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Edgar Morin y las paradojas de la libertad

A propósito de su centenario de vida
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Este ocho de julio de 2021 el filósofo de la complejidad, Edgar Morin, cumple su centenario. Pocos intelectuales llegan a esa fecha, sobre todo lúcidos y con una extensa obra, como es el caso que nos ocupa. No me propongo acá hacer una exposición de su obra. El espacio, evidentemente, sería insuficiente para tanto que decir. Propongo, más bien, reflexionar acerca de su artículo del 2000 Antropología de la libertad, una suerte de resumen de su serie de libros sobre El método.

A través de la tradición marxista resuena el axioma (perdido ya en la historia, quizás de Leibniz, quizás de Lenin) de que la libertad es conciencia de la necesidad. O sea, que la verdadera noción de ser libres estriba en conocer nuestros límites y, sobre esa base, expandir nuestro espíritu hasta donde nuestra configuración mortal no los permita. Como quiera que se vea, queda claro que existe una relación indiscutible entre mayor libertad y mayor capacidad de elección.

Por el lado subjetivo, creemos que somos totalmente libres. Efectivamente, consideramos que no existe un escollo de lo existente que no pueda ser penetrado por el sujeto pensante. Pero un gran poder, como se dice, conlleva una gran responsabilidad, por lo que a veces esta libertad subjetiva deja de ser tan deseable para, como decía Sartre, convertirse en una carga para el espíritu. Por el otro lado, por el objetivo, la ciencia tiene claro que no existe una libertad así, y afirma (primera paradoja) que toda consideración objetiva de la libertad queda reducida a la subjetividad. Veamos por qué.

Antropología de la libertad – Edgar Morin

Objetivamente existen muchas cadenas de sometimiento: medio natural, genes, fisiología, cerebro, cultura, y un largo etc. ¿Dónde, pues, encontrar libertad entre tanto sometimiento? Morin nos invita a olvidar una visión abstracta de la libertad para ponderar una “autonomía independiente”, más cercana a la realidad.

Uno de los elementos fundamentales de su pensamiento es la noción de cómputo. Existe, incluso en la célula más simple, un intercambio de información con el medio, y una autoorganización celular que brota en consecuencia. Desde este punto de vista, la célula piensa si bien no como “cogito” cartesiano, al menos sí como “cómputo” cibernético de la autoorganización viviente. Por ello “Lo que produce la autonomía produce la dependencia que produce la autonomía» (Morin, 2000, p. 2). Ya que la condición de toda autoorganización es que exista un intercambio de sustancias con el medio, lo que separa una célula viviente de un triste y monótono conglomerado orgánico, es que la libertad de autoorganizarse depende del medio para existir. De ahí, la autonomía independiente.

El Hombre es un sistema autoorganizado más, y no escapa a esta paradoja. El desarrollo del trabajo, de la transformación consiente de la naturaleza, permitió el desarrollo del cerebro y de las herramientas de trabajo. El desarrollo de los medios de producción y la mayor complejización de las formaciones económicos-sociales, permite al hombre una independencia cada vez mayor de las inclemencias de la naturaleza. Pero, ¿sobre qué bases se logra esta dependencia? Paradójicamente, lo que se gana en independencia con respecto a la naturaleza, se pierde con respecto a la sociedad. La liberación natural ha sido un producto de un encadenamiento cada vez mayor a los patrones de consumo de la sociedad. Es por ello que en todo marxismo orbita peligrosamente el fantasma improductivo de la anarquía. El deseo inconsciente de una vuelta al mundo natural falla en comprender que nosotros, primates sin pelos, nos hemos vuelto adictos a la sociedad y no podemos vivir sin ella.

En el siglo XX se descubre un nuevo tipo de atadura: la dictadura del gen. Pues el gen nos genera una cierta autonomía de la naturaleza para crear una dependencia a sí mismo. Estriba en nuestra información genética la potencialidad del cerebro humano para crear herramientas. Ello ha permitido una libertad sobre la naturaleza, pero constreñida a nuestros propios límites genéticos. Aun así, es una dictadura derrocable: pues si la especie reproduce al individuo, y el individuo a la especie, es un determinismo a medias tintas. Cada hombre cristaliza en sí todo el genoma de su especie, pero son sus decisiones, su relación con el medio quien, en última instancia, le da sentido de vida vivida al individuo.

En términos sociales, el hombre primitivo es libre sin Estado, pero no ciudadano; domina la naturaleza, pero se somete a tabúes autoimpuestos. El Hombre es un zoon politikón, y necesita de la cultura, aunque ésta se convierta en un tirano “super yo”.

¿Qué decir del cerebro? Pues que posee una capacidad innata para adquirir aptitudes no innatas. Aquello que comienza como un determinismo genético y cerebral, termina en el diapasón infinito de la cultura. ¿Acaso, como afirmaba Schopenhauer, nos determina el instinto reproductivo? Tampoco: “Estamos invadidos por la sexualidad, pero la sexualidad está invadida por el goce y el amor» (p. 4). El determinismo sexual nos compele a la reproducción, pero nos proporciona el placer y, si se tiene paciencia, también el amor. Solo en el Hombre existe la posibilidad de que, a decir de Freud, puedan existir desviaciones con respecto al objeto y a la meta reproductiva.

En términos sociales, el hombre primitivo es libre sin Estado, pero no ciudadano; domina la naturaleza, pero se somete a tabúes autoimpuestos. El Hombre es un zoon politikón, y necesita de la cultura, aunque ésta se convierta en un tirano “super yo”. La cultura nos afecta, incluso, antes de nacer. Ya el feto es bombardeado culturalmente con música y elecciones alimenticias de la madre. Este profundo “imprinting” que, lento pero resoluto, esculpe el espíritu de los Hombres; falla muchas veces en dejar su huella indeleble en ciertos individuos desviantes, en los cuales pondera su constitución cerebral individual. Por ello biología y cultura danzan en un vals dialéctico que determina la multitud de decisiones y los destinos de la humanidad.

Para Morin, la condición necesaria para librarse de este imprinting es la existencia de democracia y laicicidad en una sociedad dada. Solo así comienzan los caminos de la libertad del hombre como ser político que rige sus destinos y los de su Patria. Sin embargo, el desapego no es total: queda en el individuo cierta dependencia a “imprinting profundo” y “santuarios de lo sagrado” de tal forma que:

“…la cultura permite la autonomía, pero sometiéndose a sus normas. Toda cultura subyuga y emancipa, aprisiona y libera. Las culturas de las sociedades cerradas y autoritarias contribuyen fuertemente a la subyugación, las culturas de las sociedades abiertas y democráticas favorecen una pluralidad de libertades.” (p. 9)

En conclusión, entender la libertad del ser humano, es entenderla sobre la base de tres soportes lógicos: el yo, la especie y la cultura, el dialéctico triunvirato que rige los destinos de toda persona. Las tres han de estar en delicado, pero necesario equilibrio. La exacerbación de una, provoca el contrataque de las otras dos. La exacerbación del yo provoca la neurosis; la de la especie, la hipocondría y el infantilismo social; y la de la cultura, el totalitarismo, la dictadura y la xenofobia. Mantenga usted en equilibro las tres y será feliz. Escuche a Morin que no por gusto celebra sus 100 años de vida: ha sido consecuente consigo mismo y con sus ideas, no ha dejado para mañana lo que puede hacer hoy, y ha vivido siempre en matrimonio con la verdad: haga usted lo mismo, y será feliz.

Referencia:

  • Morin, E. (2000). Antropología de libertad. Gaceta de antropología, 16, 16.

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