Esta mañana he leído algo inquietante, pero como nadie parece haberse escandalizado tanto como yo, supongo que soy demasiado impresionable, lo cual es cierto. Elon Musk –cuyo nombre parece sacado de una novela de Asimov– ha anunciado que su empresa de neurotecnología, Neuralink, ha realizado su segundo implante en un cerebro humano. Al mismo tiempo, ha proclamado que, gracias a estos implantes, y sin necesidad de recurrir al Dr. Mengele, los humanos podremos adquirir el “superpoder” de vencer a la Inteligencia Artificial. La confusión de conceptos es total, pero eso no importa; para la mente de quienes reciben estos eslóganes, tiene perfecto sentido, ya que seguramente llevan tiempo imaginando a la Inteligencia Artificial como un Ultrón de película –y, en efecto, lo era en la ficción– y al transhumano encargado de enfrentarla como un Charles Xavier de los X-Men, pero sin silla de ruedas y con los abdominales de un modelo. Sin embargo, lo realmente preocupante es la primera noticia: nos quieren implantar una gran tecnológica en la parte más sensible de nuestro organismo para recopilar información exacta sobre nuestras reacciones retinianas y, finalmente, arrebatarnos completamente nuestra libertad, lo que queda de ella tras la invención del dispositivo móvil.
Además, el término “superpoder” también tiene su miga. Aprovechando astutamente el éxito de la UCM y la nueva película de Deadpool, Musk apela a la fibra sensible del público mundial, que está llenando las taquillas para ver al mercenario deslenguado y a su compañero, el mutante de las garras de adamantium. “Superhéroes” ya no es un término en boga, ni tampoco “superpoderes”. DC intentó imponernos el neologismo “metahumanos”, y Marvel, por su parte, “humanos con habilidades mejoradas”, pero parece que la modernización no ha calado, y por eso Musk recurre a los términos viejos y acreditados. No se entiende bien por qué Hulk sería un “superhéroe” y Hércules no (me refiero al héroe antiguo favorito de los estoicos, que ahora están de moda, no al que Marvel caricaturizó en sus cómics), pero supongo que la diferencia radica en el origen de sus cualidades especiales, sobrehumanas, como ya exploré a mi manera en Los superhéroes en los ’80 – Hyperbole.
Wolverine, claro, ya existía antes de la UCM y, desde luego, antes que Deadpool. No sólo eso: fue este personaje el que salvó a Marvel en los ochenta, al mismo nivel que lo hizo Spiderman en los 60, Robert Downey Jr. en los 2000 y Deadpool ahora (el problema de DC, por cierto, es que sigue viviendo de los mismos buques insignia desde finales de los años treinta: Superman, Batman, Wonder Woman y Flash son anteriores a la Segunda Guerra Mundial). Wolverine sorprendió a todos. ¿Quién iba a pensar que un personaje de relleno, creado casi por accidente en un número de Hulk por Len Wein, bajito, malhumorado, más chulo que nadie, y desprovisto de la nobleza y altura moral de sus compañeros superheroicos, se convertiría en un icono? Precisamente por sus patillas, sus “garras”, un poco de healing factor y nada más, al igual que sucedió con el ascenso al estrellato de Punisher y Daredevil. No hacía falta complicarse tanto: el viejo atractivo del hard-boiled seguía intacto, sólo hacía falta añadirle seis cuchillas en un mundo dominado por las armas de fuego.
Lo más llamativo de Wolverine es que es una bestia salvaje, no por elección propia, sino porque con seis armas blancas no se puede jugar al juego de que el héroe es mejor que el villano porque sólo busca noquearlo y llevarlo a prisión. No: las famosas garras –magníficas en la UCM– están, y sólo pueden estar, para decapitar, abrir tripas o seccionar miembros, como el arsenal de Punisher. Wolverine, por su propio nombre, no podía ser más que un asesino en potencia, y no pasó mucho tiempo hasta que también lo fuera en acto.
