Si tuviésemos que hacer una referencia inmediata acerca de la premiación más mediática de la historia del cine, intuitivamente recordamos un cachetazo y un sinnúmero de interpretaciones y connotaciones sobre el mismo. La gala desapareció, los demás ganadores y trabajadores de la industria también, todos abducidos por un fenómeno decadente que sirvió para aumentar de a miles seguidores de tres personas, perjudicando a los demás presentes y, lo más importante, a la audiencia, a la cual se le reafirmó un mensaje ético bien claro: los límites de la comedia, ya resquebrajados por la cultura de la cancelación imperante, se tienen que retraer aún más.
Para los griegos antiguos, el “humor” era un estado de salud, que representaba el equilibrio de cuatro líquidos que, cada uno, simbolizaba algún elemento, a saber: la sangre (el aire), la bilis amarilla (el fuego), la bilis negra (tierra) y las flemas (el agua). De esta concepción proviene el vincular “estar de buen humor”, con “estar sanos”. Posteriormente la traducción latina humoris significará estrictamente el estado líquido o la humedad, que aplicada a la tierra conformará al humus, la tierra fértil. Como habremos podido apreciar en la breve descripción etimológica, desde tiempos arcaicos hay una estrecha relación entre el humor y la salud, puesto que, desde el empleo mismo del vocablo en sus inicios, se ha referido al estado de ánimo fruto de un equilibrio armonioso de factores que lo determinan.
Otra cosa, aunque comúnmente asociada al humor, es la “comedia”, palabra que en su conformación etimológica griega se conformaba por la palabra komos (canción, proclamación); odé (canción, rapsodia) y el sufijo -ía que denota cualidad. Lo que hoy entendemos como representación cómica proviene del género dramático (opuesto a la tragedia) cuyo máximo representante en la Grecia antigua fue Aristófanes (444 a.C- 385 a.C). El drama satírico acompañaba la presentación teatral de dos tragedias en cada edición y su función era, en pocas palabras, “bajar los ánimos” que quedaban exaltados por la intensidad del drama trágico.
Ahora bien, todos sabemos que existe un tipo de humor cómico ácido, también conocido como “humor negro” que es un tipo de comedia satírica que busca provocar en el espectador un sentimiento confuso que se mueve entre lo gracioso y lo desagradable mediante la ironía, el sarcasmo y, en alguna medida también, la burla. Su consistencia esencial se basa justamente en ser un género políticamente incorrecto, puesto que juega a torcer (y en algunos casos, quebrar) el estatus quo establecido de lo “esperable”. Se podría decir que la “gracia” de este humor consiste en la disrupción de una “normalidad” para tornarla cuestionable mediante una crítica cómica que pretende desvelar algo que está más allá de la simple apariencia de los consensualismos triviales y banales.
En el marco de lo precedentemente señalado, es que analizamos el papelón (para nosotros, totalmente orquestado) de la gala cinematográfica norteamericana. Pero antes de entrar de lleno a la farsa situada en Smith y Rock, haremos un breve repaso de los bochornos oportunamente utilizados por la Academia para conseguir índices de audiencia mayores.
En la Edición Nº 89 de los Oscar el legendario actor Warren Beatty cometió el “error” de nombrar a La La Land como la película ganadora del certamen, cuando en realidad el galardón debía ser entregado al film Moonlight. Lo que parecía ser una situación confusa, un error poco común en el guion de la gala, atravesó por un momento extremadamente violento: Jordan Horowitz, el productor de La La Land hizo a un costado violentamente al actor anciano que había cometido el “error” y de manera bastante agresiva y pretendidamente ofuscada indicó que la estatuilla no correspondía a su obra. La ridiculización que se realizó sobre los actores veteranos que “leyeron mal” la ficha no tuvo, por parte de la crítica biempensante portadora de la moralina posmoderna contradictoria, el menor reparo de naturalizar la idea de que hay gente demasiado vieja para hacer ciertas cosas.
Lo acontecido en la última edición, comentado, difundido, viralizado ad extremum mediante la factoría interminables de memes, no es un hecho aislado pero sí marca un precedente patéticamente lamentable. Como suele suceder en la imperante moral posmo-progre de la deconstrucción selectiva y la cancelación sistemática, se puede avizorar, a pocos días de lo sucedido, dos interpretaciones reinantes: por un lado, se sostiene que lo realizado por Smith es una clara demostración de cariño hacia su esposa y una defensa primordial al honor de su mujer y, por el otro, la clara demostración de un montaje mediático que sirve a intereses publicitarios muy concretos de los implicados (incluso del que recibió la puñeta).
Como siempre, insistimos en invitar a los amigos lectores a profundizar más sobre la superficie de lo dado por la inmediatez y la avidez de novedades y nos preguntamos ¿qué queda de esto, aparte del patético show? Queda la naturalización de la violencia ante el desacuerdo.
Como siempre, insistimos en invitar a los amigos lectores a profundizar más sobre la superficie de lo dado por la inmediatez y la avidez de novedades y nos preguntamos ¿qué queda de esto, aparte del patético show? Queda la naturalización de la violencia ante el desacuerdo. Queda establecido un precedente que indica que cuando uno se encuentra en una situación en la cual el régimen discursivo contextualizado permite ciertas bromas en el marco lícito del montaje, uno puede responder con violencia física y ridiculización masiva sin reparo alguno. Queda explicitada la vacua e incoherente ética postmoderna que pretende disfrazar de justicia poética un acto totalmente desagradable e ilegal (si Smith no fuese Smith, esa noche hubiera sido arrastrado por muchachos de dos metros de altura hacia el callejón trasero del edificio, y no precisamente para dialogar sobre lo acontecido). Queda evidenciada la total fragilidad en la que ahora deben trabajar los comediantes: si todo ofende al punto de recibir reprimendas físicas, el humor se verá condicionado severamente (deconstruído, dirían algunos) y se perdería la libertad, propia del cómico, de jugar con los límites de lo políticamente correcto y con la crítica capaz de provocar risa mediante el estupor.
En fin, es preciso señalar que el humor ácido ha muerto. El posmo-progresismo burgués lo ha asesinado definitivamente en el montaje decadente de una supuesta representación de la defensa del honor de una persona en pos de una sensibilidad bastante hipócrita carente de sentido que apuesta siempre a cerrar las puertas de todo aquello que desafíe la agenda imperante de una moralidad subvertida y pretendidamente deconstruída.
Habiendo expuesto los riesgos que conlleva todo acto de violencia que atente contra la libertad de expresión permitida en un contexto discursivo con reglas claras, debo culminar la presente reflexión indicando que quien comparte con vosotros estas líneas posee calvicie hereditaria hace bastantes años y he sido objeto de burlas, comentarios y sugerencias por parte que allegados y desconocidos, y jamás me vi en la necesidad de ir repartiendo tortas por ello (y os aseguro que el día que pretenda hacerlo, lejos de recibir ovaciones, seré fuertemente reprendido con el peso de la ley).