida por la ideología cristiana, lo verdadero, la consistencia de las cosas, se encuentra más allá de ellas mismas, en el terreno de los ειδη que ponían de manifiesto a las cosas.

En el Helenismo se perdió, simultáneamente con el vuelco de la articulación en enunciado, la problemática fundamental de la Grecia arcaica y clásica. En el Helenismo se produce una retroproyección de su situación, de su problemática, con respecto a la Grecia arcaica y clásica. En la época helenística se configura, en virtud de la retroproyección con respecto a la problemática platónica y aristotélica, la autocomprensión metafísica de la filosofía. Esto es, fue en el Helenismo donde surgió el mismo concepto de “metafísica”, un término no empleado por Platón ni por Aristóteles, de las manos de Andrónico de Rodas. Este director del Liceo aristotélico en el I a.C. llevó a cabo una recuperación de los escritos esotéricos o acroamáticos de Aristóteles (los únicos que se conservan). No obstante, con una serie de escritos que componían 14 libros, Andrónico no sabía en qué disciplina o ámbito problemático incluirlos ya que, tal y como indica Pierre Aubenque, el inconveniente no se encontraba en la pérdida material de las obras durante este tiempo, sino en la pérdida de la problemática misma. Así, τὰ μετὰ τὰ φυσικά (“más allá de la física”) fue la manera en que Andrónico decidió denominar a los catorce libros aristotélicos cuya problemática estaba perdida.

De esta forma, la metafísica se configura en el Helenismo como el componente comprensor de la filosofía desde ella misma, como el acontecer del acontecer (la filosofía) que recubre toda la problemática filosófica. El acontecer de la filosofía que tuvo lugar en Grecia con la constante e “insolente pretensión de poner de manifiesto, decir, el juego al que ya siempre se está jugando” se configura en el devenir, aunque con la ausencia de la problemática misma (el olvido de la pregunta que interroga por el ser), a partir del Helenismo con el surgimiento del mismo concepto, como metafísica: «La filosofía, esto es, lo que así llamamos, consiste en poner en marcha la metafísica, a cuyo través la filosofía llega hasta sí misma y a sus tareas expresas» (Heidegger, M., ¿Qué es metafísica?  en Heidegger, M., Hitos. Madrid, Alianza, 2000).

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