Ese momento clave en la historia de la subcultura ocurrió en 1982, de la mano del genio –un imbécil, pero sin duda un genio– de Frank Miller, quien recogió el testigo de John Byrne en los cuatro números de Wolverine: Honor, cuyo guion viene firmado por Chris Claremont, aunque no se lo cree ni él. Byrne lo había hecho muy bien, convirtiendo a Wolverine en Logan, oriundo de Canadá como él mismo, pero no supo evitar que siguiera pareciendo un oscuro matón del bajo fondo, mientras que Miller lo elevó a la categoría de samurái, específicamente de “ronin”, un samurái sin señor, que fue justamente el siguiente salto creativo de Miller, excelente como todos. En Honor, Logan hablaba consigo mismo –marca de la casa de Frank Miller– con una serie de latiguillos muy bien pensados que aumentaban la tensión de la acción, y, para colmo, se lo pasaba bien peleando, por no decir, ¡oh, blasfemia!, que disfrutaba matando. Wolverine goza siempre de la mejor salud posible, está siempre en plena forma gracias a su don mutante –algo que, en su pura condición sexual de testosterona, que yo sepa, sólo ha utilizado Grant Morrison, y con mucho cuidado–, de modo que no había problema en infligirle siempre el mayor dolor y el espectáculo gore más crudo posible. Además, nunca necesitó de máscara, porque su rostro es tan reconocible que cualquier dibujante sabría comunicárselo al lector, algo que no ocurre con la cara descubierta de casi ningún otro personaje Marvel. Si a esto sumamos que Logan no posee propiedad alguna, es prácticamente un outsider y un vagabundo, además de ser el transhumano (Arma-X) avant la lettre que ansían los multimillonarios chalados como Musk, entonces los dados estaban cargados, aunque nadie hubiera podido adivinarlo. Esos adolescentes que se pasean con su perro gigante tan ufanos, esos ultras de todo tipo que van al gimnasio, e incluso frikis como yo, fofisanos y del montón, vivían sus sueños viriles con la figura de un tipo que te suelta “¡it’s your funeral, bub!” –en Deadpool 3 han respetado este término despectivo– y todos se asustan.
Durante más de veinte años, Hugh Jackman ha hecho posible dar forma a esos sueños machistas con su físico, mezcla de tipo con cara de mosqueado y modelo de pasarela fitness. Creo que no sabe hasta qué punto ha jugado con fuego, qué cerca estuvo de ser repudiado por los fans y no durar ni media película. El fandom de los “superhéroes” es más exigente que cien Carlos Boyeros, y sin embargo, Jackman entusiasmó. Wolverine puede parecer un personaje fácil, pero o das justo en el blanco o el equilibrio entre matón y samurái se te va al traste en un instante. En la última de Ryan Reynolds –quien va camino de convertirse en el Schwarzenegger de nuestra década, y no me refiero a los músculos–, este precario equilibrio vuelve a ser tematizado, aunque yo prefiera Wolverine Inmortal o la tan reputada Logan. No obstante, y no voy a revelar nada, la matanza en una calle, casi al final de la película, es tan buena como la del tercer episodio de la serie de Netflix de Daredevil, a pesar de su barbaridad homicida. Marvel, sin duda, ha abierto paso con esta entrega a la ultraviolencia en la UCM, así que supongo que volverán a ganar una fortuna. En definitiva… ¿por qué el público, mayoritariamente masculino, va a ver películas de Wolverine? Pues muy sencillo: porque quiere ser Wolverine. Ser Tormenta, incluso ser Tony Stark no es ni remotamente parecido. Tormenta tiene que ser intachable, Iron Man tiene que dirigir sus negocios… A Logan le basta con dormir en el bosque, fumar enormes puros, beber en bares infectos y, quizás, tener la mejor vida sexual de Marvel –después de la de Daredevil, claro.
Recuerdo un número de X-Men de principios de los noventa (aquí sí pleno mérito de Chris Claremont en el guion), en el que Peter Rasputin, Coloso, se siente muy deprimido, si no recuerdo mal porque ha roto con Shadowcat, Kitty Pryde (por cierto, aquí había un problema de diferencia de edad que hoy no se toleraría…). Lo comenta con Logan en la barra de uno de esos bares infectos, y su amigo lo ve tan abatido que lo único que se le ocurre es enzarzarlo en una pelea con Juggernaut, que por pura casualidad entraba en ese instante, de paisano, por la puerta. El pobre Coloso, que siempre fue un alma tierna de campesino que tenía plena fe en la camaradería soviética, se ve forzado a molerse a palos con el armario de dos cuerpos que es Juggernaut, sin comerlo ni beberlo, y sólo porque Wolverine ha pensado que esa es justo la mejor terapia para la depresión, al estilo de El club de la lucha de Chuck Palahniuk. Es decir, que Logan también tiene su pequeña filosofía, y a muchos lectores les encanta.
