David Hume

Leibniz y Hume: Causalidad y juicio en el ocaso de la metafísica

Leibniz y Hume designan, en términos epistemológicos, la cumbre de la filosofía moderna. El problema fundamental de la modernidad es la búsqueda de un método para conocer el mundo
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Kant, en su primer prólogo a la Crítica de la Razón Pura, realizaba un diagnóstico de la filosofía de su tiempo:

Ahora, después de haber ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo indiferentísmo, madre del Caos y de la Noche en las ciencias, pero también al mismo tiempo origen, o por lo menos preludio de una próxima transformación e iluminación, si las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado (Kant, 2015, p. XIV).

Dos de los elementos centrales en este “celo mal aplicado”, lo constituyen las nociones de causalidad y juicio, pues llevaron a la Filosofía Moderna a un callejón sin salida que entronaba a una metafísica incólume y atemporal.

La modernidad generó una filosofía que buscó devorar epistemológicamente el mundo. Ya sea desde el empirismo o desde el racionalismo, buscaba encontrar un método, una via regia para el conocimiento, que fuera lo totalmente universal como para incluir todos los asuntos humanos. La empresa, que duró alrededor de dos siglos, legó a la posteridad grandes pensadores y forjó el moderno espíritu científico. No obstante, dos grandes conceptos eludían su conocimiento: la noción de qué es un sujeto, la medida de lo “interno”, de la espiritualidad; así como la noción del “afuera”, de lo externo a quien conoce, y de la relación entre ambos órdenes. Tal polémica, llevada a cabo entre el cartesianismo y el spinozismo, intentaba resolver éste aspecto del método.

Esto implica, en términos epistemológicos, la relación que pueden tener las ideas que el sujeto tiene del mundo con el mundo en sí. Tales relaciones, por ejemplo, pueden ser de identidad, y ello genera una suerte de realismo. Pero la posición más común en la modernidad fue mantener un celo hacia esa identidad, lo que genera preguntas acerca de cuánto pone el sujeto en el conocimiento, o sea, cuánto de esas ideas están en el mundo o son realmente de su cosecha. Traducido conceptualmente, de lo que se trataba era de fijar las nociones de causalidad y de juicio. La primera buscaría, como su nombre indica, establecer la relación entre las causas y los efectos. Penetración epistemológica que, en ultima instancia, daría fe de un conocimiento cabal del funcionamiento del mundo; pues conocer al dedillo las causas de las cosas sería la expresión suprema del conocimiento y dominio (instrumental, dirían Horkheimer y Adorno)  de ese mundo. En el concepto de juicio, los modernos buscaban tener una herramienta para un conocimiento cabal de su medio y de sí mismos, por lo que descubrir su fórmula definitiva dotaría a los filósofos de la misma instrumentalidad que al definir la causalidad. Ambos conceptos, adquieren el máximo de sus contradicciones en dos figuras tardías de la modernidad, me refiero a Gottfried Leibniz y a David Hume. En su pensamiento se reflejan de forma madura las contradicciones de una modernidad que buscaba separarse definitivamente de la metafísica e instaurar, de una vez, en reino epistemológico del hombre.

En el caso de Leibniz, encontramos en su filosofía un “grandioso intento de me­diación y síntesis entre lo antiguo y lo nuevo” (Reale & Antiseri, 1995, p. 384). En mediación entre philosophia perennis (antigua y medieval) y philosophia nova (ciencia y filosofía modernas) buscaba dirimir dos importantes conceptos, el de fin o causa final, y el concepto de substancia. En este texto prestamos más atención a la primera, pero ambas nociones están insertadas orgánicamente en su sistema.

El pensamiento de Leibniz buscaba traducir al lenguaje matemático moderno la ontología de Aristóteles. Una reflexión geométrica analítica de la filosofía antigua, complementaría las limitaciones de la filosofía moderna, a saber, un carácter mecaniscista en donde “la extensión y el movimiento eran causas suficientes para brindar una adecuada aclaración con respecto a las cosas» (Reale & Antiseri, 1995, p. 384). Este mecanicismo, que no satisfacía sus nociones acerca de la causalidad, debía ser complementado con otra noción de causa final, con la existencia de un ser omnisciente y omnipotente que diera un verdadero sentido a los sucesos de mundo, pues la causa definitiva es  “la elección moral del bien” (Reale & Antiseri, 1995, p. 385).

La noción moderna de fuerza, que con Newton explica el dinamismo en la naturaleza, es sometida en Leibniz a escrutinio, en la medida en que no le satisfacen sus consecuencias mecaniscistas. Si la divinidad como causa final, dinamiza al mundo como un aristotélico primer motor, entonces “la razón última del movimiento en la materia es la fuerza que le ha sido impresa en la creación” (Leibniz, 1982, p. 457). De ahí el maridaje entre las nociones de la mecánica clásica y la filosofía antigua que se realiza en su pensamiento.

