Marcos Jiménez González, Universidad de Salamanca y Roberto R. Aramayo, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
“El cine es uno de los tres lenguajes universales, los otros dos: la poesía y la música”.
Frank Capra.
Resulta fascinante observar el enorme potencial del lenguaje cinematográfico para comunicar ideas y abordar una realidad que contribuye a transformar por su propia incidencia en el imaginario colectivo. El cine supone un idioma universal basado en imágenes dinámicas. Por eso hace casi un siglo Fritz Lang lo comparó con el esperanto.
Sin embargo, actualmente solo es uno de los múltiples lenguajes icónicos que cualquier persona maneja con cierta soltura. Es también la principal forma de comunicación en las redes sociales. Pero incluso habiéndose convertido en una especie de indoeuropeo audiovisual, el cine sigue trasmitiendo ideas y modificando la realidad que simultáneamente representa. Esta cuestión plantea dilemas que no deberían pasar desapercibidos.
Los paradigmas hollywodienses
En los últimos años resultan llamativos los cambios de paradigma que ha experimentado Hollywood, una de las industrias mundiales más importantes y acaso la más influyente tanto en Estados Unidos como en Europa.
En los albores del cine rivalizó con industrias europeas, como la alemana, que durante la primera mitad del siglo XX fue muy potente, con la UFA capitaneando un barco que se hundió después del nazismo.
Una característica destacable del cine comercial norteamericano es la expansión de sus valores e ideología, enfrentando a sus protagonistas (ayer Charlton Heston, hoy el Capitán América) a enemigos externos, ya sean extraterrestres, rusos, vietnamitas o árabes.
La dinámica de la industria es mucho más binaria que la europea. Esto se aprecia en la división explícita entre los protagonistas y sus perfectos antagonistas, entre “buenos y malos”, donde los primeros están asociados a la bandera y la simbología americanas, mientras que los segundos reniegan de tales símbolos. Hasta las películas que pretenden difuminar las dicotomías raciales, como Gran Torino por ejemplo, se fundamentan en la diferencia y están hechas desde un arraigo a la cultura estadounidense.
La radical polarización del trumpismo
El gobierno de Donald Trump ha enfatizado este aspecto, dado que la sociedad americana está más dividida y fragmentada que nunca. El asalto al Capitolio fue la culminación de cuatro años de una erosión continua sobre una población políticamente escindida, y eso se aprecia en el cine.
Bajo el mandato de Obama se observó cierto giro hacia la cuestión racial, reflejando el cine un fenómeno social que a partir de 2008 fue fundamental. Así lo demuestran películas como Lincoln (2012), El mayordomo (2013) o El héroe de Berlín (2016), además de 12 años de esclavitud (2013).
Si la era Obama potenció el tema de la cuestión racial, la de Trump muestra el severo conflicto de división social. Durante los años 2020 y 2021 se estrenaron algunas películas en las que el enemigo ya no estaba fuera, sino dentro de la sociedad americana, signo inequívoco de que algo preocupante sucedía. Antebellum (2020) es un ejemplo reciente que sirve de nexo entre las dos etapas políticas, al tratar el tema del racismo y mostrar una sociedad que no idealiza ninguna de las partes.
Sin embargo, la verdadera seña de identidad de las películas del periodo Trump es el caos identitario, poco común en los Estados Unidos, pasado por el filtro de las fake news y la posverdad. Hay varias películas que lo abordan.
Una de ellas es La caza (2020), que muestra la división radical entre demócratas y republicanos, trasladándola a un contexto en el que unos liberales sofisticados raptan a negacionistas de derechas, para maltratarlos hasta la muerte. Aquí no habrá personajes positivos y negativos definidos, ya que la maldad de unos parece justificarse mediante los actos condenables de los otros. Estados Unidos aparece inmerso en una especie de guerra civil, en la que se enfrentan todos los sectores y clases sociales, siendo esto algo impensable en las producciones de hace unos años.
Otro ejemplo sería No mires arriba (2021). La trama versa sobre una pareja de científicos que, sin éxito alguno, intentan convencer a la población de que un cometa va a chocar contra la tierra. La noticia siembra el caos y todos los sectores sociales actúan en consecuencia. Las clases medias y bajas, incrédulas, fomentan bulos en las redes para negar esta información. La clase política, aun siendo consciente del peligro, intenta ocultarlo. Los periodistas anteponen el espectáculo a los hechos. Los grandes empresarios, recreaciones de Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg, pretenden sacar beneficio económico del suceso, poniendo en jaque a todo el planeta.
Pero la razón por la que se destaca aquí esta película es porque el enemigo, la raíz de todos los problemas, vuelve a ser la propia decadencia de la sociedad americana. Así lo subraya una escena en la que su protagonista afirma que el gobierno de los Estados Unidos de América miente y que tanto la presidenta como su administración “han perdido la cabeza”.
El cine como síntoma
Poner en tela de juicio al gobierno es extraño en la industria hollywodiense, puesto que normalmente se tiende a idealizar la identidad americana, muchas veces mediante películas que encumbran a los distintos presidentes de su historia. Por eso, este tipo de aseveraciones reflejan una profunda crisis social y política, una herida que el gobierno de Trump ha dejado en la sociedad y que parece difícil de curar.
Vicente Sánchez-Biosca, en un estudio sobre el cine de vanguardia alemán, sostiene que la película Metrópolis fue un síntoma de la Alemania de la República de Weimar, al aparecer reflejados en ella los pensamientos presentes y venideros de los años europeos de entreguerras.
Las películas citadas aquí son asimismo manifestaciones fílmicas de graves problemas sociales. Estos conflictos aparecen reflejados a modo de síntomas, mostrando la peligrosa deriva de polarización radical que ha tomado la sociedad norteamericana desde que Donald Trump llegase al poder.
Marcos Jiménez González, Investigador posdoctoral en Estética y Teoría de las Artes, Universidad de Salamanca y Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.