Hace más de quince años, se me ocurrió un mini-cuento de Wolverine, eso que hoy se denomina fan-fiction (prolongar las historias de personajes existentes, como hacían los trágicos atenienses y los autores de epopeyas), y aprovecho para incluirlo aquí, ya que es tan inédito como merece serlo. Pero tiene, a mi juicio, una gran virtud: el blanco de las garras de Logan es nada menos que nuestro querido George W. Bush…
(El siguiente se lo dedicaré a Musk, con admiración y cariño).
El mini-cuento era el siguiente:
Nothing personal
From: [email protected]
To: [email protected]
Subject: W.
Date: Sat, 20 Feb 2010 19:53:26 +0000
Soy el mejor en mi oficio, lo sabes, y es el oficio más cojonudo del mundo. Entiendo tus reparos, pero me los paso por el forro. Los dos sabemos lo que tú has sido, no nos vengamos con melindres. Me pediste que me infiltrase en ese ejército de cursis y quitase del medio al calvo, me debes un gran, gran favor. Mira, no iba a decírtelo, pero me lo voy a cargar esta misma noche. No tengo nada personal contra él, lo mío no es la política. La gente como yo siempre gana las elecciones. Pero no ha pagado sus deudas, nos envió a su puta guerra y luego hizo como si no existiéramos. Soy un profesional, puedo permitirme ir por el pez gordo y lo haré. Comeré algo vivo de camino y estudiaré la situación desde un punto alto. Podría hacerlo con los ojos cerrados, de hecho, voy a hacerlo con los ojos cerrados, no sería la primera vez. Me haces reír con tus advertencias sobre la “protección”: liquidaré a esos matones como la hoz siega el trigo. Si hay algún mutante rarito entre ellos más vale que se aparte de mi camino. Soy el hombre que está en mejor forma del planeta, reboso salud, necesito actividad y estoy entrenado por los mejores. Sólo en Japón quizás alguien sabría matarme, quizás… no es tan difícil conociendo mis secretos como tú los conoces. En fin, eso no ocurrirá, el plan es sencillo: le atravesaré con una sola garra en el corazón, bastante firma para los servicios secretos y un enigma para la prensa y la poli. “El asesino del arma blanca, ¿cómo lo consiguió? ¿quién está seguro?”, algo así, es la monda. Os vais a quitar un parásito de encima, deberíais agradecérmelo. Y a él también le voy a librar de una buena carga. Apuesto a que huele a whisky a un kilómetro, ciertos tipos nunca cambian por mucho que recen. Será del caro, adivina quién se lo va a acabar fumándose un habano. A veces me gustaría poder emborracharme con menos de dos barriles de lo que sea…
Después ganaré mucho-mucho dinero. El mercenario más eficaz del mundo libre vuelve al mercado. Ya me habéis acaparado demasiado tiempo, me parece a mí. Considera esto mi dimisión irrevocable. “Arma X”, “Wolverine”: todo eso pasó a la historia. Como él, que va a tener un funeral muy presidencial. Es posible que luego vaya por el resto, Cheney, Rumsfeld, Ricce…, toda la maldita pandilla, pero tendrán que pagármelo, y seguro que hay barbudos muy interesados. Hay que ver cómo son los viejos amigos, ¿eh?, un día todo son abrazos y buenos deseos y al siguiente… Como tú y yo, supongo. Si apareces por allí para persuadirme ya puedes llevar a toda la caballería, o perderás el otro ojo, te lo garantizo. Me largo que me daría mal rollo encontrarlo dormido, no es mi estilo. Como decimos en Canadá, que nos veamos, pero si no volvemos a vernos que sea por ti y no por mí.
Sayonara, baby.