La perfección de la naturaleza se puede explicar desde la física moderna, pero a la larga la filosofía debe deducir el impulso divino en toda la creación. En efecto, solo dicha visión finalista permite tener un cuadro cabal de las cosas, pues la unión de lo nuevo y lo viejo en su filosofía  implica unir el mecanicismo científico con el principio de razón suficiente. Entendiendo razón suficiente por la  la idea de que “nada es sin razón” (Leibniz, 1982, p. 92), de que no existe nada en el mundo que no tenga en Dios una razón de ser así. Por ello, si la ciencia logra conocimientos particulares, la filosofía dota a la modernidad de conocimientos universales de este tipo. Con su pensamiento, Leibniz critica el exceso de empirismo en el saber moderno, e intenta rescatar el valor de la filosofía en momentos en que la ciencia amenazaba con vaciar de contenido a la filosofía.

Por todo lo anterior, dividirá las verdades que brinda el conocimiento en dos tipos: verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras, generan un conocimiento universal, mientras que las segundas atañen a “experiencias factuales” (J. Echeverrria, 1981, p. 45). Las verdades de razón deben seguir dos principios: el principio de identidad y el de contradicción, o sea, que A=A pero diferente de B, lo que implica que para tales verdades su contrario es imposible.

Dichas verdades, son las verdades geométricas y matemáticas en general, así como el sentido de bondad y justicia, pues todo lo que existe existe porque Dios así lo decide, y constituyen, por tanto, el mejor de los mundos posibles.

Pero existe otro orden de verdad, el orden de las verdades empíricas, de los sucesos contingentes cuyo contrario es también posible. Pero, y esto es un punto vital en Leibniz, aunque es posible la verdad contraria, el hecho de que exista ésta y no su contrario, mantiene la vigencia del principio de razón suficiente; pues pudo ocurrir de otra forma y, sin embargo, no ocurrió. Por todo lo cual, la razón suficiente es el principio rector de su filosofía, en donde  “las verdades de razón están fundamentadas sobre la necesidad lógico-metafísica, mientras que las verdades de hecho permanecen siempre ligadas al libre decreto divino” (Reale & Antiseri, 1995, p. 406). Dicho en otras palabras, el designio de la divinidad determina, el última instancia, el dinamismo del mundo, pues reina en las verdades de razón, pero también en las de hecho, al degradar la libertad del mundo contingente a un plan preconcebido de Dios.

Por todo ello, es que se puede considerar a Leibniz como la cumbre del racionalismo, pues subsume, en última instancia, todo el tribunal del conocimiento a la razón, aunque sea una razón divina y no humana. Aquí, por su parte, la causalidad está determinada por la razón suficiente, mientras que los juicios se dividen entre universales y contingentes, pero solo de manera formal pues también se subsumen en la razón suficiente. Pero dicha filosofía tiene su inversión especular en David Hume, que derrumba toda noción de necesidad en el conocimiento del hombre acerca del mundo.

Con Hume, el empirismo (la noción de que la fuente de verdad está en la experiencia) alcanza “límites más allá de los cuales resulta imposible avanzar”, pues “acaba por ser en definitiva una renuncia a la filosofía” (Reale & Antiseri, 1995, p. 468). Con su filosofía, y desde el método experimental de Bacon, busca desentrañar los misterios del sujeto cognoscente tal como Newton desentrañó los de la naturaleza. Cambia, pues, el eje de reflexión del mundo exterior a la facultad misma de conocer, a una suerte de  “ciencia del hombre sobre bases experimentales” (Reale & Antiseri, 1995, p. 471) que combine los conocimientos científicos con la filosofía moral inglesa de su tiempo.

Agrupa todos los contenidos de la mente humana en “impresiones” e “ideas”, que se diferencian solo en “la fuerza o viveza con que se presentan ante nuestra mente” y en “el orden y la sucesión temporal en que aparecen” (Reale & Antiseri, 1995, p. 472). Hume valora la preeminencia de la otredad, del afuera, al insistir en el carácter primario de la impresión y el secundario y dependiente de las ideas. De ahí su empirismo, en donde existen impresiones simples como los colores y complejas como una manzana. Las primeras, generan ideas simples, pero las segundas pueden generar ideas complejas idénticas a las impresiones, o producto de combinaciones en el intelecto, pues más allá de la memoria, existe la facultad de la imaginación, que combina las ideas entre sí.

