Según Yuval Harari, en De animales a dioses, ya que hoy sabemos que el pensamiento es un producto del cerebro humano, y consecuencia por tanto de procesos materiales a los que supuestamente estamos cada vez más próximos de explicar, ha quedado más que demostrada cual errónea la creencia en la naturaleza excepcional del individuo humano, en la que a su vez se sustenta el humanismo liberal. Somos hormonas e impulsos eléctricos, nada más, por tanto, no se entiende esa insistencia en reclamarnos propietarios de ciertos derechos en vista de esa inexistente excepcionalidad.
La realidad es que los proponentes de tales ideas cometen un error al equivocar el lugar desde donde lanzan sus juicios: En lugar que, desde el único lugar posible, desde sí mismos, lo hacen desde el supuesto punto de vista objetivo de una razón universal que lo observa todo desde arriba tanto al pensamiento como a su objeto.
Entendámonos: A mí no me es para nada evidente que una idea que llamo cerebro sea el continente material de ese subproducto también material que es mi pensamiento, cuando miro a esa idea desde un imposible punto de vista externo a mi pensamiento. A mí lo único que me es evidente es que ahora estoy pensando, yo, en lo ridícula que es la idea de que el contenido de una de mis ideas pueda serme más evidente que el acto de pensarla, y que en consecuencia una idea pueda ser el continente de esa misma idea, del acto de pensarla, y de mi persona que la piensa.
La creencia en que el cerebro es el continente material del pensamiento es sólo Ciencia, y por tanto, como se desprende de la caracterización de la misma, verdad parcial que siempre me estará abierta a rectificaciones posteriores ( algunos científicos creen, por ejemplo, que en realidad se piensa con todo el cuerpo).
En resumen, que lo de que el cerebro es el continente material de mi pensamiento es sólo una idea que se me aparece en este interminable flujo de pensamientos que soy, que contrasto a su vez con la realidad (aceptemos por ahora esa realidad sin más, aunque no tenga de ella ninguna evidencia tan cierta como la de mi existencia), para explicármela y poder interactuar con ella según propósitos y planes, o sea, desde una voluntad ordenadora.
Lo único que me es evidente es que yo soy quien tiene esas ideas, que por tanto soy algo que las piensa, pero que cualquier contenido al que supuestamente se refieran esas ideas si ya no me es para nada evidente. La idea cerebro, como la idea neurona, o serotonina, me son claras evidencias de que existo al pensarlas, pero esas ideas son sólo contenido de mi acto de pensar, nunca pueden ser su continente.
Por tanto, no soy excepcional porque haya un Dios que me dotó de derechos. Quienes a la manera de Harari rebajan la Ciencia a religión (al suponerla como una actividad que se hace desde la mencionada razón supra-subjetiva), al igual que algunos conservadores inveterados americanos que se creen herederos únicos del original pensamiento liberal, se equivocan en cuanto a que sea la Declaración de Independencia de 1776 el documento que define al humanismo liberal, al menos desde una óptica americana. Ya que nos hemos quedado en los EEUU, una mejor elección documental en todo caso sería la colección de ensayos The Federalist, de Madison, Jay y Hamilton, en la cual Dios es solo una imagen para embellecer la prosa. En esencia el liberalismo humanista arranca desde Guillermo de Ockham con su derecho subjetivo, afianza su fundamentación en el cogito ergo sum cartesiano, y se comienza a sistematizar en la revolución copernicana de Inmanuel Kant.
Dios, como el cerebro y las hormonas, son solo ideas que se me aparecen en mi pensamiento, ideas de cuyo supuesto contenido fuera de mi pensamiento siempre tendré infinitamente menos evidencia que la que en cambio tengo de mi existencia, al caer en cuenta de que soy yo quien piensa esas ideas.
Soy excepcional, por tanto, por la simple y llana razón de que mi existencia es lo único que me es evidente, mientras que la pretendida existencia de un supuesto objeto de mis ideas, fuera y más allá de mí mismo, no.
Soy excepcional porque me soy lo único evidente. Mientras todo lo demás con algún grado de evidencia me son solo ideas que se me aparecen de la misma manera en que veo lo hacen en mis sueños, mientras duermo; o quizás a resultas de mi interacción con una realidad que me es independiente, y en donde se encuentra el objeto de una parte de ellas (otras ideas tienen su objeto en otras ideas, o en mí mismo).
