Grandes espíritus, viven recónditos…
Javier Krahe, Antípodas
En Apuntes (también se traduce como Memorias) del Subsuelo,Fiódr Dostoievsky hace lamentarse a su criatura subterránea -que es, en cierto modo, como un Gollum sin tesoro, o cuyo único tesoro en su caso es su locuacidad- de padecer de algo que me parece recordar que denomina «hipertrofia de la conciencia», y que consiste en algo así como con-dolerse con todos los dolores del mundo, y a la vez ser completamente incapaz de engañarse a uno mismo respecto de ellos e incluso de engañarse respecto de las letrinas internas de uno mismo.
La hipertrofia de conciencia (que no de con-s-ciencia, que es la mercancía que venden ahora las terapias de mindfulness y demás espiritualismos sacacuartos), que afectaba también al propio Dostoievsky en coyuntura de vestir de paisano pero también en funciones de «médico del alma», como lo llamaba Nietzsche, puede llegar a ser altamente inhabilitante para la vida corriente, pero hasta cuando eso no ocurre, pone de cualquier forma a su azacaneado poseedor en una situación tal que probablemente termine tan solitario como el hombre del subsuelo, porque, como decían en un episodio de Los Simpsons, cuanto más asciende la curva de la inteligencia (la real, no la de los Cocientes de Inteligencia, otra engañifa), más rápido cae la de las relaciones sociales.
Ya lo apuntaba García Calvo en su opusculillo sobre la felicidad, recordando unos versos simpaticotes que rezaban así: «si quieres ser feliz, como me dices / no analices, muchacho, no analices…». Pero lo que no decía, sin tampoco ignorarlo, es que no analizar será feliz, pero también es de tarugos, y qué otra cosa es si no el mundo del consumo, las redes sociales, el reguetón, la legión de plataformas televisivas y la oferta de «paquetes de experiencia» y preservativos con sabor a morcilla más que una conjura mundial de los tarugos. Y, después de todo y pese a todo, es mejor ser un Sócrates angustiado que un tarugo satisfecho.
En este libro de Antonio Guerrero, tercero de su trilogía acerca el sentimiento zurdo de la vida, me temo que ocurre igual, para desgracia, pero también para fortuna, de su autor. Guerrero lo pasa mal, y con razón, en una contemporaneidad, la nuestra, en la que no es que los tiempos sean más o menos tormentosos que en épocas pretéritas, es que el vigía que advertía del peligro desde la cofa se ha dormido, o lo que es peor: ha sido narcotizado o comprado.
Así, Guerrero, de la misma forma que el Dante, en la mitad del camino de su vida se encontró perdido en un bosque oscuro (Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura) sin vigía ni guía ni maestro ni timón ni timonel al que seguir en su ofuscación, puesto que, como escribe: Es curioso, siguiendo a Hesse y a Hobbes, que en la cultura abunde el buenismo, pero no exista la solidaridad cultural, sino todo lo contrario: el cultureta es un lobo para el cultureta, algo que a nadie le preocupa o desconoce o ni siquiera admite como posibilidad. En Viena, tanto como en Almería, que es la provincia de adopción del filósofo y a la que somete a menudo a juicio crítico, la cultura ya no es más que el Patio de Monipodio en que el que hablar de vanguardia y de cultura independiente supone un error: la vanguardia se compone por los que pretenden sustituir a la élite, sin que ello los lleve a la instauración democrática, y la cultura independiente se constituye por los que sencillamente no tienen recursos y están en el caos legal y moral. Así que, honestamente, la cultura está aún en el feudalismo. No obstante, y a fortiori, se debe recordar también que grandes figuras como T. S. Eliot u Ortega y Gasset defendieron en el siglo XX precisamente y sin disfraz alguno el elitismo y el dirigismo respecto de las masas en la Alta Cultura, cosa que también promulga en este libro el recientemente fallecido Sánchez Dragó sin percatarse, me parece a mí, de que en tales circunstancias el primero en quedarse a las puerta del Templo de la Sabiduría de que hablaba William Blake sería él mismo -nuestro querido Dragó fue el más claro ejemplo posible en nuestro país de lo contrario al personaje de Dostoievsky, un exponente mediático de «hipotrofia de la conciencia».
