Por Slavoj Zizek
Los 80.000 soldados de los talibanes han retomado Afganistán y las ciudades han caído como fichas de dominó, mientras que las fuerzas gubernamentales de 300.000 efectivos, mejor equipadas y entrenadas, se han deshecho en su mayoría y se han rendido sin voluntad de luchar. ¿Por qué ha ocurrido esto?
Los medios de comunicación occidentales nos dicen que puede haber varias explicaciones para ello.
La primera es descaradamente racista: el pueblo afgano simplemente no es lo suficientemente maduro para la democracia, sino que anhela el fundamentalismo religioso, una afirmación ridícula si es que alguna vez la hubo. Hace medio siglo, Afganistán era un país (moderadamente) ilustrado con un fuerte partido comunista conocido como Partido Democrático Popular de Afganistán, que incluso llegó a tomar el poder durante algunos años. Afganistán se volvió religiosamente fundamentalista sólo después, como reacción a la ocupación soviética que pretendía evitar el colapso del poder comunista.
Otra explicación que nos dan los medios de comunicación es el terror, ya que los talibanes ejecutan sin piedad a quienes se oponen a su política.
Otra es la fe: los talibanes simplemente creen que sus actos cumplen la tarea que les ha impuesto Dios y que su victoria está garantizada. Por tanto, pueden permitirse ser pacientes porque el tiempo está de su lado.
Una explicación más compleja y realista de por qué los talibanes consiguieron retomar el país con tanta rapidez es el caos causado por la guerra y la corrupción en curso. Eso podría haber provocado la creencia de que, aunque el régimen talibán trajera la opresión e impusiera la sharia, al menos garantizaría algo de seguridad y orden.
Sin embargo, todas estas explicaciones parecen obviar un hecho básico que resulta traumático para la visión liberal occidental.
Se trata del desprecio de los talibanes por la supervivencia y la disposición de sus combatientes a asumir el «martirio», a morir no sólo en una batalla sino incluso en actos suicidas. La explicación de que los talibanes, como fundamentalistas, «creen realmente» que entrarán en el paraíso si mueren como mártires no es suficiente, ya que no capta la diferencia entre la creencia en el sentido de la perspicacia intelectual («sé que iré al cielo, es un hecho») y la creencia como una posición subjetiva comprometida.
En otras palabras, no tiene en cuenta el poder material de una ideología -en este caso, el poder de la fe- que no se basa simplemente en la fuerza de nuestra convicción, sino en cómo estamos comprometidos existencialmente con nuestra creencia: no somos sujetos que eligen tal o cual creencia, sino que «somos» nuestra creencia en el sentido de que esta creencia impregna nuestra vida.
Debido a esta característica, el filósofo francés Michel Foucault quedó tan fascinado por la Revolución Islámica de 1978 que visitó dos veces Irán.
Lo que le fascinó allí no fue sólo la postura de aceptar el martirio y la indiferencia con respecto a la pérdida de la propia vida; estaba «comprometido con una narración muy específica de la ‘historia de la verdad’, haciendo hincapié en una forma partidista y agónica de contar la verdad, y en la transformación a través de la lucha y la prueba, en contraposición a las formas pacificadoras, neutralizadoras y normalizadoras del poder occidental moderno». Para entender este punto es crucial la concepción de la verdad que opera en el discurso histórico-político, una concepción de la verdad como parcial, como reservada a los partidarios».
O, como dijo el propio Foucault:
«Si este sujeto que habla del derecho (o más bien de los derechos) dice la verdad, esa verdad ya no es la verdad universal del filósofo. Es cierto que este discurso sobre la guerra general, este discurso que trata de interpretar la guerra por debajo de la paz, es efectivamente un intento de describir la batalla en su conjunto y de reconstruir el curso general de la guerra. Pero eso no lo convierte en un discurso totalizador o neutral; es siempre un discurso perspectivo. Sólo se interesa por la totalidad en la medida en que puede verla en términos unilaterales, distorsionarla y verla desde su propio punto de vista. La verdad es, en otras palabras, una verdad que sólo puede desplegarse desde su posición de combate, desde la perspectiva de la victoria buscada y, en última instancia, por así decirlo, de la supervivencia del propio sujeto hablante.»
¿Puede descartarse un discurso tan comprometido como un signo de la sociedad «primitiva» premoderna que aún no entró en el individualismo moderno? ¿Y se puede descartar su resurgimiento en la actualidad como un signo de regresión fascista?
Para cualquier persona mínimamente familiarizada con el marxismo occidental, la respuesta es clara: el filósofo húngaro Georg Lukács demostró cómo el marxismo es «universalmente verdadero» no a pesar de su parcialidad sino porque es «parcial», accesible sólo desde una posición subjetiva particular. Podemos estar de acuerdo o no con este punto de vista, pero el hecho es que lo que Foucault buscaba en el lejano Irán -la forma agonística («bélica») de decir la verdad- ya estaba presente con fuerza en la visión marxista de que estar atrapado en la lucha de clases no es un obstáculo para el conocimiento «objetivo» de la historia, sino su condición.
La noción positivista habitual del conocimiento como una aproximación «objetiva» (no parcial) a la realidad que no está distorsionada por un compromiso subjetivo particular -lo que Foucault caracterizó como «las formas pacificadoras, neutralizadoras y normalizadoras del poder occidental moderno»- es ideología en estado puro: la ideología del «fin de la ideología».
Por un lado, tenemos el conocimiento experto «objetivo» no ideológico. Por otro lado, tenemos individuos dispersos, cada uno de los cuales se centra en su «cuidado del yo» idiosincrático (el término que Foucault utilizó cuando abandonó su experiencia iraní), pequeñas cosas que aportan placer a su vida.
Desde este punto de vista del individualismo liberal, el compromiso universal, especialmente si incluye el riesgo de la vida, es sospechoso e «irracional»…
Aquí nos encontramos con una interesante paradoja: aunque es dudoso que el marxismo tradicional pueda dar una explicación convincente del éxito de los talibanes, proporcionó un ejemplo europeo perfecto de lo que Foucault buscaba en Irán (y de lo que nos fascina ahora en Afganistán), un ejemplo que no implicaba ningún fundamentalismo religioso, sino sólo un compromiso colectivo por una vida mejor. Tras el triunfo del capitalismo global, este espíritu de compromiso colectivo fue reprimido, y ahora esta postura reprimida parece volver bajo la apariencia del fundamentalismo religioso.
¿Podemos imaginar un retorno de lo reprimido en su forma propia de compromiso emancipatorio colectivo? Sí. No sólo podemos imaginarlo, sino que ya está llamando a nuestras puertas con gran fuerza.
Basta con mencionar la catástrofe del calentamiento global: exige acciones colectivas a gran escala que exigirán sus propias formas de martirio, sacrificando muchos placeres a los que nos hemos acostumbrado. Si realmente queremos cambiar todo nuestro modo de vida, habrá que superar el «cuidado del yo» individualista que se centra en nuestro uso de los placeres. La ciencia experta por sí sola no hará el trabajo – tendrá que ser una ciencia enraizada en el compromiso colectivo más profundo.
Esta debería ser nuestra respuesta a los talibanes.
Texto traducido por DK a partir del original publicado en inglés por Slavoj Zizek en RT