Una vez elegido aceptar creer lo segundo, la existencia de la realidad, elección de la que no podré llegar a estar seguro nunca, al menos con el mismo grado de evidencia que lo estoy de mi existencia como algo que piensa, o de las ideas en que pienso, de inmediato intuyó par de conclusiones:
Que soy un ser que vive de encontrar regularidades en esa realidad, y que al parecer hay un número de otros seres a mi alrededor que se comportan de modo semejante.
Necesito encontrar esas regularidades porque mi interacción con esa realidad, mi actuar hacia ella, depende de que las encuentre y aproveché para elaborar los planes que me permitan conseguir mis propósitos.
Pero dado ese comportamiento mío hacia la realidad, dada mi constatación de que otros seres lo comparten también, y que de mi interacción con ellos parece provenir la gran mayoría de las ideas que pienso, mi actuar hacia ellos deberá basarse en recalcarles esa semejanza de comportamiento, lo conveniente de compartir fluidamente ideas entre nosotros, y por lo tanto mi interés de que en consecuencia actúen hacia mí, como ellos desearían yo actuase hacia ellos.
Una vez aceptado creer sin evidencia en una realidad poblada de seres semejantes a mí, el motivo ultimo de mi actuar debe ser, por lo tanto, el deseo de que los principios que guían mi actividad se conviertan en una Ley Universal, compartida por todos. Lo que expresa tanto mi deseo de encontrar regularidades en la realidad, como de regularizar mis relaciones intersubjetivas con esos semejantes que descubro a mi alrededor.
Puedo expresar esa segunda parte también de esta manera: Como en esencia lo que deseo es que esos otros semejantes míos respeten el que yo siga siendo yo, lo cual constato solo al tener pensamientos, mi actuar hacia ellos con el fin de obtener lo más óptimo de nuestra relación pasa por que yo les respete su derecho hacer exactamente lo mismo: pensar, y expresar libremente en nuestras interacciones lo que han pensado.
Obsérvese consecuentemente que los derechos humanos no son nunca mis derechos, sino siempre los del otro. Los cuales derechos respeto en primer lugar para que los otros no estorben el proceso de lo que simplemente hago desde mucho antes de que eligiera creer que existe una realidad que me es independiente, en la que también moran unos seres que por sus gestos parecen actuar según mis mismos motivos y principios: pensar. Un acto que me descubro haciendo desde que me advierto, y que por tanto nada, ni nadie, me ha dado el derecho de hacer. Algo que simplemente hago.
En segundo lugar, porque de esa interacción con esos supuestos semejantes, solo obtengo resultados óptimos cuando desde mi lado me impongo someter mi relación hacia ellos, hacia los otros, al compromiso de respetarles su derecho a pensar y comunicarme sus pensamientos.
El humanismo liberal no es por tanto una religión, a lo que lo rebaja Yuval Harari en su por demás interesante y muy recomendable libro, De animales a Dioses. El humanismo liberal no es uno de esos tinglados imaginarios en que los sapiens, a resultas de cierta virtud adquirida tras la Revolución Cognitiva, hemos dado en creer para permitirnos convivir en asociaciones de millones de individuos.
En última instancia no es más que el resultado lógico de la única constancia absoluta que tenemos: la de nuestra propia existencia como un ser que es capaz de plantearse la duda sobre su propia existencia.
Si algo de religión tiene el humanismo liberal, en todo caso, solo podría encontrarse en el hecho de que acepte creer sin más en que ideas como cerebro tienen un objeto real más allá de mí, que la pienso, y en la consecuente de aceptar sin más la existencia de seres que me son semejantes.
Casualmente algunas de las creencias sobre las que Yuval Harari se trepa para extender al viento los estandartes de un escepticismo por tanto muy mal ubicado. Porque desde una supuesta razón supra-subjetiva no puede haber nunca verdadero escepticismo; el escepticismo es solo posible cuando miramos el mundo desde nosotros, que sabemos existir por pensar en ello, y a la vez buscamos sin cesar modos de encontrar un grado de evidencia parecido en la existencia de todo lo demás.
Este artículo fue publicado originalmente en La Trinchera. Lea el original aquí.