Zurdo más que un libro es una suerte de descensus ad inferos en el que Guerrero, partiendo del confinamiento duro de la pandemia, comienza a buscar a su Virgilio, y en vez de eso encuentra primero a su amigo Francisco García Carbonell, con el que conversa epistolarmente aunque sea por email, y después da cumplida cuenta de sus entrevistas con el mencionado Sánchez Drago (que, en un alarde de cretinismo/sincrético, convierte al budismo en lo contrario de lo que es, en vez de aniquilación del yo endiosamiento del suyo propio y negación del mundo), Rosa Montero (maravillosa como siempre, comprende el problema de la vida extraterrestre mejor que todos esos congresistas de Washington que andan estos días tejiendo una cortina de humo en los medios), Fernando Savater (que. a la sazón, e ingenioso como siempre, declaraba no sentir querencia aún hacia la derecha política), y, sobre todo, un señor interesantísimo dedicado al despreciado pero inevitable oficio de «negro» literario con una gran conciencia (hipertrófica: de eso seguimos hablando…) de su habilidad y dignidad. Dice, por ejemplo: Ahora justamente que todo sucumbe ante el neoliberalismo y una economía globalizada sería importante no perder de vista una balanza entre literatura y mercado literario. Los bestsellers, el entretenimiento está muy bien, pero todo no debe ser entretenimiento. Observación que me lleva a mí a pensar, cuando Guerrero señala que porque, aunque los lectores no lo crean, en la cultura también hay corrupción, que si es que no vaya a ser que, aunque los demás lectores no se den cuenta o se hagan los tontos, también entre los propios lectores hay corrupción, esa corrupción humana y disculpable de convencerse a sí mismos de que porque hacen la performance de tener un libro entre las manos bajo una sombrilla de la playa y sudando la gota gorda eso que están llevando a cabo es de alguna manera leer.
Savater, en su entrevista con Guerrero dice a este propósito que siempre he pensado que los dos adversarios peores de la democracia son la miseria y la ignorancia. Y que deberían estar fuera de la ley, con todo lo que ello significa, quienes las fomentan, se aprovechan de ellas o incluso quienes no las remedian diligentemente. En efecto, los legisladores no sé a qué esperan. Que fomentar por el medio que sea la ignorancia o la miseria sea un delito grave en todo el planeta, y no, ni por asomo, nada remotamente parecido a censura o intromisión en la libertad de expresión. También lo remarca en este libro lúcidamente Rosa Montero: Porque además mucha gente cansada de la corrupción democrática puede pensar, equivocadamente, que los totalitarismos son más limpios, cuando lo único que sucede es que son más opacos e impiden que fluya la información. Tengamos en cuenta que no hace ni una semana que en España acabamos de sortear casi por pura chiripa ese peligro, pero que ahí sigue, impertérrito, como si no fuese tal opción ideológica (cambio esa palabra casi noble por «doctrinal») justamente la ilegal y la que atenta contra la libertad de expresión.
El libro acaba no con el Paraíso de la Divina Comedia, desdichadamente, sino más bien en el Purgatorio, que es bastante más tétrico pero también más honesto y más acorde a la hipertrofia de la conciencia que el que esto subscribe también confiesa sufrir. Guerrero, al término, realiza un ejercicio semejante al de Un gentlemam en la corte del Rey Arturo de Mark Twain, pero a la inversa, colocando en la ficción a grandes personajes históricos o míticos de la antigüedad en nuestro presente, lo cual deja cierto regusto agridulce al lector. Pero mientras, lo que se ha ganado con la lectura también ha sido sopesar duras reflexiones de Guerrero en torno al suicidio, la propia felicidad, el concepto de «suerte cuántica» y la horaciana aurea mediocritas. De modo que, ya que Rosa Montero cita bellamente Las Mil y una Noches (la muerte como «esa ladrona de dulzuras») en Zurdo, emplazó a Antonio Guerrero a considerar esta otra frase de Sherezade, la Circe árabe, como mi respuesta personal a qué pueda significar una «mirada zurda»:
La verdad no está en los sueños sino que está en todos los sueños…