Ahora bien, por la naturaleza del intelecto, existe un principio de asociación mediante el cual determinadas ideas tienden a asociarse entre sí sin ninguna evidencia empírica de dicha asociación. Entre ellas, la que más destaca es la asociación de causalidad entre una causa y un efecto. Por fuerza de la costumbre, afirma Hume, el intelecto tiende a agrupar determinadas ideas, de tal forma que genera la noción de que hay una relación causal entre dichas impresiones. Ello, considerará, no se puede probar en los límites del conocimiento humano.

Al igual que Leibniz, afirma que nuestro conocimiento se divide en un conjunto de verdades universales y otro de saberes contingentes. En su lenguaje las denomina “relaciones de ideas y cuestiones de hecho” (Hume, 1988, p. 47). Los primeros describen contenidos ideales que no afirman ni niegan nada sobre lo existente. Pertenecen aquí, como en Leibniz, los axiomas matemáticos, que son independientes del mundo: “aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza”, según Hume, “las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia” (Hume, 1988, p. 48). Tales verdades, por tanto, no predican nada del mundo, y están determinadas también por el principio de no contradicción.

Leibniz y Hume designan, en términos epistemológicos, la cumbre de la filosofía moderna. El problema fundamental de la modernidad es la búsqueda de un método para conocer el mundo.

Pero la médula del conocimiento en Hume está en las cuestiones de hecho, en donde en contrario de un dato es tan posible como el dato en sí. De ahí su célebre afirmación de que “el sol saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana” (Hume, 1988, p. 48). En efecto, si en cuestiones de hecho es tan posible una afirmación positiva como su contrario, ¿de dónde el hombre refiere la necesidad de que el sol salga mañana por el mero hecho de que salió hoy?

El golpe mortal de Hume a la metafísica estriba en afirmar que la causalidad está determinada por el principio de asociación y no en que tengamos evidencia empírica de ella.  O sea, que no existe un análisis de las causas, no importa su alcance, que permita deducir de él un efecto. Por ello: “las causas y efectos no pueden descubrirse por la razón, sino por la experiencia” (Hume, 1988, p. 50), y “todas las inferencias realizadas a partir de la experiencia, por tanto, son efectos de la costumbre no del razonamiento” (Hume, 1988, pp. 66-67). No es posible determinar la causalidad por parte de la razón, que agrupa causa y efecto por medio de la costumbre, del principio de asociación de ideas, y no porque pueda deducir dicha causalidad.

El giro irracionalista de Hume estriba, según Reale y Antiseri (1995, p. 478), en que  “la base de la causalidad deja de ser ontológico-racional para convertirse en emotivo-arracional: sale de la esfera de lo objetivo para pasar a la de lo subjetivo”. A diferencia de Leibniz, cuya causalidad se funda en un principio racionalista divino.

Leibniz y Hume designan, en términos epistemológicos, la cumbre de la filosofía moderna. El problema fundamental de la modernidad es la búsqueda de un método para conocer el mundo. En Descartes y Spinoza, de lo que se trataba era de determinar qué relación podría existir entre lo interno y lo externo; en Leibniz y Hume, se trata de conocer si esa relación puede desentrañar la causalidad en el mundo, la urdimbre lógica de su dinamismo. Como se ha visto, ambos reconocen el fracaso de dicha tarea antes de ellos. Parecería que ambos lo resuelven, pero en realidad ambos fracasan: Leibniz claudica a la teología y Hume al escepticismo. En lo que sí coinciden es en distinguir de manera semejante dos tipos de conocimientos, los universales y los contingentes. Los primeros tienen la dignidad de lo universal, pero no dicen nada acerca del mundo exterior, los segundos predican sobre el mundo exterior, pero careen de universalidad.

En resumen, podemos determinar que el inventario epistemológico final de la modernidad es la imposibilidad de deducir la causalidad de los fenómenos naturales, así como la ausencia de universalidad en los juicios empíricos. El despertar del “sueño dogmático” en Kant constituirá, por tanto, en replegar la necesidad al sujeto, complementando así tanto  conocimientos universales como empíricos, en sus “juicios sintéticos a priori”. Por ello en su pensamiento, después de haber “ensayado en vano todos los caminos”, la filosofía avanza por inusitados senderos, y propone a los conocimientos nuevas cimas por escalar.

Bibliografía

Echeverrria, J. (1981). Leibniz. Barcanova.

Hume, D. (1988). Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial.

Kant, I. (2015). Crítica de la razón pura. Ciencias Sociales.

Leibniz, G. W. (1982). Escrítos Filosóficos. Charcas.

Reale, G., & Antiseri, D. (1995). Historia del pensamiento filosófico y científico: Del humanismo a Kant. Herder.

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